El gran reloj (12 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

BOOK: El gran reloj
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»Buscamos a alguien. No sabemos demasiado sobre esa persona, ni quién es ni dónde vive. Ni siquiera sabemos su nombre. Puede que se llame George Chester, pero no es seguro. Es posible que trabaje en publicidad, y ésa será tu labor, Harry —le dije a Harry Slater, que venía de
Commerce
—. Tendrás que peinar las agencias de publicidad, los clubs, y si es necesario, los departamentos de publicidad de los periódicos y revistas más importantes del área metropolitana, y si no, después, los de más lejos. Si tienes que ir tan lejos, necesitarás una docena de hombres para ayudarte, o más. Estás totalmente al mando de esta línea de investigación.

Las investigaciones de Harry serían seguras, y podrían incluso impresionar. Añadí:

—Coge tanta gente como necesites. Comprueba los datos con nosotros regularmente, para que te demos la información adicional que nos vaya llegando sobre nuestro hombre a través de las demás líneas que estemos explorando al mismo tiempo. Y esto se aplica a todos vosotros.

»No sólo no sabemos el nombre de esa persona; tampoco sabemos dónde vive…, así que ése será tu trabajo, Alvin. —Eso iba para Alvin Dealey, del departamento de contabilidad—. Comprueba todos los registros de la propiedad de la zona, los archivos de impuestos, las empresas de servicios públicos y las guías telefónicas de las ciudades en un radio de, digamos, quinientos o seiscientos kilómetros, a ver si hay algún George Chester o cualquier otro nombre que te podamos dar. Y coge tantos ayudantes como necesites.

»Así que, como os iba diciendo, no sólo no sabemos cómo se llama ese hombre ni dónde vive, sino que ni siquiera tenemos una descripción física. Solamente que es de estatura mediana, digamos de uno setenta a uno ochenta, y de complexión normal. Probablemente pese entre setenta y ochenta kilos.

»Pero tenemos unos cuantos datos que hay que investigar. Es cliente habitual de un local de la Tercera Avenida que se llama Gil’s. Aquí tenéis una descripción de ese local. —Lo describí, pero ateniéndome estrictamente a la nota que me había dado Steve Hagen—. Nuestro hombre estuvo en ese lugar, sea lo que sea, el sábado pasado por la tarde. A esa hora estuvo allí con una mujer de la que sabemos que es una rubia muy guapa. Es probable que vaya habitualmente. Ése será tu trabajo, Ed. Descubre ese restaurante, sala de fiestas, taberna o lo que sea, y cuando lo tengas te quedas allí hasta que nuestro hombre aparezca por el local.

En la cara gruesa y bastante fofa de Orlin asomaron, aunque sólo un instante, extrañeza y un incipiente disgusto.

—Esa misma tarde —continué—, nuestro personaje entró en una tienda de antigüedades, también en la Tercera Avenida. Estuvo en varias, pero la que nos interesa es una en particular, que no puede ser difícil de encontrar. La buscarás tú, Phil, porque el tipo al que buscamos compró un cuadro, sin enmarcar, en esa tienda, y lo compró después de ofrecer más dinero que otro cliente, una mujer. —No amplié ni un milímetro la nota manuscrita de Steve—. Era una pintura de una artista que se llama Louise Patterson, representaba dos manos, estaba en mal estado y el título, o el tema de la pintura, tenía algo que ver con Judas. Seguro que el comerciante recuerda el incidente. Él te podrá dar una descripción precisa de nuestro hombre. Quizás hasta lo conozca y pueda darnos su identidad real.

»Aquí tenemos nuestra carpeta sobre la tal Louise Patterson, Don. Existe la posibilidad de que podamos seguir la pista del cuadro desde la artista al vendedor y de éste a nuestro desconocido. Ve a ver a esa Patterson o, si se ha muerto, a sus amigos. Habrá alguien que recuerde ese lienzo, lo que pasó con él, e incluso puede que sepa quién lo tiene ahora. Averígualo. —De pronto comprendí con horror y náusea que iba a tener que destruir esa pintura—. Quizás el hombre que andamos buscando sea coleccionista de arte, incluso puede que sea un entusiasta de Patterson.

»Leon —proseguí—, Janet y tú iréis al bar del Van Barth, porque esa misma rubia fue allí con esa misma persona aquella misma noche. En aquel momento él ya tenía el cuadro, y quizá lo guardase allí. Averiguadlo. Preguntad a los de la barra, a las encargadas del guardarropa, a ver qué os pueden contar sobre ese hombre, y luego, supongo que lo mejor será que os quedéis allí y esperéis, por si acaso aparece, puesto que probablemente sea un cliente habitual, igual que en Gil’s. Igual tenéis que ir por allí varios días, y si es así, haréis turnos con Louella y Dick Englund.

A León y Janet no pareció importarles mucho lo de tener relevos, mientras que Louella y Dick se alegraron a ojos vista. Resultaba casi un placer dispensar tanta generosidad. Les deseé muchas horas agradables mientras esperaban a que yo llegase.

—De momento, esto es todo cuanto puedo deciros —concluí—. ¿Habéis entendido todos cuál es vuestra tarea inmediata? —Parecía que todos los oficiales a cargo de la caza de George Stroud lo habían entendido, porque ninguno dijo nada—. Bien, ¿alguna pregunta?

Edward Orlin tenía una.

—¿Por qué buscamos a esa persona?

—Todo lo que sé —le contesté— es que se trata de un intermediario de uno de los latrocinios político-industriales más grandes de la historia. O sea, se trata del enlace que los conecta y lo necesitamos para certificar la realidad de esa conspiración. Nuestro hombre es el factor decisivo.

Ed Orlin escuchó aquella información y pareció retirarse detrás de un muro para pensarla, tragarla y digerirla. Alvin Dealey preguntó muy interesado:

—¿Hasta dónde podemos llegar a la hora de pedir información a la policía?

—Podéis sacarles lo que sea, pero no tenéis que decirles nada de nada —dije sin más—. En primer lugar, esta historia es nuestra, y pretendemos que siga siéndolo. En segundo lugar, he de deciros que hay un vínculo político. Si acudimos a la maquinaria policial puede ir todo bien para una de las partes, la nuestra, pero no sabemos ni podemos controlar lo que pasa al otro lado de la maquinaria. ¿Está claro?

Alvin asintió en silencio. Y entonces me interrumpió la voz un tanto feminoide del sagaz Philip Best:

—Todas las circunstancias que nos has explicado se refieren al sábado pasado —dijo—. Ésa fue la noche que mataron a Pauline Delos. Todo el mundo sabe lo que eso significa. ¿Hay alguna conexión?

—No que yo sepa, Phil —dije—. Se trata de un escándalo financiero a gran escala que el propio Hagen y unos pocos están investigando desde hace tiempo. Y ahora está a punto de estallar. —Hice una pausa durante un momento para que ese razonamiento tan poco consistente se asentase, si podía ser—. Según lo entiendo yo, Earl pretende sacar adelante esta historia al margen del terrible asunto de la noche del sábado pasado.

Los ojos grises y pequeños de Phil miraron penetrantes desde detrás de sus gafas sin montura.

—Había pensado que es una gran coincidencia —dijo, y yo dejé pasar el comentario como si no lo hubiera oído—. ¿Tengo que investigar también sobre la mujer que estaba con nuestro hombre? —añadió.

—Por supuesto que tienes que hacerlo. —No tenía la menor duda de lo que iban a descubrir. Sin embargo, cualquier retraso jugaba a mi favor, por lo que les recordé con fuerza—: Pero no estáis buscando a la mujer, ni a ninguna otra persona más. Al que queremos es al hombre, y sólo al hombre.

Pasé la vista lentamente por todos ellos calculando sus reacciones. Por lo que podía ver, habían aceptado la historia. Más importante aún, parecía que daban crédito a mi falsa seguridad y mi ficticia determinación.

—Muy bien —dije—. Si no hay más preguntas, ya podéis mover el culo y poneros a trabajar, mangantes intelectuales. —Mientras se levantaban, revisaban las notas que habían ido tomando y las guardaban en los bolsillos, añadí—: Y no os olvidéis de ir informando, en persona o por teléfono. Pronto y a menudo. A Roy o a mí.

Una vez hubieron desaparecido todos, excepto Roy, éste se levantó de su silla, que estaba junto a mí ante la mesa. Rodeó la mesa y caminó hasta la pared de enfrente con las manos metidas en los bolsillos. Se apoyó contra la pared mirando la alfombra. Y entonces dijo:

—Es un asunto disparatado. No puedo evitar la sensación de que Phil ha dado en el clavo. Estoy seguro de que hay alguna curiosa conexión en que todo esto haya sucedido el sábado pasado.

Esperé componiendo una expresión absolutamente vacía.

—No quiero decir que haya conexiones con ese terrible asunto de Pauline Delos —siguió pensativo—. Naturalmente que no la hay. Eso sería demasiado obvio. Pero no puedo evitar pensar que algo, aunque no sé qué, algo sucedió el viernes o el sábado de la semana pasada, quizá mientras Janoth estaba en Washington, o seguramente unos pocos días antes, o incluso la noche pasada, la del domingo. Algo que explicaría por qué tenemos que buscar en este momento preciso a ese coleccionista de arte misterioso y desconocido, y con tantas prisas, ¿no te parece?

—Suena lógico —dije.

—¡Vaya si es lógico! Me parece que haríamos bien en cribar todas las noticias destacadas de las últimas dos semanas, y especialmente los últimos cinco o seis días, para ver si encontramos algo que pueda concernir a Janoth. La propuesta de Jennett-Donohue, por ejemplo. Quizás estén planeando en serio añadir a su catálogo esas nuevas publicaciones de nuestro campo. Eso molestaría mucho a Earl, ¿no crees?

Roy tenía toda la razón. Hacía todo lo posible para que avanzásemos.

—Puede que estés en lo cierto. Pero también puede que sea algo completamente distinto, más profundo, no tan aparente. ¿Qué te parece si tú sigues ese hilo general? Pero al mismo tiempo, yo no puedo hacer nada más que trabajar a partir de los datos que me suministran.

En realidad, lo que estaba urdiendo era un plan todavía difuso que supondría una segunda línea de defensa, por si había que llegar a eso. Equivalía a un contraataque. El problema, si la situación se ponía verdaderamente mal, era el siguiente: cómo situar a Janoth en la escena del asesinato mediante un tercer testigo independiente, o mediante alguna evidencia no relacionada conmigo. En algún punto de aquel recorrido fatal, alguien habría reparado en su coche o le habría visto e identificado. Si yo tenía que combatir el fuego con el fuego, tendría que implicarlo a él de alguna manera.

Pero nunca llegaríamos a tanto. Una vez engranadas las marchas, las ruedas que empezaban a moverse en esta caza de mí mismo eran grandes, ágiles y de infinita potencia, pero eran también ciegas. Ciegas, torpes e irracionales.

—No, claro que tienes que trabajar con los datos que te han dado —admitió Roy—. Pero creo que sería una buena idea que yo siguiese mi corazonada. Veré si nos hemos perdido algo de los últimos acontecimientos políticos.

Al mismo tiempo que le animaba en silencio, me percaté del cuadro que había sobre su cabeza en la pared contra la que se apoyaba. Era como si la pintura se hubiera puesto a gritar.

Naturalmente. Me había olvidado de que dos años antes había colgado allí aquel Patterson. Mostraba los perfiles de dos caras de las que sólo se veían la frente, los ojos, la nariz, los labios y la barbilla de cada una. Lo había comprado en las galerías Lewis. Dos caras enfrentadas la una a la otra, típicamente pattersonianas. Una de ellas mostraba avaricia; la otra, una lascivia escéptica. Me parece que la pintora lo había titulado
Estudio sobre el furor
.

Era un detalle tan familiar de mi despacho que quitarlo ahora de allí sería fatal. Pero al mirarlo y apartar después la vista comencé a entender de verdad el peligro en que me encontraba. Tendría que dejarlo allí colgado a pesar de que en cualquier momento alguien podría establecer la conexión. Y no tenía que haber ninguna, ninguna en absoluto, por ligera que fuese.

—Sí —le dije a Roy automáticamente, notando los efectos del shock en las mínimas gotas de sudor que me recorrían todo el cuerpo—. ¿Por qué no hacer eso? Puede que hayamos dejado de lado algún detalle significativo en los últimos cambios financieros o políticos.

—Pienso que eso podría simplificar las cosas —dijo, y se apartó de la pared donde colgaba el cuadro—. Acuérdate de que Janoth estuvo en Washington este fin de semana. Yo personalmente creo que hay alguna conexión entre eso y este encargo tan precipitado que nos han hecho.

Roy se alejó de la pared pensativo, cruzó el despacho caminando sobre la gruesa alfombra y desapareció por la puerta que conducía al suyo.

Cuando se hubo marchado, seguí sentado un buen rato mirando aquella cosa de la pared. Hasta entonces siempre me había gustado.

Pero no. Tenía que seguir allí.

EDWARD ORLIN

Gil’s Tavern era una taberna que por fuera parecía un antro y por dentro también. Lástima que no me asignaran a mí cubrir el Van Barth. Pero, bueno, ya no tenía remedio.

Estaba en la guía de teléfonos, y no estaba lejos, o sea que esa parte del asunto estaba bien. Llegué andando en veinte minutos.

Me llevé un ejemplar de
Guerra y paz
que estaba releyendo, y por el camino vi que había salido un número nuevo de
The Creative Quarterly
y lo compré.

Cuando llegué era poco más de la una, hora de almorzar, así que almorcé. La comida era espantosa. Pero podía apuntarla en la nota de gastos, y después de comer saqué la agenda y lo apunté. Almuerzo, 1,50 $. Taxi, 1,00 $. Me quedé un minuto pensativo, calculando qué hubiera hecho Stroud si alguna vez cayese por un antro como éste, y entonces añadí: 4 copas, 2,00 $.

Después de terminarme el café y un trozo de tarta que tenía por lo menos tres días, eché un vistazo alrededor. Era un sitio que parecía excavado por una expedición arqueológica, tal cual. Había serrín en los rincones, y en la pared de detrás de mí una gran corona de laurel que, supuse, habría adornado un banquete reciente: «
ENHORABUENA A NUESTRO CAMARADA
».

Vi entonces que había una barra al final de aquel largo salón. Era increíble. Parecía que hubieran vaciado allí un basurero completo. Había ruedas, espadas, palas, latas de estaño, trozos de papel, banderas, cuadros, cientos y cientos de objetos, simplemente objetos.

Después de pagar 85 centavos por el almuerzo, un timo, y ya con la indigestión encima, cogí mi Tolstoi y mi
Creative Quarterly
y me fui a la barra.

Cuanto más cerca estaba de ella, más cosas veía, millares de cosas sencillamente. Me senté y me percaté de que había un tipo grandote, de unos cincuenta años, con ojos saltones y preocupados detrás del mostrador. Se acercó a donde yo estaba y vi que sus ojos me miraban pero casi sin enfocar. Eran como unas bombillitas de baja potencia en una habitación vacía. Su voz era un gruñido sin palabras.

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