El gran espectáculo secreto (70 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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De pronto, el rostro de Jo-Beth y la envidia desaparecieron, y su mente se llenó de nuevos pensamientos, o instantáneas de lo mismo. No eran personas, sólo lugares que aparecían y desaparecían como si su mente anduviera buscando algo concreto entre ellos. Acabó por encontrar lo que buscaba. Una noche azul borrosa, que fue consolidándose poco a poco en torno a él. La sensación de caída cesó en un latido. Howie era tangible, en un lugar tangible, corriendo sobre tablas que resonaban bajo sus pies. Un viento frío le daba en el rostro. Detrás de él oyó a Lem y a Richie que lo llamaban. Siguió corriendo, mirando hacia atrás sin detenerse. La mirada resolvió el misterio de su paradero. A su espalda estaba la silueta de Chicago, sus luces brillantes contra la noche, lo que significaba que el viento que le daba en el rostro llegaba del lago Michigan. Él corría a lo largo de un muelle, aunque no sabía de cuál se trataba, y el lago le salpicaba entre los postes. Era la única extensión de agua que Howie conocía. Influía en el clima de la ciudad y en su humedad; hacía que el aire de Chicago oliera de un modo diferente al de cualquier otro lugar; engendraba tormentas y las lanzaba contra la orilla. Incluso el lago Michigan era
tan
constante,
tan
inevitable, que Howie casi nunca pensaba en él; y cuando lo hacía, se lo imaginaba como un lugar donde la gente con dinero amarraba sus embarcaciones y la que no lo tenía se ahogaba.

Ahora, sin embargo, corriendo a lo largo del muelle, mientras las llamadas de Lem se diluían en la lejanía, la idea del lago que esperaba al final de su carrera le emocionaba como nunca hasta entonces. Él era pequeño; el lago, en cambio, era inmenso. Él estaba lleno de contradicciones; el lago, en cambio, lo abarcaba todo, sin formular juicios sobre marineros o suicidas.

Howie apresuró el paso, sintiendo apenas la presión de las suelas de sus zapatos sobre las tablas, con una sensación creciente de que, por real que aquella escena le pareciera, no era otra cosa que una invención más de su mente, formada con fragmentos de la memoria y creada con objeto de aliviarle un viaje que, de otra forma, hubiera podido volverle loco; era como un escalón entre la vela soñadora de la vida recién abandonada y cualquier paradoja que le esperase al final de ese viaje. Cuando más se acercaba al final del muelle, tanto más seguro se sentía de que era así. Su paso, ya ligero, se volvía más ligero todavía, y sus zancadas cada vez más grandes. El tiempo se suavizaba y se alargaba. Se le presentó la oportunidad de preguntarse si el mar de los sueños existía de verdad, por lo menos de la manera como existía Palomo Grove, o si el muelle que él mismo había creado penetraba
pensamiento
puro.

De ser así, había muchas mentes que se juntaban allí; decenas de miles de luces se agitaban en el lago que tenía delante. Algunas rompían la superficie del agua como fuegos artificiales; otras, en cambio, buceaban profundamente. Howie sentía cierta incandescencia en sí; no era nada de lo que jactarse, desde luego, pero había una cierta incandescencia en su piel, como un eco lejano de la luz de Fletcher.

La barrera que se levantaba al final del muelle estaba a muy poca distancia de él, y, más allá, se extendían las aguas de lo que ya había dejado de llamar lago: era la Esencia, y, al cabo de unos instantes, ese agua se cerraría sobre su cabeza. No tenía miedo. Todo lo contrario. Se sentía morir de impaciencia por saltar la barrera y arrojarse a aquellas aguas en lugar de perder el tiempo dando vueltas. Y si le hubiese hecho taita una prueba más de que nada de todo aquello era real, la tuvo en ese mismo instante: a su contacto, la barrera saltó por los aires en reidores fragmentos. Y también él voló. Un vuelo descendente hacia el mar de los sueños.

El elemento en que se zambulló era distinto del agua, porque ni le mojó ni le produjo frío Howie flotaba en él, y su cuerpo se elevaba entre brillantes burbujas sin que tuviera necesidad de hacer el menor esfuerzo. No tenía miedo de ahogarse. No sentía otra cosa que una profunda gratitud por encontrarse allí, en un lugar que era suyo por derecho.

Miró hacia atrás (¡cuántas miradas hacia atrás!), en dirección al muelle. Éste, una vez cumplida su misión, convirtiendo en juego lo que, sin él, hubiese sido terror, se deshacía en pedazos, como la barrera.

Howie contempló, contento, su desaparición. Estaba libre del Cosmos, y flotaba en la Esencia.

Jo-Beth y Tommy-Ray habían caído juntos en el abismo, pero sus mentes encontraron maneras distintas de imaginarse el viaje y la
caída.

El horror que Jo-Beth había sentido al verse arrebatada se desvaneció en cuanto entró en la nube de trueno. Olvidó el caos y se sintió serena. No era Tommy-Ray el que la asía por el brazo, sino su madre, hacía muchos años, cuando todavía ella no era capaz de enfrentarse con el mundo. Andaban bajo una consoladora luz, pisando hierba fresca, y mamá cantaba un himno cuya letra Jo-Beth no recordaba, de modo que se inventaba frases incoherentes para rellenar los versos que parecían tener, el mismo ritmo que sus pasos. De vez en cuando, Jo-Beth decía algo que había aprendido en el colegio, para que su madre se diera cuenta de lo buena estudiante que era. Todas las lecciones versaban sobre el agua. Acerca de las mareas que había por todas partes, hasta en las lágrimas; del mar, en el que la vida había empezado; de los cuerpos, en los que había más agua que ningún otro elemento. El contrapunto de datos y canción siguió así durante un largo y suave rato, pero ella intuía sutiles cambios en el aire. El viento se hacía más fuerte, y el olor a mar aumentaba. Jo-Beth levantó el rostro contra el viento, olvidadas sus lecciones. El himno de su madre sonaba más bajo. Si las dos seguían agarradas de la mano, Jo-Beth no lo sentía. Siguió andando, sin mirar hacia atrás. El terreno ya no era herboso, sino desnudo, y en algún lugar del camino caía hacia el mar, donde parecían flotar innumerables botes, con velas encendidas en sus proas y en sus mástiles.

El terreno cedió de pronto. Pero ni siquiera en la caída sintió miedo. Sólo la certidumbre de haber dejado a su madre a sus espaldas.

Tommy-Ray se encontraba en Topanga, al amanecer o al anochecer, no estaba seguro. Aunque ya no había sol en el cielo, no se sentía solo. Oía a chicas en la oscuridad. Reían y charlaban en susurros jadeantes. La
arena,
bajo sus desnudos pies, estaba cálida y pegajosa de crema bronceadura donde ellas habían estado echadas. Tommy-Ray no veía el oleaje, pero sabía por dónde debía avanzar. Anduvo en dirección al agua, sabiendo que las chicas estarían observándole, siempre lo hacían. Simuló que no se apercibía de sus miradas. En cuanto estuviera cabalgando las crestas de las olas, moviéndose de verdad, quizá les dedicara una sonrisa. Luego, de vuelta a la playa, le haría un favor a una de ellas.

Pero, de pronto, mientras las olas se levantaban ante sus ojos, Tommy-Ray se dio cuenta de que las cosas no iban como debían. No sólo la playa era sombría, y el mar oscuro, sino que, además parecía haber cuerpos rodando por las olas, y, lo que era mucho peor cuerpos de carne fosforescente. Tommy-Ray aminoró la velocidad, aunque supo que no podría detenerse y dar la vuelta. No quería que nadie de los que se hallaban en la playa, y las chicas menos que nadie, pudiera pensar que sentía miedo; pero así era, y tremendo además. En aquel mar debía de haber basura radiactiva. Los que cabalgaban las olas habían perdido sus patines y caído a] agua, envenenándose, y las olas jugaban con sus cadáveres, levantándolos como muñecos hasta las mismas crestas que quisieron cabalgar. Tommy-Ray los veía muy bien, tenían la piel plateada en unos sitios, negra en otros; sus cabellos eran como halos rubios, y sus chicas estaban entre ellos, tan muertas como los jinetes de olas en la espuma venenosa.

A Tommy-Ray no le quedaba otro remedio que penetrar en el agua, de esto se daba cuenta perfecta. La vergüenza de volverse a la playa era peor que la muerte. Todos ellos, después de esa aventura, se convertirían en leyenda. Él, los jinetes de olas, todos arrastrados por la misma marea. Tommy-Ray se irguió y entró en el mar, de pronto, el mar se volvió profundo, como si la playa hubiese cedido de súbito bajo sus pies. El veneno le quemaba ya el organismo, y vela su cuerpo adquirir brillo, relucir más y más. Tommy-Ray comenzó a sentirse aéreo, cada aliento suyo se volvía más doloroso que el anterior.

Algo le empujó a un lado. Se volvió, pensando que sería algún Otro bañista, muerto, pero se trataba de Jo-Beth. Le llamó por su nombre, más él no encontraba palabras para responder. Por mucho que quisiese ocultar su miedo, no podía remediarlo. Estaba orinándose en el mar; los dientes le castañeteaban.

—Ayúdame —le dijo a Jo-Beth—, tú eres la única persona que puede hacerlo. Me muero.

Jo-Beth miró su tembloroso rostro.

—No eres el único que se muere —replicó ella—; también yo.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Y qué haces en este lugar? Nunca te gustó la playa.

—Esto no es la playa —dijo ella. Le agarró los dos brazos, y sus movimientos les hicieron mecerse en el agua, como boyas—. Esto es la Esencia, ¿recuerdas, Tommy-Ray? Nos hallamos al otro lado del boquete. Tú nos metiste en él.

Jo-Beth vio que los recuerdos inundaban el rostro de Tommy-Ray al oír sus palabras.

—¡Dios mío…! ¡Oh, Dios mío.,.! —exclamó él

—¿Te acuerdas?

—Dios mío, sí.

El temblor se convirtió en gemidos, y los dos se juntaron más y más, y los brazos de Tommy-Ray ciñeron a Jo-Beth. Ella no se resistió. No había razón para ser vengativo cuando, después de todo, ambos corrían el mismo peligro.

—Silencio —dijo ella, dejando que el encendido y angustiado rostro de Tommy-Ray reposara sobre su hombro—. Silencio. No hay nada que podamos hacer.

Pero tampoco había necesidad de hacer nada. La Esencia lo tenía cogido, y él flotaría, flotaría y, quizá con el tiempo, acabaría alcanzando a Jo-Beth y a Tommy-Ray. Entretanto, le gustaba sentirse perdido en esa inmensidad, porque hacía que sus miedos, más aún, su propia vida, perdiesen importancia por completo. Yacía de cara al cielo. No era un cielo nocturno como había pensado en un principio. No vio estrellas, ni fijas ni errantes. Ni tampoco nubes que ocultasen una luna. En realidad, al principio parecía un cielo liso y vacío, pero, a medida que los segundos transcurrían —o los minutos, o las horas, no lo sabía con exactitud ni le importaba tampoco—, Howie se iba dando cuenta de que era surcado por leves olas de color de cientos de kilómetros de anchura. La aurora boreal parecía cosa de nada al lado de ese espectáculo, en el cual, a intervalos, creía ver formas que bajaban y subían, como bancos de mantas marinas de un kilómetro de longitud que se alimentasen de la estratosfera. Él esperaba que bajaran un poco más. para poder verlas con mayor claridad; aunque, quizá no tuvieran tampoco más claridad que mostrar. No todo era accesible al ojo humano. Algunas vistas eludían al foco, la captura, y el análisis. Como todo lo que él sentía por Jo-Beth tan extraño y difícil de concretar como los colores que flotaban sobre su cabeza o las formas que jugueteaban por allí. Para captarlas necesitaba recurrir a la sensación tanto como a la retina. El sexto sentido era la afinidad.

Contento con su suerte, se dejaba llevar suavemente por el éter, y probaba a nadar en él. Los movimientos básicos de la natación le dieron bastante buen resultado, aunque le resultaba difícil saber si avanzaba mucho o poco, pues no tenía puntos de referencia. Las luces que punteaban el mar a su alrededor —pasajeros como él, se dijo, aunque ellos parecían carecer de forma— eran demasiado indistintas para utilizarlas como punto de comparación. ¿Serían, quizás, almas que soñaban? ¿Niños, amantes, moribundos, todos viajando dormidos por las aguas de la Esencia, consolados y mecidos, tocados por la calma que los llevaría, como les llevaba la marea, hasta dejarles en la tormenta en cuyo centro iban a despertar? Una existencia que vivir, o que perder; un amor que temían que se ajara, o que desapareciese, después de esa epifanía. Ocultó el rostro bajo la superficie. Muchas de las formas de luz se encontraban a mucha más profundidad que él, algunas lo estaban tanto que parecían pequeñas como estrellas. No todas se movían en la misma dirección que él. Algunas, como las rayas marinas de arriba, formaban grupos,
enjambres,
que subían y bajaban. Otras iban juntas, paralelas. Los amantes, se dijo. Aunque era de suponer que no todos los soñadores que él veía dormidos junto al amante de su Vida recibían el mismo sentimiento a cambio. Quizá no había muchos que lo recibieran. Y esto le retrotrajo al tiempo en que él y Jo-Beth viajaron por allí, y le hizo preguntarse dónde estaría ella. Debía tener cuidado de que tanta calma no lo atontase, hasta el punto de hacerle olvidarse de ella. Levantó el rostro de la superficie del mar.

Al hacerlo, evitó, por cuestión de segundos, un choque. A varios metros de distancia flotaba un fragmento de abigarrados despojos de la casa de Vance, cuya presencia en medio de tanta calma resultaba desconcertante. Y un poco más, lejos, algo más desconcertante todavía, un objeto flotante demasiado feo para poder formar parte de aquel mar; pero, al mismo tiempo, no tenía aspecto de pertenecer al Cosmos. Se levantaba más de un metro por encima de la superficie del agua, y se hundía otro metro o más por debajo de ella. Era una isla cerúlea, nudosa, que flotaba como pálido estiércol en aquel mar tan puro. Alargó la mano y asió el objeto flotante, tirándose sobre él y golpeándolo con los pies. Eso le acerco más a la clave del enigma.

Aquel objeto estaba vivo. No sólo ocupado por algo vivo, sino formado de materia viva. De su interior le llegaron los latidos de dos corazones, y su superficie tenía el inconfundible satinado de la piel humana o de alguna variante de ella. Y entonces vio las delgadas figuras —dos invitados a la fiesta, que se asían la una a la otra con expresión de furia en el rostro. Él no había tenido el privilegio de conocer a Sam Sagansky, o de seguir los ágiles dedos de Doug Frankl sobre el teclado del piano. En aquel momento no vio otra cosa que dos enemigos entrelazados en el corazón de una isla, que parecía haber crecido de ellos mismos. De sus espaldas, como enormes gibas. De sus brazos y piernas, como nuevos miembros incapaces de defenderse del enemigo, pero que se fundían con la carne de éste. Y la isla seguía secretando nuevos nódulos que reventaban entre sus miembros de modo que cada excrecencia nueva no se relacionaba con la forma donde tenía su raíz —un brazo, por ejemplo, o la espina dorsal— sino con la de su predecesor inmediato; así cada retoño era menos humano y menos carnoso que el anterior. La imagen resultaba más fascinante que angustiosa, y la obsesión de los Combatientes el uno con el otro indicaba que el fenómeno no les causaba dolor. Al ver crecer y extenderse la isla, Howie comprendió vagamente que estaba asistiendo al nacimiento de terreno sólido. Quizá los combatientes acabarían muriendo y pudriéndose, pero aquella estructura flotante no era tan corruptible. Ya se veían los contornos de la isla y sus alturas, semejantes a coral más que a carne, duros y con incrustaciones. Cuando los combatientes murieran, se convertirían en fósiles, enterrados en el corazón de una isla por ellos mismos creada, pero que seguiría flotando.

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