El gran espectáculo secreto (71 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Soltó la balsa de residuos y siguió adelante, nadando junto a ella. La superficie del mar aparecía llena de objetos flotantes: muebles, pedazos de yeso, apliques eléctricos. Nadó junto a la cabeza y el cuello de un caballito de tiovivo, cuyo ojo pintado miraba hacia atrás, como horrorizado de verse así desmembrado. Pero en toda aquella basura flotante no había otros indicios de islas en ciernes. Al parecer, la Esencia no creaba a partir de cosas carentes de mente, aunque él se preguntó si su genio reaccionaría con el tiempo a las mentes que sin duda tendrían también esos artefactos ¿Sabría la Esencia extraer de la cabeza de un caballito de madera toda una isla bautizada con el nombre del artesano que lo había hecho? Todo era posible.

Nunca había sido dicha o pensada una verdad más grande.

Todo era posible.

No estaban solos allí, Jo-Beth lo sabía. No suponía mucho consuelo, pero al menos era algo. De vez en cuando oía a alguien que llamaba, y sus voces sonaban angustiadas, aunque también extáticas, como una congregación poseída a medias de terror y espanto religioso que estuviese esparcida por la superficie del mar de la Esencia. Jo-Beth no respondía a ninguna de estas llamadas. En primer lugar, porque había visto pasar formas flotantes, siempre a cierta distancia, que le hacían pensar que allí la gente no conservaba su humanidad, sino que se volvía monstruosa. Jo-Beth había tenido bastantes problemas con Tommy-Ray (la segunda razón de que no respondiese a aquellas llamadas) y no quena exponerse a recibir más malas noticias. Tommy-Ray exigía su constante atención, pues, mientras flotaban hablaba sin cesar, con voz carente de toda emoción. Tenía mucho que decir, entre excusas y gemidos, y parte de ello Jo-Beth lo sabía ya; por ejemplo, el consuelo que había supuesto para él la vuelta de su padre, y lo traicionado que se había sentido cuando ella los rechazó a ambos. Pero también le decía muchas cosas más, y algunas le rompían el corazón. Le contó su primer viaje a la Misión. Al principio, lo hizo de manera fragmentaría; pero, de pronto, su relato se volvió una avalancha de descripciones de los horrores que había visto y cometido, y Jo-Beth hubiera podido sentirse tentada a no creer lo peor de todo aquello: los asesinatos, las visiones de su propia podredumbre, mas Tommy-Ray lo contaba con tal lucidez, que no cabía el escepticismo. Nunca había oído Jo-Beth nada tan coherente cuando Tommy-Ray le explicó sus sentimientos al ser el chico de la Muerte.

—¿Te acuerdas de Andy? —preguntó él, de pronto—. Tenía un tatuaje…, una calavera… en el pecho, sobre el corazón. ¿Te acuerdas?

—Lo recuerdo —dijo ella.

—Solía asegurar que cualquier día se subiría a las cimas de Topanga, un último viaje, para no regresar más. Solía afirmar que le gustaba la muerte. Pero no era cierto. Jo-Beth…

—No.

—Era un cobarde. Metía mucho ruido, pero era un cobarde. Y yo no lo soy, ¿verdad que no lo soy? Yo no soy un niñito de mamá…

Comenzó a sollozar de nuevo, con gemidos más violentos que antes. Ella trató de consolarle, pero sus esfuerzos no dieron resultado alguno.

—Mamá… —le oyó decir—, mamá…

—¿Qué dices de mamá? —preguntó ella.

—No fue culpa mía.

—¿Qué no fue culpa tuya?

—Lo único que yo quería era encontrarte. No fue culpa mía.

—Te he preguntado qué es
lo que no fue culpa tuya
—insistió ella, apartándole un poco de sí—. Tommy-Ray,
contéstame.
¿Acaso le has hecho daño?

Tommy-Ray parecía un niño reprendido en falta, pensó Jo-Beth. Toda jactancia de machismo le había abandonado. Era un niño, mocoso y asustado. Patético y peligroso a un tiempo: la inevitable combinación.

—Le hiciste daño —acusó ella.

—No quiero ser el Chico de la Muerte —protestó él—. No quiero matar a nadie…

—¿Matar? —preguntó ella.

Tommy-Ray la miró a los ojos, como si su mirada directa bastara para convencerla de su inocencia.

—Yo no lo hice, fueron los muertos. Yo iba a buscarte…, y ellos me siguieron. No pude quitármelos de encima, aunque lo intenté, Jo-Beth, de veras que lo intenté.

—¡Dios mío! —exclamó ella, arrojándole de sus brazos.

No fue un acto muy violento, pero agitó el elemento de la Esencia de manera totalmente desproporcionada a la acción en sí. Jo-Beth se dio cuenta vagamente de que la repugnancia que sentía había dado lugar a aquello, y que ahora su agitación mental coincidía plenamente con la de la Esencia.

—Nada hubiera ocurrido si te hubieses quedado conmigo —protestó él—. Debiste quedarte, Jo-Beth.

Ella le dio una patada, alejándole más de sí, mientras sus sentimientos hervían, como la Esencia.


¡Cabrón!
—gritó—. ¡La has matado! ¡La has matado!

—Eres mi hermana —dijo él—. ¡La única persona que puede salvarme!

Alargó los brazos hacia ella, el rostro un caos de tristeza, pero lo único que Jo-Beth veía en sus facciones era al asesino de su madre. Por mucho que Tommy-Ray protestase de su inocencia, aunque siguiese así hasta el fin del mundo (si es que no se hallaban en él), jamás lo perdonaría. Si Tommy-Ray se dio cuenta de su repulsión, prefirió ignorarlo. Empezó a forcejear
con
ella, sus manos asieron el rostro de Jo-Beth; luego, sus senos.

—¡No me abandones! —le oyó ella gritar—. ¡No te dejaré que me abandones!

¿Cuántas
veces
había inventado Jo-Beth excusas a favor di' Tommy-Ray, por eso de que los dos habían sido huevos gemelos en la misma matriz?, ¿cuántas veces había extendido la mano del perdón hacia él, a pesar de ver la corrupción que lo poseía? Había llegado, incluso, a persuadir a Howie de que olvidara el asco que Tommy-Ray le inspiraba. Y él lo había hecho por amor a ella. Pero todo tenía un límite. Ese hombre sería todo lo hermano suyo que quisiera, pero era culpable de matricidio. Su madre había sobrevivido al Jaff, al pastor John, a Palomo Grove, y todo eso, ¿para qué?, para ser asesinada en su propia casa, y por la mano de su propio hijo. Ese crimen no tenía perdón.

Tommy-Ray volvió a alargar las manos, pero en esa ocasión Jo-Beth estaba al tanto y le golpeó en el rostro: uno, dos puñetazos, y luego un tercero, con toda la fuerza de que fue capaz. La impresión que sus golpes produjeron en Tommy-Ray forzaron a éste a soltarla por un momento, instante que ella aprovechó para alejarse de él, pataleando para lanzarle agua contra el rostro. Él intentó agarrarla con ambas manos, pero Jo-Beth estaba ya fuera de su alcance, dándose cuenta vagamente de que su cuerpo no era tan ágil y esbelto como antes, aunque sin tiempo para descubrir la razón. Lo único que importaba en aquel momento era alejarse todo lo posible de su hermano, impedirle que volviese a tocarla, nunca
jamás.
Nadaba con fuerza, desoyendo los gemidos de Tommy-Ray, y esta vez sin siquiera volver la vista atrás, por lo menos hasta que ya no se oyó el ruido que él hacía. Entonces aminoró sus brazadas y volvió la cabeza, pero no lo vio. Jo-Beth se sintió llena de pesar, un pesar angustioso; pero había un. horror más inmediato y más próximo, más urgente incluso, que sentir las consecuencias totales de la muerte de su madre. Los miembros le pesaban cuando trataba de sacarlos del éter, las lágrimas casi la cegaban al levantar las manos ante sus ojos; a través de la niebla de las lágrimas vio sus dedos incrustados, igual que si los hubiera metido en aceite y gachas; también sus brazos estaban deformes a causa de los mismos pegotes.

Comenzó a gemir, sabiendo con toda claridad lo que ese horror significaba. Era la Esencia, que actuaba en ella; que, de alguna manera, estaba
solidificando
su furia. El mar convertía su carne en fango fértil. De él surgían formas tan feas como la misma rabia que las inspiraba.

Los gemidos de Jo-Beth se transformaron en aullido. Casi había olvidado lo que era lanzar un grito como aquél, dócil como había sido durante tantos años, hija sumisa de su madre, sonriendo por las calles de Grove los lunes por la mañana. Y, ahora, su madre estaba muerta, y Grove tal vez en ruinas. ¿Y el lunes?, ¿qué era ahora el lunes? Un simple nombre atribuido, de una manera, a un día y a su noche en la larga historia de los días y las noches que constituían la vida del Mundo. Ya no querían decir nada: días, noches, nombres, ciudades, madres muertas. Howie era lo único que seguía teniendo sentido para ella. Howie, era todo lo que le quedaba.

Trató de imaginárselo, desesperada por seguir asiéndose a algo en medio de aquella locura. Su imagen la rehuía al principio —no podía ver otra cosa que el miserable rostro de Tommy-Ray; mas ella perseveró, y conjuró cada detalle de Howie: las gafas, la pálida piel, su extraña manera de andar. Su rostro, sonrojado por el rubor, como cuando le hablaba con pasión, que era con frecuencia. Su sangre y su amor, ambas cosas en un solo y cálido pensamiento.

—Sálvame —gimió, esperando, contra toda esperanza, que las extrañas aguas de la Esencia transmitieran al joven su desesperación—. Sálvame, o todo acabó.

II

—¿Abernethy?

Era una hora antes del alba en Palomo Grove, y Grillo tenía mucha información que mandar.

—Me sorprende saber que sigues en el mundo de los vivos —gruñó Abernethy.

—¿Y eso te decepciona?

—Eres tonto del culo, Grillo. Se pasan los días sin saber de ti, y, de pronto, me llamas a las seis de la madrugada de los cojones.

—Tengo información, Abernethy.

—Estoy escuchándote, ¿no?

—Voy a contarte las cosas tal y como han ocurrido. Pero tengo la sensación de que no las vas a publicar.

—Eso quien debe decidirlo soy yo. ¡Desembucha!

—Bien, ahí va. Anoche, en la tranquila ciudad residencial de Palomo Grove, en el Condado de Ventura, una comunidad emplazada en las seguras colinas del Valle de Simi, nuestra realidad, que quienes juegan con esos conceptos llaman el Cosmos, fue desgarrada violentamente por una fuerza que demostró a este corresponsal que la vida no es más que una película…


¿Pero qué cojones…?

—Cierra el pico, Abernethy. Sólo pienso contarte esta historia una vez. ¿Por dónde iba…? Ah, sí…, una película. Esta fuerza, desarrollada por un tal Randolph Jaffe, rompió los límites de lo que casi todos los miembros de nuestra especie consideran que es la única realidad posible y absoluta, y abrió la puerta a otro estado del ser: un mar llamado la Esencia…

—¿Es ésta tu carta de dimisión, Grillo?

—Lo que deseabas era una historia que nadie más que tú se atreviera a publicar, ¿no es eso? —contestó Grillo—; o sea, la pura verdad. Bien, aquí la tienes. Ésta es la gran revelación.

—Pero es ridículo.

—Tal vez lo que sucede es que todas las noticias verdaderamente catastróficas parecen ridículas. ¿Se te ha ocurrido eso alguna vez? ¿Qué hubieras hecho si se me llega a ocurrir mandarte la noticia de la Resurrección? Un crucificado que echa a un lado la losa que cubre su tumba. ¿La hubieses publicado?

—Eso fue distinto —replicó Abernethy—, ocurrió de verdad.

—Y esto que te cuento ahora, también. Te lo juro por Dios vivo. Y si quieres pruebas, en seguida las tendrás.

—¿Pruebas? ¿De dónde?

—Sólo escucha —dijo Grillo, y reanudó su artículo—. Esta revelación de lo frágil que es el estado de nuestro ser tuvo lugar en medio de una de las fiestas sociales más espléndidas que el mundo del cine y de la televisión ha visto últimamente. Unos doscientos invitados, los que cortan el bacalao en Hollywood, se reunieron en la casa que Buddy Vance tenía en la cima de una colina. Ya sabes que Vance murió aquí, en Palomo Grove, a comienzos de semana. Su muerte, en circunstancias tan trágicas como misteriosas, fue el comienzo de una serie de sucesos que llegaron anoche a su culminación cuando cierto número de los invitados a la fiesta celebrada en memoria suya fueron arrebatados del mundo que conocemos. Todavía no existen detalles acerca del número exacto de víctimas, aunque la viuda de Vance, Rochelle, se encuentra, sin el menor género de dudas, entre ellas. Pero tampoco hay manera alguna de averiguar qué les ha sucedido. Es posible que estén muertos, o que hayan pasado a otro plano de la existencia en el que sólo el más temerario de los aventureros osaría penetrar. A efectos prácticos, lo único que puedo decirte de ellos es que han desaparecido de la faz de la Tierra.

Grillo esperaba que Abernethy lo interrumpiera al llegar a esta frase, pero el silencio reinaba en el otro extremo de la línea. Y era tan profundo, que Grillo no pudo menos de preguntar.

—¿Sigues ahí, Abernethy?

—Estás como una cabra, Grillo.

—Entonces cuelga el teléfono, pero no puedes, ¿verdad? Fíjate, aquí hay verdadera paradoja. Odio tus jodidas tripas, pero creo que eres el único hombre que tienes los suficientes cojones para publicar esto. Y el mundo tiene que saberlo.

—Te digo que
estás
como una cabra loca.

—Pues no pierdas ripio de las noticias durante todo el día y verás… Hay un montón de personajes famosos que han desaparecido esta mañana. Directores de estudio, estrellas de cine, agentes…

—¿Dónde estás?

—¿Por qué?

—Déjame que haga unas cuantas llamadas, después te telefoneo.

—¿Por qué?

—Para enterarme de si hay rumores. Dame cinco minutos, sólo te pido eso. No digo que dude de ti. De hecho, no te creo. Pero, desde luego, es una historia jodida.

—Sólo la pura verdad, Abernethy. Y quiero que la gente se entere. Tienen que saberlo.

—Ya te lo he dicho, dame cinco minutos. ¿Estás en el mismo número?

—Sí, pero tal vez no des conmigo. Este lugar está casi desierto.

—Daré contigo —aseguró Abernethy, y colgó.

Grillo miró a Tesla.

—Lo he hecho.

—No creo que sea prudente contárselo a la gente.

—Venga, no empieces de nuevo —dijo Grillo—. Nací para contar esta historia, Tesla.

—Que ha permanecido secreta durante mucho tiempo.

—Sí, para gente como tu amigo Kissoon.

—No es mi amigo.

—¿Ah, no?

—Por Dios bendito, Grillo, de sobra sabes lo que hizo…

—Pues, entonces, dime, ¿por qué hablas siempre de él con ese deje de envidia en tu voz?

Tesla lo miró como si Grillo acabase de abofetearla.

—¿Me estás llamando embustero? —preguntó Grillo.

Ella dijo que no con la cabeza.

—Pues, a ver, dime, ¿qué te atrae de él?

—Lo ignoro, de verdad. Tú no haces más que fijarte en lo que el Jaff hace en vez de intentar detenerle, ¿qué te atrae de
eso
?

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