Y entonces se quedó tendida en el suelo, callada por fin y en una posición un poco torcida. Le dije:
—Todo tiene un límite. Hay cosas que un hombre no puede aguantar.
No me contestó. No se movió.
Estuve un rato largo, muy largo, plantado allí junto a ella. No se oía ni un solo ruido, excepto el rumor lejano y amortiguado del tráfico en la calle. El frasco seguía en mi mano. Lo levanté, miré el borde de abajo y vi que estaba ligeramente manchado y con unos cuantos pelos pegados.
—Pauline.
Estaba tumbada boca arriba, como si contemplara algo muy lejano que tampoco se moviera. Fingía que estaba inconsciente.
El miedo que me iba invadiendo empezó a ser cada vez más y más intenso, mientras mis ojos miraban cómo aquella cabeza hermosa y brillante sangraba lentamente. La expresión de su rostro no se parecía a nada de este mundo.
—¡Oh, Pauline, por Dios! ¡Levántate!
Solté el frasco de cristal y le puse la mano sobre el corazón, por debajo de la blusa. Nada. La cara ni se le movió. No había pulso, ni respiración, ni nada. Sólo el calor de su cuerpo y un leve perfume. Me incorporé lentamente. Estaba muerta.
De modo que toda mi vida había desembocado en este extraño sueño.
Sentí que me inundaban unas oleadas de náuseas y oscuridad que nunca hasta entonces había conocido. De repente aquello, aquel subproducto de la carroña, se había convertido en la suma total de todo. De todo lo que había habido entre nosotros. De todo lo que había hecho en mi vida. Aquel accidente.
Porque había sido un accidente. Dios es testigo. Un accidente absurdo.
Vi que tenía manchas en las manos y en la pechera de la camisa. Salpicaduras en los pantalones y en los zapatos. Y cuando paseé la mirada por la habitación vi que había gotas de sangre hasta en la parte de arriba de la pared del salón junto a la que me había sentado primero.
Necesitaba algo. Muchísimo. Ayuda y consejo.
Fui al cuarto de baño, me lavé las manos y pasé una esponja por la camisa. Me di cuenta de que tenía que ir con mucho cuidado. Tenía que ir con mucho cuidado con todo. Cerré los grifos sujetándolos con el pañuelo. Si su amiguito hubiera estado allí, habría dejado sus huellas digitales. Y otros tal vez. Cualquier otra persona. Y habría habido muchos otros.
Volví al cuarto donde Pauline continuaba tendida en la alfombra, en la misma postura. Me acordé del frasco de cristal tallado y del tapón. Los limpié con mucho cuidado, y también el vaso. Luego iba a coger el teléfono, pero en ese mismo momento me acordé de la centralita de abajo y desistí.
Me deslicé fuera del apartamento empleando de nuevo el pañuelo a guisa de guante. Al entrar había abierto Pauline. Las últimas huellas de sus dedos se encontrarían en el pomo, la llave y el marco.
Estuve un buen rato escuchando ante la puerta del 5 A. No se oía ruido alguno por los pasillos, ni tampoco detrás de aquella puerta cerrada. Comprendí con un vértigo de temor y de pena renovado que dentro de aquel piso no volvería a haber vida. Al menos no para mí.
Sin embargo, había habido mucha vida en otros momentos. Todo se vino abajo para quebrarse en unos pocos y únicos instantes que ahora suponían una amenaza mortal e irreal.
Avancé sin hacer ruido por el pasillo alfombrado y bajé las escaleras. Desde la altura del rellano del primer piso apenas podía ver parte de la cabeza entre gris y calva del encargado de la centralita. No se había movido, y si se comportaba como siempre, no se movería.
Bajé sin hacer ruido el último tramo de escaleras y crucé sigilosamente sobre la alfombra del vestíbulo hasta la puerta. Allí, en la puerta, me volví a mirar mientras la abría. Nadie vigilaba ni tampoco había nadie a la vista.
Una vez en la calle anduve varias manzanas y luego, en una parada de una esquina, cogí un taxi. Di al taxista una dirección a dos manzanas del lugar al que supe automáticamente que quería ir. Estaba un kilómetro y medio más allá.
Cuando salí del coche y llegué al edificio al que había decidido ir, todo estaba tan en silencio como en el de Pauline.
Allí no había ascensor automático como en el de Pauline, y no quería que me viera nadie en aquellas condiciones. De modo que subí andando hasta el apartamento, en el cuarto piso. Llamé al timbre y de repente tuve la convicción de que nadie me abriría.
Pero sí.
La puerta se abrió y me encontré ante el rostro amable, inteligente, firme y un tanto curtido de Steve. Iba en bata y en zapatillas. Al verme abrió más la puerta y entré.
—Tienes un aspecto fatal —me dijo—. ¿Qué pasa?
Pasé por su lado, entré en la sala de estar y me senté en un gran butacón.
—No tengo derecho a venir aquí, pero no tenía otro sitio adonde ir.
Había entrado en la sala de estar detrás de mí y me preguntó, sin inmutarse:
—¿Qué ha pasado?
—¡Dios! No lo sé. Dame una copa.
Steve me dio una copa. Cuando me dijo que iba a llamar para que le subieran hielo, lo detuve.
—No metas a nadie más en esto —dije—. Acabo de matar a alguien.
—¿Sí? —Se quedó esperando—. ¿A quién?
—A Pauline.
Me miró con intensidad, se sirvió una copa y le dio un par de sorbitos pequeños sin dejar de mirarme.
—¿Estás seguro?
Aquello era demencial. Contuve una carcajada salvaje y, en vez de eso, le solté, seco:
—Estoy seguro.
—Muy bien —dijo despacio—. Se lo estaba ganando. Tendrías que haberla matado hace tres años.
Le dirigí la mirada más larga y con más intención que le había dirigido jamás. En el hermetismo de su rostro apuntaba un acerado filo de burla. Comprendí lo que le rondaba por la cabeza: «
Era una perdida, ¿por qué te molestas por ella?
», y sabía lo que me rondaba a mí por la cabeza: «
Tal vez yo sea la persona que está más sola en este mundo
».
—He venido aquí porque es probable que ésta sea mi última salida, Steve —le dije—. Me enfrento a…, bueno, a todo. Pero pensé que… ¡Demonios, no sé lo que pensé! Pero si crees que hay algo que deba hacer…, bueno, pensé que tal vez tú supieras qué es.
—Se lo merecía —repitió con calma Steve—. Era una vulgar payasa de segunda.
—No hables así de Pauline, Steve. Era una de las mujeres más buenas y generosas que han existido.
Se terminó su copa y la dejó como al desgaire.
—¿De veras? ¿Y por qué la mataste?
—No sé, simplemente no lo sé. De aquí iré a ver a Ralph Beeman; y después a los polis, y después supongo que a prisión o incluso a la silla. —Me terminé la copa—. Perdona que te haya molestado.
Steve hizo un gesto con la mano.
—No seas tonto —dijo—. Olvida esa historia de la cárcel. ¿Qué me dices de la organización? ¿No sabes lo que pasará en el mismo instante en que te veas metido en un problema grave?
Me miré las manos. Estaban limpias, pero habían podido más que yo. Y comprendí lo que iba a pasar en la organización al minuto de no estar yo allí o de que me viera envuelto en un problema de aquel tipo.
—Sí —le dije—. Sí lo sé. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—¿Quieres luchar o prefieres rendirte? No eres el primer tío de este mundo que se ha visto metido en un jaleo. ¿Qué quieres hacer? ¿Vas a presentar batalla o pretendes darte por vencido?
—Si existe alguna oportunidad, la aprovecharé.
—Si pensase que ibas a hacer otra cosa no te conocería.
—Y además, no es sólo la organización, por grande que sea. También está mi cuello, por supuesto. Y quiero salvarlo, naturalmente.
—Por supuesto —dijo Steve. Y yendo a lo práctico, añadió—: Bien, dime qué pasó.
—No podría detallártelo. Apenas si lo sé.
—Inténtalo.
—Esa zorra. ¡Oh, Dios santo! Pauline…
—¿Sí?
—Dijo que yo…, la verdad es que nos acusó a los dos, pero es algo absolutamente fantástico. Me había tomado unas copas y ella debía de llevar también unas cuantas. Dijo una cosa sobre nosotros. ¿Puedes creerlo?
Steve no se inmutó.
—Ya sé lo que diría. Es muy capaz. ¿Y después? —preguntó.
—Eso es todo. Le pegué en la cabeza con algo. Un frasco de coñac. Puede que dos veces. O tres. Puede que diez. Sí, un frasco de cristal tallado. Y borré las huellas que pude haber dejado. Debía de estar loca, ¿no crees tú?, para decir una cosa así… A veces se dedicaba a hacer de buscona de lujo por ahí, Steve, ¿te lo había dicho alguna vez?
—No hacía mucha falta.
—De modo que la maté. Antes de darme cuenta. Dios, no tenía ninguna intención de hacer una cosa así. Medio minuto antes, ni imaginarlo. No lo entiendo. Y ahora la organización va a tener problemas, problemas serios. ¿Ya te lo había dicho?
—Me lo habías dicho, sí.
—Bueno, esta noche, durante la cena, ya estaba seguro. Y ahora esto. ¡Oh, Dios mío!
—Si quieres que se salve todo el tinglado tienes que mantener la cabeza fría. Y los nervios. Sobre todo los nervios.
De improviso, y por primera vez en cincuenta años, se me llenaron los ojos de lágrimas. Qué vergüenza. Casi no podía verlo. Le dije:
—De mis nervios no te preocupes.
—Así se habla —dijo Steve sin alterarse—. Y ahora quiero que me cuentes los detalles. Quién te vio entrar allí, en el apartamento de Pauline. ¿Estaba el portero, o el de la centralita? ¿Quién te llevó allí? ¿Cómo te marchaste? Quiero saber hasta el más mínimo detalle de lo que pasó, lo que ella te dijo y lo que tú le dijiste a ella. Lo que hizo ella y lo que hiciste tú. Dónde estuviste esta noche antes de ir a su casa. Entretanto te prepararé ropa limpia. Tienes la camisa y los pantalones salpicados de sangre. Me desharé de ellos. Así que vamos allá.
—Muy bien —dije—. Estuve cenando en casa de los Wayne. Y parecía que no existiera otro tema de conversación que el tremebundo follón en que se está metiendo Empresas Janoth. ¡Dios! ¡No sabes lo encantados que estaban con mis dificultades! No podían pensar ni hablar de otra cosa.
—Eso puedes ahorrártelo —dijo Steve—. Ve al grano.
Le conté que cuando me había marchado de casa de los Wayne, Bill me llevó en el coche hasta la de Pauline.
—De Bill no tenemos que preocuparnos —dijo Steve.
—¡Dios! —le interrumpí—. ¿De verdad crees que podré salir de ésta?
—Dijiste que habías limpiado las huellas del frasco, ¿verdad? ¿En qué más pensabas cuando lo hacías?
—Fue algo automático.
Hizo un gesto con la mano, como para desechar ese argumento.
—Cuenta.
Le conté todo el resto. Que había visto a aquel desconocido que acompañó a Pauline y que después habíamos tenido una pelea en su piso, que ella me había dicho esto y yo le había dicho aquello y lo que sucedió después. Se lo expliqué todo lo mejor que pude recordar.
Finalmente, Steve me dijo:
—Bueno, todo parece estar correcto salvo una cosa.
—¿Qué?
—El tipo que te vio entrar en el edificio con Pauline. No te vio nadie más, pero él sí. ¿Quién era?
—Te he dicho que no lo sé.
—¿Y él te reconoció?
—No lo sé.
—Sólo hay una persona en el mundo que te vio entrar en casa de Pauline, ¿y no sabes quién era? ¿Ni siquiera sabes si te conocía, o si te reconoció?
—No, no, no. ¿Por qué? ¿Tan importante es?
Steve me lanzó una mirada insondable. Buscó lentamente un cigarrillo, alargó lentamente el brazo para coger una cerilla y encendió el pitillo. Después de expulsar la segunda bocanada de humo con la misma lentitud y de apagar y tirar la cerilla con aire pensativo, exhaló a conciencia una tercera carga de los pulmones, se volvió y me dijo:
—Puedes jurar que lo es. Cuéntame todo lo que sepas o puedas saber de ese individuo. —Tiró la ceniza en el cenicero—. Absolutamente todo. Puede que tú no lo sepas, pero es la clave del montaje que hagamos. De hecho, Earl, él es quien marca la diferencia. Toda la diferencia, prácticamente.
Revisamos aquella velada de arriba abajo. Observamos hasta el último segundo con un potente microscopio. Cuando terminamos, yo sabía tan bien lo que había pasado como si hubiese estado allí presente, y eso era mucho más de lo que sabía Earl. Era un lío tan típico de él que, después del susto inicial, nada en todo el asunto me sorprendía de verdad.
También era típico que su mente simple no captase del todo lo mucho que estaba en juego y el grave peligro en que se había metido. Típico, también, que no tuviese ni idea de cómo controlar la situación. Ni de lo rápido que tendríamos que trabajar. Ni cómo.
La doncella de Pauline no volvería al apartamento hasta el día siguiente a última hora de la tarde. Había muchas probabilidades de que no se descubriese el cuerpo hasta entonces. Entonces, la primera persona a la que la policía iba a investigar en serio sería Earl, puesto que su relación con ella era de dominio público.
Yo tendría que declarar que Earl había estado conmigo durante todo el período peligroso, y eso tendría que sostenerse en firme. Contábamos con Billy para corroborarlo.
Al salir de casa de los Wayne, Earl había venido aquí directamente. Billy le trajo en el coche y a continuación se tomó el resto de la noche libre. Todo eso estaba claro, era perfectamente seguro.
Habría toda clase de pruebas de las visitas anteriores de Earl al apartamento de Pauline, pero ninguna que demostrase la última. Incluso yo había ido allí un par de veces. Tenía visitas continuas que entraban y salían, tanto hombres como mujeres. Pero tras la aprensiva descripción de los hechos que me había hecho Earl, tenía claro que las heridas descartaban a una mujer.
La historia que yo tendría que mantener para cubrir a Earl la iban a escudriñar por delante y por detrás. Y a mí otro tanto. Eso no se podía evitar. El asunto era tan mío como de Earl, y puesto que no se podía confiar en que él protegiera bien nuestros intereses comunes, tendría que hacerlo yo.
Daba la impresión de que para él no significaba nada la perspectiva de volver a trabajar en revistas sólo aptas para el cubo de la basura, publicadas desde una oficina editorial con el alquiler atrasado, y cobrar a base de promesas, cheques sin fondos o por pura suerte. Es que ni siquiera pensaba en eso. Pero yo sí. El olfato que tenía Earl para captar los deseos del público lector era muchísimo más valioso que los caudales que atesoraban los bancos. Sin embargo, al lado de ese don de visionario, estaba cargado de antojos, escrúpulos, manías filosóficas y un sentido del humor extraño que a veces empleaba incluso conmigo. Todo eso tenía su utilidad en las discusiones de negocios o en las reuniones sociales, pero no ahora.