En la fiesta había, asimismo, algunas de esas estrellas, actores jóvenes, que era imposible que hubieran conocido a Buddy Vance personalmente, pero que se encontraban allí, sin duda, porque era la fiesta de la semana, el lugar donde convenía ser vistos, entre la gente con la que convenía ser vistos.
Grillo divisó a Rochelle al otro extremo de la sala, sumida en cumplidos y halagos. Toda una muchedumbre de admiradores se apretujaba a su alrededor, alimentándose de su belleza. Rochelle no miró hacia donde Grillo se encontraba; pero, aunque hubiese mirado, era dudoso que lo hubiera reconocido. Ella tenía el aire distraído, ensoñador, de la persona que está drogada con algo más que simple admiración. Además, la experiencia había enseñado a Grillo que su rostro era de lo más vulgar del mundo, como el de muchos otros y pasaba inadvertido. Tenía una cierta suavidad que él atribuía a la mezcla de sangres que corría por sus venas: sueca, rusa, lituana, judía e inglesa. Todas se anulaban unas a otras con bastante eficacia. Grillo era todo y nada. En circunstancias como aquéllas, esa idea le daba un extraño aplomo. Podía hacerse pasar por cualquier clase de persona sin infundir sospechas, a menos que diera algún
faux pas
de primera categoría, e incluso entonces se las arreglaba siempre para salir del apuro.
Aceptó una copa de champaña de uno de los camareros, y luego se mezcló con la muchedumbre, tomando nota mental de los rostros que reconocía; así como de los nombres de quienes acompañaban a esos rostros. Aunque nadie en toda aquella sala, excepción hecha de Rochelle, podía tener la menor idea de su identidad, Grillo recibía constantes, afables movimientos de cabeza de casi todos los que pasaban a su lado, e incluso uno o dos saludos con la mano de dos sujetos que, era de suponer, querían ganar prestigio a los ojos de aquellos que los rodeaban luciendo el número de personas a quienes conocían en tan deslumbrante reunión. Grillo fomentó esa ficción saludando con la cabeza a los que le saludaban con la cabeza, y con la mano a quienes se los hacían a él, de modo que, después de cruzar una vez la sala entera, ya sus curtas credenciales estaban firmemente aceptadas: era uno de los muchachos. Esto indujo a una mujer de unos largos cincuenta años a acercársele y arrinconarle con una cortante mirada y un retador:
—Bien, vamos a ver, ¿quién es usted?
Grillo no había preparado un
alter ego
detallado, como lo había llevado, por ejemplo, cuando asistió a la reunión de los neonazis, o a la del curandero por la fe, de modo que se limitó a decir:
—Swift, Jonathan.
Ella asintió, casi como si creyese conocerle.
—Yo soy Evelyn Quayle —se presentó ella—. Por favor, llámame Eve, todo el mundo lo hace.
—Bueno, pues Eve.
—Y a ti, ¿cómo te llama la gente?
—Swift.
—Muy bien —dijo ella—, ¿me harías el favor de parar a ese camarero y traerme otra copa de champaña? Van por ahí como rayos.
No fue la última que bebió. Sabía mucho sobre los invitados, y se lo contó a Grillo, cada vez con mayor detalle a medida que vaciaba copas de champaña y más cumplidos le decía él, uno de ellos, por cierto, muy sincero. Grillo había pensado que Eve andaría por los cincuenta y algo, pero ella le confesó que tenía setenta y uno.
—Pues no los aparentas en absoluto —dijo él con toda sinceridad.
—Control, querido mío, control —replicó ella—. Tengo todos los vicios, pero ninguno con exceso. ¿Me harías el favor de alcanzarme otra de esas copas antes de que se pierdan de vista?
Era la perfecta chismosa: benéfica en su cotilleo. Apenas había una persona en la sala sobre la que no diera algún detalle sabroso a Grillo. La anoréxica de escarlata, por ejemplo, era la hermana gemela de Annie Kristol, la favorita de los
shows
de gente famosa: estaba consumiéndose a un ritmo que sería mortal, opinaba Eve, en cosa de seis meses. Por el contrario, Merv Turner, uno de los miembros del consejo de la «Universal», recientemente despedido, había ganado tanto peso desde su salida de la «Torre Negra» que su mujer se negaba a hacer el amor con él. Y, por lo que se refería a Liza Andreatta, la pobre, había tenido que pasar tres semanas en el hospital después del nacimiento de su segundo hijo: su psiquiatra la había convencido de que, en la naturaleza, la madre siempre se comía la placenta; ella, entonces, se comió la suya, y quedó tan traumatizada por ello que casi dejó huérfano a su hijo antes de darle tiempo siquiera a ver el rostro de su madre.
—Pura locura —dijo Eve, con una sonrisa de oreja a oreja—, ¿verdad?
Grillo no tuvo más remedio que darle la razón.
—Una maravillosa locura —prosiguió Eve—. Yo he participado en ella toda mi vida, y sigue siendo tan desenfrenada como siempre. Aquí empieza a hacer calor, ¿por qué no salimos a dar una vuelta por el jardín?
—Sí, vamos.
Cogió a Grillo del brazo.
—Sabes escuchar —dijo, mientras salían al jardín—, y eso es bastante infrecuente entre esta gente.
—¿De veras? —preguntó Grillo.
—¿Qué eres? ¿Escritor?
—Sí —respondió, aliviado de no tener que mentir a aquella mujer; le caía bien—, y lo cierto es que no da mucho de sí.
—A ninguno de nosotros nos da mucho de sí lo que hacemos —dijo Eve—. Seamos francos. Aún no hemos encontrado la cura de! cáncer. Lo que hacemos es
pasarlo bien,
corazón, sólo eso: pasarlo bien.
Llevó a Grillo al frontis de locomotora que se levantaba en medio del jardín.
—Fíjate en esto, es horrible, ¿no te parece?
—No sé. Tiene un cierto encanto.
—Mi primer marido coleccionada expresionistas abstractos estadounidenses. Pollock, Rothko… Cosas gélidas. Me divorcié de él.
—¿Por los cuadros?
—Bueno, por su afán de coleccionar; era puro coleccionismo. Una enfermedad, Swift. Hacia el final de nuestro matrimonio le dije: «Mira, Ethan, no quiero ser una más de tus posesiones. O se van
ellas
o me voy yo.» Prefirió sus posesiones, que por lo menos no le llevaban la contraria, como yo. Era de esa clase de hombres, culto, pero estúpido.
Grillo sonrió.
—Te estás riendo de mí —le riñó ella.
—No, no, nada de eso. Me tienes encantado.
Eve floreció bajo el cumplido.
—No conoces a nadie aquí, ¿verdad?
Su observación dejó a Grillo desconcertado.
—Te has colado. Cuando entraste, te observé. Miraste a la anfitriona por si ella te veía. Y pensé: «¡Por fin! Aquí viene alguien que no conoce a
nadie
y querría conocerlos a todos, y yo, que conozco a
todos,
no querría conocer a nadie.» La pareja ideal. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Ya te lo he dicho. —¡No me insultes, por favor!
—De acuerdo, me llamo Grillo.
—Grillo.
—Nathan Grillo. Pero, hazme un favor…, Grillo a secas. Soy periodista.
—¡Oh, qué pesadez! Yo pensaba que quizás eras un ángel, caído del cielo para juzgarnos. Ya me entiendes…, como lo de Sodoma y Gomorra. Bien sabe Dios que nos lo merecemos.
—No te cae nada bien esta gente —dijo él.
—Bueno, querido mío, la verdad es que aquí se está mejor que en Idaho, aunque sólo sea por el buen tiempo. La conversación es penosa, de verdad. —Se apretó más contra él—. No te vuelvas, pero tenemos compañía.
Un hombre bajo, casi calvo, de rostro vagamente familiar, se acercaba a ellos.
—¿Cómo se llama? —susurró Grillo.
—Paul Lamar. Era socio de Buddy.
—¿Comediante?
—Eso diría su agente. ¿Has visto alguna de sus películas?
—No.
—Pues
Mein Kampf
tiene más gracia.
Grillo aún trataba de contener la risa cuando Lamar se presentó a Eve.
—Tienes un aspecto estupendo —dijo—. Bueno, como siempre. —Se volvió a Grillo—. ¿Quién es tu amigo? —preguntó.
Eve lanzó una ojeada a Grillo, con una levísima sonrisa en las comisuras de la boca.
—Mi pecado secreto —respondió.
Lamar concentró su sonrisa de reflector en Grillo.
—Dispénseme, no he oído bien su nombre…
—Los secretos no tienen nombres —lo interrumpió Eve—, les quita encanto.
—Me has puesto en mi sitio y me lo merezco —dijo Lamar—. Permíteme corregir mi error enseñándote la casa.
—No sé si podría resistir esas escaleras, querido —dijo Evo.
—Pero si éste era el palacio de Buddy. Estaba muy orgulloso de él.
—No lo bastante como para invitarme a mí —replicó ella.
—Era su retiro —dijo Lamar—, por eso puso tanto esmero en él. Deberías verlo. Aunque sólo sea en memoria suya. Por supuesto, me refiero a los dos.
—Bueno, ¿y por qué no? —intervino Grillo.
Evelyn suspiró.
—Dichosa curiosidad —exclamó—. De acuerdo, ve delante.
Lamar lo hizo así, y entraron en la casa por el salón, donde el ritmo de la reunión había sufrido un sutil cambio. Con las copas apuradas y el bufé devastado, los invitados estaban entrando en un estado de ánimo más reposado, animados por una pequeña banda que tocaba lánguidas versiones de canciones de moda. Unos pocos habían empezado a bailar. Las conversaciones no resonaban ya, las voces eran más bajas. Se cerraban tratos; se tendían trampas.
Grillo encontró la atmósfera desalentadora, y lo mismo, evidentemente, le ocurría a Evelyn, la cual se aferró a su brazo cuando pasaban por entre los que susurraban. Siguieron a Lamar hasta el otro lado del salón, donde estaban las escaleras. Dos de los vigilantes del vestíbulo se hallaban de espaldas a él, con las manos cogidas sobre el bajo vientre. A pesar de la melodía serpenteante, hecha con diversas canciones de cine y teatro, todo ánimo de celebración había desaparecido de aquel lugar, y sólo permanecía la paranoia.
Lamar ya había subido media docena de escalones.
—Vamos, Evelyn… —dijo, haciéndole una seña—, no es nada empinada.
—Para mi edad sí que lo es.
—No aparentas más de…
—No me vengas con piropos, —dijo ella—, subiré, pero a mi aire.
Con Grillo a su lado comenzó a ascender la escalera; entonces su edad se evidenció por primera vez. Había unos pocos invitados en lo alto de aquel tramo de la escalera. Grillo observó que los vasos que tenían estaban vacíos; además no hablaban entre sí, ni siquiera en voz baja. La sospecha de que algo había allí arriba que no iba bien se despertó en él. Y su inquietud aumentó al ver a Rochelle al fondo de los escalones, mirándole desde abajo con gran fijeza. Él, seguro de haber sido reconocido, y de que estaba a punto de ser denunciado como intruso, la miró a su vez, pero Rochelle no dijo nada, sino que siguió igual hasta que Grillo se vio forzado a apartar la mirada. Cuando la volvió hacia ella, no la encontró allí.
—Aquí ocurre algo —murmuró al oído de Eve—. Opino que no deberíamos subir.
—Cariño, me encuentro a mitad de camino —replicó ella en voz alta, tirándole del brazo—. No me abandones ahora.
Grillo miró a Lamar, y observó que el comediante, en ese momento, lo miraba de la misma manera que Rochelle había hecho poco antes.
Lo saben,
pensó,
lo saben y no dicen nada.
De nuevo intentó disuadir a Eve.
—¿Por qué no subimos más tarde? —dijo.
Pero ella no cedió.
—Yo sigo —contestó—, contigo o sin ti. —Y continuó escalera arriba.
—Éste es el primer descansillo —anunció Lamar cuando estuvieron en él.
Aparte de los silenciosos y curiosos invitados, no había nada que ver allí, dado que Eve ya había afirmado la poca gracia que le hacía la colección de arte de Vance. Eve conocía por su nombre a algunas de las personas que estaban allí, y las saludó. Los invitados respondieron al saludo, pero de una manera distraída. Algo en su languidez recordó a Grillo a los drogadictos que acaban de inyectarse. Eve, por su parte, no estaba dispuesta a ser tratada con tan poco entusiasmo.
—Sagansky —dijo a uno de ellos, que parecía un ídolo de cine infantil en plena decadencia; a su lado había una mujer de la que parecía haber escapado todo resto de viveza—. ¿Qué haces aquí arriba?
Sagansky levantó la vista y la miró.
—Chist… —fue la respuesta.
—¿Es que ha muerto alguien, además de Buddy? —preguntó Eve.
—Triste —dijo Sagansky.
—A todos nos pasa, tarde o temprano —repuso, nada sentimental, Eve—. Y a ti también te llegará. Y si no, al tiempo. ¿Has pasado ya revista a la casa?
Sagansky asintió.
—Lamar… —Sus ojos giraron en dirección al comediante, pero su mirada fue más allá y hubo de volver hasta fijarla en él—. Lamar nos la ha enseñado.
—Mejor será que valga la pena, si no…
—La vale —replicó Sagansky—. De verdad…, la vale. En especial las habitaciones de arriba.
—Ah, es cierto —intervino Lamar—. Si queréis, vamos directamente arriba.
El encuentro con Sagansky y su mujer no había mitigado en absoluto la paranoia de Grillo. Estaba seguro de que allí ocurría algo realmente siniestro.
—Creo que ya hemos visto bastante —dijo Grillo a Lamar.
—Oh, lo siento —replicó éste—. Me había olvidado de Eve. Pobrecilla. Todo esto tiene que ser demasiado para ti.
Esta condescendencia, tan maravillosamente matizada, produjo el efecto deseado por Lamar.
—No seas ridículo —resopló Eve—. No niego que tengo mis añitos, pero no estoy senil. ¡Arriba se ha dicho!
Lamar se encogió de hombros.
—¿Seguro?
—Y tanto que seguro.
—Bien, si insistes… —dijo, poniéndose a la cabeza. Pasaron junto a los invitados, hasta el comienzo del siguiente tramo de escalera, y Grillo los siguió. Al pasar junto a Sagansky le oyó murmurar frases de su reciente conversación con Eve. Daba la impresión de que tenía peces muertos flotando en el cerebro.
—…lo es…, de veras que lo es…, sobre todo las habitaciones de arriba…
Eve se encontraba ya a la mitad del segundo tramo, decidida a alcanzar a Lamar y seguir a su lado hasta el fin.
—¡Eve, no sigas! —la llamó Grillo.
Ella no le hizo el menor caso.
—
¡Eve!
—repitió Grillo.
Esta vez, ella volvió la cabeza.
—¿No vienes, Grillo? —preguntó.
Si Lamar se dio cuenta de que Eve había dejado escapar el nombre de su secreto, lo cierto es que no dio muestras de ello. Siguió hasta el tercer descansillo, guiándola luego por el rellano. Giraron en una esquina, y los dos desaparecieron.