Lux señaló la vagoneta con la cabeza; Buzz echó a andar y subió. El doctor pulsó un interruptor y los cables chisporrotearon; subieron lentamente y aparcaron junto a un pórtico con una espectacular vista al mar. Lux guió a Buzz por pasillos blancos y asépticos hasta un cuarto pequeño atiborrado de archivos. En las paredes colgaban pósters médicos: una imagen didáctica para cirujanos plásticos, reconstrucción facial al estilo de Thomas Hart Benton.
—Claire Katherine de Havern —dijo Buzz—. ¿Es comunista?
Lux abrió un archivo, hojeó algunas carpetas, escogió una y leyó la página inicial:
—Claire Katherine de Haven, nacida el 5 de mayo de 1910. Alcohólica crónica controlada, esporádicamente adicta al fenobarbital, ocasional uso de bencedrina, ocasionales inyecciones de heroína. Se sometió tres veces al tratamiento especial del que te hablé: en el 39, en el 43 y en el 47. Eso es todo.
—No, quiero algo más. ¿Tu archivo tiene detalles? ¿Algún dato interesante?
Lux levantó la carpeta.
—Casi todo consiste en gráficos médicos y cuentas financieras. Puedes leerla si quieres.
—No, gracias. La recuerdas bien, Terry. Me doy cuenta. Así que habla.
Lux guardó el archivo en la gaveta y cerró el gabinete.
—Sedujo a algunos pacientes cuando estuvo aquí la primera vez. Causó mucho alboroto, así que en el 43 la mantuve aislada. En ambas ocasiones vino con un ataque de arrepentimiento, y en su segunda internación le di ciertos consejos psiquiátricos.
—¿Eres terapeuta?
Lux rió.
—No, pero me gusta que la gente me cuente cosas. En el 43 De Haven me dijo que deseaba reformarse porque un amante mexicano había recibido una tunda en los disturbios de Sleepy Lagoon y ella quería trabajar con mayor eficacia para la revuelta popular. En el 47 las audiencias del HUAC en el Este la sacaron de quicio. A un amigo le apretaron ya sabes qué. El HUAC sabía hacer bien las cosas, Buzz. Muchos arrepentimientos, sobredosis, intentos de suicidio. Los comunistas con dinero son los mejores, ¿no crees?
Buzz recordó el resto de la lista que le habían dado.
—¿A quién le apretaron las pelotas? ¿A un amiguito de Claire?
—No recuerdo.
—¿Morton Ziffkin?
—No.
—¿Uno de los mexicanos? ¿Benavides, López, Duarte?
—No, no era mexicano.
—¿Chaz Minear, Reynolds Loftis?
Acierto en «Loftis»: Lux tensó los músculos de la cara y los distendió en una sonrisa falsa.
—No, no eran ellos.
—Pamplinas —exclamó Buzz—. Di lo que sabes.
Lux se encogió de hombros: falso.
—Claire me gustaba, y también le gustaba a Loftis. Sentí celos. Cuando lo mencionaste, lo recordé todo.
Buzz rió: su recurso patentado contra las mentiras.
—Más pamplinas. A ti sólo te gusta el dinero, así que dime algo más convincente.
El médico sacó su escalpelo y se tamborileó la pierna con él.
—Bien, probemos con esto. Loftis compraba heroína para Claire, lo cual no me agradaba. Quería que ella dependiera de mí. ¿Satisfecho?
Una mañana fructífera: una adicta que follaba con mexicanos, Benavides probable violador de niñas, Loftis vendiendo H mayúscula a una camarada.
—¿A quién le compraba él?
—No lo sé. De veras.
—¿Tienes algún otro dato útil?
—No. ¿Tú tienes alguna chica rechazada por Howard para animar la clínica?
—Te veré en la iglesia, doc.
Un montón de mensajes le esperaba en la oficina, resultados parciales de las averiguaciones telefónicas de la secretaria. Buzz los hojeó.
Predominaban los datos de rutina junto con algunas noticias consabidas sobre los mexicanos: asociación ilícita, ataques violentos, palizas, encierros en reformatorios. Ningún dato sexual sobre Samuel Tomás Ignacio Benavides, el «diablo encarnado»; ningún dato político sobre ninguno de los tres ex miembros de bandas de White Fence. Buzz miró el último mensaje: la respuesta del Departamento de Policía de Santa Mónica.
Señor Meeks:
3/44 R. Loftis y otro hombre, Charles (Eddington) Hartshorn, nacido el 6/9/1897, fueron interrogados durante la redada de Antivicio en un bar de pervertidos de Santa Mónica (Knight in Armor, Lincoln Sur 1684, S. M.) Esto consta en una ficha de interrogatorios. De Circulación y Registros sobre Hartshorn: ningún antecedente criminal, ninguna infracción de tránsito, abogado. Residencia: Rimpau Sur 419, Los Ángeles. Espero que esto sirva de ayuda. — Lois.
Rimpau Sur 419 estaba en Hancock Park: distrito de lujo, fortuna tradicional; Reynolds Loftis estaba liado con Claire de Haven, y ahora parecía que jugaba con dos barajas. Buzz se pasó una máquina de afeitar eléctrica por la cara, se puso colonia en los sobacos y se quitó un resto de pastel de la corbata. Los ricachones siempre lo ponían nervioso; ricachón y maricón era una combinación con la que nunca había trabajado.
Siguió recordando a Audrey Anders durante el viaje; fingió que su Old Spice era el Chanel nº 5 de Audrey en los sitios apropiados. El 419 de Rimpau Sur era una mansión española en cuyo frente había una gran extensión de césped con arriates de rosas. Buzz aparcó y llamó al timbre, esperando que Hartshorn estuviera solo: ningún testigo si las cosas se ponían feas.
Se abrió una mirilla, luego la puerta. Una apetitosa rubia de unos veinticinco años tenía la mano en el picaporte, pulcritud intachable en falda de tartán y blusa rosa y abrochada.
—Hola. ¿Es usted el agente de seguros que viene a ver a papá?
Buzz cubrió con la chaqueta la culata de la 38.
—Sí, soy yo. En privado, por favor. A ningún hombre le gusta discutir asuntos tan serios en presencia de su familia.
La muchacha asintió, lo condujo a través del vestíbulo hasta un estudio repleto de libros y lo dejó allí, con la puerta entreabierta. Buzz vio un mueble bar y pensó en tomar una copa. Un trago de media tarde daría cierto encanto a la situación. Pero una voz lo interrumpió.
—Phil, ¿a qué viene esto de verme «en privado»?
Un hombre bajo, regordete y calvo acababa de abrir la puerta. Buzz le mostró la placa.
—¿Qué es esto? —dijo el hombre.
—Fiscalía de Distrito, señor Hartshorn. Sólo quise evitar un mal rato a su familia.
Charles Hartshorn cerró la puerta y se apoyó en ella.
—¿Es por Duane Lindenaur?
Buzz quedó desconcertado por el nombre, luego recordó la edición vespertina de
Tattler
: Lindenaur era una víctima de los asesinatos de homosexuales de que le había hablado Dudley Smith, el caso en que trabajaba ese detective que acababan de reclutar.
—No, señor. Estoy con la División del Gran Jurado, y estamos investigando a la Policía de Santa Mónica. Necesitamos saber si lo maltrataron cuando registraron el Knight in Armor en el 44.
Las venas palpitaron en la frente de Hartshorn. Habló con fría voz de picapleitos.
—No le creo. Duane Lindenaur intentó extorsionarme hace nueve años con afirmaciones falsas que pretendía comunicar a mi familia. Le hice frente por la vía legal, y hace unos días leí que lo habían asesinado. Temí que apareciera la policía, y ahora se presenta usted. ¿Soy sospechoso de la muerte de Lindenaur?
—No lo sé ni me importa —replicó—. Esto es por la Policía de Santa Mónica.
—No, no lo es. Esto es por las falsas afirmaciones que Duane Lindenaur hizo contra mí y mi desdichada presencia en un bar donde se encontraban algunas personas poco respetables cuando lo registró la policía. Tengo una coartada para la hora de la muerte de Duane Lindenaur y los otros hombres según la estiman los periódicos, y quiero corroborarla sin implicar a mi familia. Si usted cuenta una sola palabra a mi esposa y a mi hija, perderá la insignia y la cabeza. ¿Comprende?
El tono del abogado parecía más tranquilo, pero su rostro era un nudo de nervios. Buzz recurrió de nuevo a la diplomacia.
—Reynolds Loftis, señor Hartshorn. Lo arrestaron con usted. Dígame qué sabe sobre él y le diré al detective que trabaja en el caso Lindenaur que lo deje en paz, que usted tiene una coartada. ¿Le parece bien?
Hartshorn se cruzó de brazos.
—No conozco a ningún Reynolds Loftis y no hago tratos con polizontes que apestan a colonia barata. Lárguese de mi casa.
Hartshorn estaba muy nervioso. Buzz fue hasta el mueble bar, llenó un vaso de whisky y se lo ofreció al abogado.
—Para tus nervios, Charlie. No quiero que sufras un ataque cardíaco.
—¡Lárguese de mi casa, gusano!
Buzz dejó el vaso, aferró a Hartshorn por el cuello y lo aplastó contra la pared.
—Estás tratando mal a la persona equivocada, abogado. No te conviene joderme los planes. Voy a explicarte la situación: o me hablas de ti y Reynolds Loftis o voy al salón y le cuento a tu hijita que papá chupa vergas en el servicio de caballeros de Westlake Park y le dan por el culo en Selma y Las Palmas. Y si le dices una palabra a alguien, saldrás en
Confidential
follando negros. ¿Entiendes?
Hartshorn estaba rojo como la grana y al borde de las lágrimas. Buzz le soltó el cuello, vio la huella de una manaza y cerró esa manaza en un puño. Hartshorn caminó hasta el mueble bar y cogió la botella de whisky. Buzz giró hacia la pared, conteniendo el puñetazo en el último momento.
—Canta lo de Loftis, maldición. Pónmelo fácil, así podré largarme de aquí.
Se oyó un tintineo de vidrio, seguido por un suspiro y un silencio. Buzz miró la pared. Hartshorn habló con voz hueca y muerta.
—Reynolds y yo sólo tuvimos… una aventura. Nos conocimos en la fiesta que organizaba un belga, un director de cine. El hombre estaba muy en boga, y organizaba muchas fiestas en clubes para la gente como nosotros… como él. Lo de Reynolds nunca fue serio porque él salía con un guionista, y había un tercer hombre entre ambos. Yo era un extraño… así que nunca…
Buzz dio media vuelta y vio a Hartshorn derrumbado en una silla, entibiándose las manos con un vaso de whisky.
—¿Qué más sabes?
—Nada. Nunca vi a Reynolds después de esa vez en el Knight in Arms. ¿A quién va usted…?
—A nadie, Charlie. Nadie va a saberlo. Sólo diré que he oído decir que Loftis es…
—Oh Dios. ¿De nuevo la caza de brujas?
Cuando Buzz salió, el pobre diablo sollozaba.
Había empezado a llover mientras él interrogaba al abogado: goterones gruesos, la clase de diluvio que amenazaba con fundir las colinas con el mar y ocultar la mitad de la Cuenca de Los Ángeles. Buzz apostó tres contra uno a que Hartshorn mantendría la boca cerrada; doble contra sencillo a que un poco más de presión policial lo sacaría de quicio; uno contra uno a que iría a cenar a Nickodel y pasaría la noche en casa redactando el informe del día. Olía el sudor del maricón en su cuerpo, mezclándose con su propio sudor; sintió esa depresión que lo aplastaba después de haber maltratado a un pardillo. A medio camino de la oficina, abrió la ventanilla para recibir el estímulo del aire y la lluvia, cambió de dirección y fue a su casa.
Su casa estaba en el edificio Longview, Beverly y Mariposa, cuatro habitaciones en el sexto piso, vista al sur, un apartamento decorado con restos de platós cinematográficos de la RKO. Buzz entró en el garaje, dejó el coche y subió en el ascensor. Audrey Anders estaba sentada en la puerta. Llevaba un vestido de lamé dorado con lentejuelas, salpicado por la lluvia, y un abrigo de visón mojado en el regazo. Lo usaba de cenicero; cuando vio a Buzz apagó el cigarrillo en el cuello.
—Modelo del año pasado —explicó—. Mickey me comprará uno nuevo.
Buzz la ayudó a levantarse, sosteniéndole las manos un segundo de más.
—¿De veras tengo tanta suerte?
—No cantes victoria. Lavonne Cohen se fue de viaje con su club de majong y Mickey piensa que se ha abierto la temporada de caza conmigo. Hoy me tocaba el Mocambo, el Grove y copas de última hora con los Gerstein. Me las ingenié para escapar.
—Pensé que tú y Mickey estabais enamorados.
—El amor tiene su lado malo. ¿Sabías que eres el único Turner Meeks de la guía?
Buzz abrió la puerta. Audrey entró, tiró el visón al suelo y echó un vistazo al salón. Los muebles incluían sofás de cuero y mecedoras de
Vacaciones en Londres
y adornos de
Bwana de la selva
; las puertas-vaivén que daban al dormitorio parecían sacadas del
saloon
de
Furia en el Río Grande
. La moqueta era verde lima con franjas rojas, la colcha era la que había acogido los revolcones de la amazona de
Canción de las Pampas
.
—Meeks, ¿pagaste por esto? —preguntó Audrey.
—Regalos de un tío rico. ¿Quieres un trago?
—No bebo.
—¿Por qué no?
—Mi padre, mi hermana y mis dos hermanos son borrachos, así que opté por prescindir de la bebida.
Buzz estaba pensando que Audrey estaba guapa, aunque no tanto como cuando iba sin maquillaje y con la camisa de Mickey hasta las rodillas.
—¿Y te dedicaste al
strip-tease
?
Audrey se sentó, se quitó los zapatos y se abrigó los pies en el visón.
—Sí, y no me pidas que te haga el número de las borlas, porque no lo haré. Meeks, ¿qué demonios te pasa? Pensé que te alegrarías de verme.
Buzz aún percibía el olor del maricón.
—Hoy he maltratado a un tipo. Ha sido espantoso.
Audrey movió los dedos de los pies, haciendo saltar al visón.
—¿Y? Es tu forma de ganarte la vida.
—Por lo general presentan más resistencia.
—¿Me estás diciendo que es un juego?
Una vez Buzz le había dicho a Howard que las únicas mujeres que valían la pena eran las que te comprendían.
—Tenemos que ser mejores en algo más que darnos cornadas y hacernos preguntas.
La Chica Explosiva lanzó el visón hacia arriba de una patada. El abrigo aterrizó en su regazo.
—¿El dormitorio es tan llamativo como el resto?
Buzz rió.
—
Casbah Nocturna
y
El paraíso es rosa
. ¿Eso te dice algo?
—Ésa es otra pregunta. Pregúntame a mí algo provocativo.
Buzz se quitó la chaqueta, se desenganchó la sobaquera y la arrojó en una silla.
—De acuerdo. ¿Mickey te hace vigilar?
Audrey negó con la cabeza.
—No. Le hice desistir de eso. Me hacía sentir barata.
—¿Dónde tienes el coche?
—A tres calles.