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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (16 page)

BOOK: El gran robo del tren
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Pierce se reunió con él en Las Armas del Rey, y le hizo una propuesta sumamente singular. Taggert se tragó de golpe su ginebra y dijo:

—¿Quiere que le consiga
qué
?

—Un leopardo —dijo Pierce.

—Pero ¿dónde puede hallar un leopardo un hombre honrado como yo? —dijo Taggert.

—No lo sé —dijo Pierce.

—En toda mi vida —dijo Taggert— jamás he tenido que ver con leopardos, y por lo que sé, se los encuentra únicamente en los zoológicos, que tienen toda clase de bestias.

—Así es —dijo calmosamente Pierce.

—¿Hay que bautizarlo?

Este era un problema particularmente difícil. Taggert sabía bautizar muy bien, es decir, disimular el hecho de que los artículos eran robados. Podía disfrazar las señas de un caballo de modo que ni siquiera su dueño lo reconociera. Pero bautizar un leopardo podía ser más difícil.

—No —dijo Pierce—. Lo acepto como esté.

—No engañará a nadie.

—No es necesario.

—Entonces, ¿Para qué lo quiere?

Pierce dirigió a Taggert una mirada especialmente severa y no contestó.

—Preguntando no hago mal a nadie —dijo Taggert—. No todos los días vienen a pedirme que consiga un leopardo, por eso pregunto… sin mala intención.

—Es un regalo —dijo Pierce— para una dama.

—Ah, una dama.

—Del Continente.

—Ah, del Continente.

—De París.

—Ah.

Taggert le miró de arriba a abajo. Pierre iba bien vestido.

—Usted podría comprar uno legalmente —dijo—. Le costaría casi tanto como comprármelo a mí.

—Le he hecho una propuesta comercial.

—En efecto, y muy correcta, pero no ha dicho cuanto me pagará. Solamente que le consiga un leopardo.

—Le pagaré veinte guineas.

—Demonios, quiero cuarenta y considérese afortunado.

—Le pagaré veinticinco y considérese
usted
el afortunado —dijo Pierce.

Taggert pareció molesto. Hizo girar el vaso de ginebra en la mano.

—Muy bien —dijo—. ¿Adónde lo llevo?

—No se preocupe —dijo Pierce—. Encuentre el animal y guárdelo, que pronto tendrá noticias mías —y dejó una guinea de oro sobre el mostrador.

Taggert la recogió, la mordió, hizo un gesto de asentimiento y se tocó la gorra.

—Señor, tenga usted buenos días —dijo.

—Buenos días —dijo Pierce.

Capítulo
23
LA ESCENA

La actitud de temor o indiferencia del residente urbano del siglo XX frente a un delito cometido ante sus propios ojos habría asombrado a los Victorianos. En esa época una persona robada o asaltada inmediatamente iniciaba un escándalo, y la víctima esperaba y obtenía una reacción inmediata de los ciudadanos respetuosos de la ley que estaban cerca, y que prestamente unían fuerzas con el fin de atrapar al villano que huía. Y hubo casos en los que algunas damas de alcurnia participaron con entusiasmo en la barahúnda general.

La disposición de la gente a comprometerse en un episodio de esta clase respondía a varias razones. En primer lugar, la fuerza policial organizada era cosa todavía relativamente reciente; la Policía Metropolitana de Londres era la mejor de Inglaterra, pero funcionaba desde hacía sólo veinticinco años, y la gente aún no creía que el delito era «asunto de incumbencia de la policía». Segundo, las armas de fuego eran raras, y continúan siéndolo todavía hoy en Inglaterra; era poco probable que un espectador recibiese un balazo mientras perseguía a un ladrón. Y finalmente, la mayoría de los delincuentes estaba formada por niños, a menudo muy pequeños, y los adultos no vacilaban en perseguirlos.

En todo caso, el ladrón debía esforzarse todo lo posible por desarrollar sus actividades sin ser descubierto, pues si se daba la alarma era probable que lo atraparan. De ahí que los ladrones trabajasen a menudo en bandas, y que varios de sus miembros se ocupasen de provocar confusión en caso de alarma. Los delincuentes contemporáneos utilizan también el desorden —planeado previamente— para disimular las actividades ilegales, y esta maniobra se denomina «la escena».

Una buena escena exigía un planeamiento y una sincronización cuidadosos, pues como el nombre sugiere era una forma de teatro. En la mañana del 9 de enero de 1855 Pierce inspeccionó el interior cavernoso y resonante de la Estación del Puente de Londres, y vio que todos los actores estaban en los lugares prefijados.

El propio Pierce representaría el papel más importante, el de «denunciante». Exhibía el atuendo de viajero, lo mismo que la señorita Miriam, que estaba a su lado. Ella sería la «víctima».

A pocos metros se encontraba el «delincuente», un niño de nueve años, enjuto y visiblemente (si alguno se hubiera molestado en mirar,
demasiado
visiblemente) fuera de lugar en la corriente de pasajeros de primera clase. Pierce había elegido personalmente al chicuelo después de examinar a una docena de chicos de Tierra Santa; el criterio era pura y simplemente la velocidad.

Un poco más lejos estaba el «policía», Barlow, con uniforme de agente y el sombrero un poco ladeado para ocultar la cicatriz blanca en la frente. Barlow debía permitir que el niño se le escapara a medida que la escena progresaba.

Finalmente, a poca distancia de la escalera que llevaba a la oficina del ferrocarril, estaba el centro mismo de la conspiración: Agar, disfrazado con finas ropas de caballero.

Cuando llegó el momento de la salida del tren de las once destinado a Greenwich, Pierce se rascó el cuello con la mano izquierda. El niño entró en acción inmediatamente, y rozó bruscamente el costado derecho de la señorita Miriam, agitándole el vestido de terciopelo púrpura. La señorita Miriam gritó:

—¡John, me han robado!

Pierce lanzó el grito:

—¡Detengan al ladrón! —y corrió en pos del chico que huía—. ¡Detengan al ladrón!

Los sorprendidos espectadores trataron de atrapar al niño, pero éste era veloz y ágil, y pronto se escabulló entre la gente y corrió hacia el fondo de la estación.

Con su uniforme de policía, Barlow avanzó con aire amenazador. Agar, caballero deseoso de colaborar, se unió también a la persecución, consiguieron encerrar al chico; su única salida era subir desesperadamente por la escalera que conducía a la oficina del ferrocarril; y por allí continuó huyendo, seguido de cerca por Barlow, Agar y Pierce.

Las instrucciones dadas al niño habían sido explícitas: debía subir la escalera, introducirse en la oficina y pasar frente a los escritorios de los empleados, hasta llegar a una alta ventana del fondo que se abría sobre el tejado de la estación. Tenía que romper esta ventana, en un aparente intento de fuga. Entonces Barlow le detendría. Pero tenía que luchar valerosamente hasta que Barlow le pusiese las esposas: ésta era la señal de que la escena había concluido.

El niño irrumpió en la oficina del Ferrocarril Sureste, sorprendiendo a los empleados. Pierce entró inmediatamente después:

—¡Deténganlo, es un ladrón! —gritó, y en su esfuerzo por apresurarse derribó a uno de los empleados. El niño procuraba alcanzar la ventana. Entonces apareció Barlow, el policía.

—Yo me encargaré de esto —dijo Barlow, con voz áspera y autoritaria, pero derribó torpemente uno de los escritorios, y desparramó un montón de papeles.

—¡Atrápenlo! ¡Atrápenlo! —grito Agar, entrando en las oficinas.

Ahora el niño se había subido al escritorio del despachante, tratando de llegar a la estrecha ventana; rompió el cristal con su puñito y se cortó. El jefe de estación murmuraba: «Oh, Dios mío, oh, Dios mío» sin descanso.

—Soy un representante de la ley, ¡abran paso! —gritó Barlow.

—Deténgalo! —gritó Pierce, esforzándose por llegar al histerismo—. Deténgalo, se escapa!

Cayeron al suelo fragmentos de vidrio de la ventana, y Barlow y el niño rodaron por el suelo en una lucha desigual que duró más tiempo de lo que cualquiera hubiera previsto. Los empleados y los escribientes miraban confusos.

Nadie advirtió que Agar había dado la espalda a la conmoción, y trabajaba sobre la cerradura de la puerta de acceso, probando las llaves de un manojo hasta que encontró una que encajaba bien. Tampoco vio nadie que Agar se acercó al gabinete adosado a la pared, y hacía lo mismo que antes con la puerta, hasta que encontró una llave que funcionada bien. Transcurrieron tres o cuatro minutos antes de que el pequeño rufián —que continuaba escapándose de las manos del policía de rostro enrojecido— fuese atrapado finalmente por Pierce, que lo detuvo con energía. Finalmente, el policía dio unos buenos tirones de orejas al pequeño delincuente, y el chico dejó de luchar y entregó la cartera que había robado. El agente de policía lo sacó de la oficina. Pierce se quitó el polvo que cubría sus ropas, vio el desorden de la oficina y se disculpó con los empleados y el jefe de estación.

Luego, el caballero que se había unido a la persecución dijo:

—Me temo, señor, que ha perdido su tren.

—Dios mío, así es —dijo Pierce—. Maldito granuja.

Y los dos caballeros se retiraron, uno dando las gracias al otro por la ayuda, y el segundo diciendo que no tenía importancia mientras que los empleados se dedicaban a limpiar y ordenar la oficina.

Pierce llegó después a la conclusión de que había sido una escena casi perfecta.

Capítulo
24
CAMINATAS

Cuando Perfecto Willy Williams, el culebra, llegó a la casa de Pierce, entrada la tarde del 9 de enero de 1855, encontró en la sala un espectáculo muy extraño.

Pierce, ataviado con una chaqueta de fumar de terciopelo rojo, descansaba en un diván, fumando un cigarrillo, absolutamente relajado, con un cronómetro en las manos.

En cambio Agar, en mangas de camisa, ocupaba el centro de la habitación. Agar estaba medio agazapado; miraba a Pierce y jadeaba ligeramente.

—¿Listo? —preguntó Pierce.

Agar asintió.

—¡Ahora! —dijo Pierce y puso en marcha el cronómetro. Con gran sorpresa de Perfecto Willy, Agar corrió a través de la habitación, en dirección al hogar, donde inició un trote lento sin moverse del lugar, contando por lo bajo, en un murmullo apenas audible:

—… siete… ocho… nueve…

—Ahora —dijo Pierce—. ¡Puerta!

—¡Puerta! —repitió Agar e hizo la pantomima de girar el picaporte de una puerta invisible. Luego dio tres pasos a la derecha, y levantó las manos a la altura de los hombros, tocando algo en el aire.

—Gabinete —dijo Pierce.

—Gabinete…

Aquí, Agar extrajo del bolsillo dos moldes de cera, y fingió que obtenía la impresión de una llave.

—¿Tiempo? —preguntó.

—Treinta y uno —dijo Pierce.

Agar obtuvo una segunda impresión, y luego extrajo otro conjunto de moldes, al mismo tiempo que contaba:

—Treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco…

Nuevamente levantó las manos, como si estuviese cerrando algo.

—Gabinete cerrado —dijo, y dio tres pasos hacia atrás—. Puerta.

—Cincuenta y cuatro —dijo Pierce.

—¡Escalones! —dijo Agar, y luego trotó otra vez sin moverse del sitio, y al fin atravesó la habitación para detenerse al lado de la silla de Pierce—. ¡Listo! —exclamó.

Pierce miró el reloj y meneó la cabeza.

—Sesenta y nueve —aspiró una bocanada de humo.

—Bien —dijo Agar con aire ofendido—, es mejor que antes. ¿Cuánto fue la vez anterior?

—La última, setenta y tres.

—Bien, está mejor…

—Pero no lo suficiente. Tal vez si no cierra el gabinete, y tampoco cuelga las llaves. Willy puede ocuparse de eso.

—¿De qué? —inquirió Willy, mirando.

—Abrir y cerrar el gabinete —dijo Pierce.

Agar volvió a la posición inicial.

—¿Listo? —dijo Pierce.

—Listo —dijo Agar.

Se repitió la extraña ceremonia, y Agar atravesó a la carrera el cuarto, trotó sin moverse del sitio, fingió abrir la puerta, dio tres pasos, obtuvo dos moldes de cera, dio otros tres pasos, cerró la puerta, trotó en el lugar, y luego atravesó corriendo el cuarto.

—¿Tiempo?

Pierce sonrió.

—Sesenta y tres —dijo.

Agar esbozó una mueca, tratando de recuperar el aliento.

—Una vez más —dijo Pierce—, para estar seguros. Un rato después, se le explicó el plan a Perfecto Willy.

—Será esta noche —dijo Pierce—. Apenas oscurezca, irá al Puente de Londres, y subirá al tejado de la estación. ¿Algún problema?

Perfecto Willy meneó la cabeza.

—¿Y después?

—Cuando esté en el tejado, cruza en dirección a una ventana que está rota. La verá; corresponde a la oficina del despachante. Es pequeña, tiene apenas un pie cuadrado.

—¿Y después?

—Entra en la oficina.

—¿Por la ventana?

—Sí.

—¿Y después?

—Verá una alacena pintada de verde, adosada a la pared —Pierce examinó al hombrecillo—. Tendrá que subirse a una silla para alcanzarla. No haga el menor ruido; hay un policía junto a la puerta de la oficina, en la escalera.

Perfecto Willy frunció el ceño.

—Abra la alacena —dijo Pierce—, con esta llave —hizo un gesto a Agar, y éste entregó a Willy la primera de las ganzúas—. Abra la alacena, déjela así y espere.

—¿Para qué?

—Alrededor de las diez y media habrá cierto movimiento. Un borracho entrará en la estación para distraer al policía.

—¿Y después?

—Abra la puerta principal de acceso a la oficina, usando esta llave —Agar le entregó la segunda ganzúa— y luego espere.

—¿A qué?

—A que den las once y media, poco más o menos, hora en que el policía va al aseo. Agar sube la escalera, pasa por la puerta que usted abrió y toma los moldes. Se marcha, y usted cierra en seguida la primera puerta. Ahora el policía ya ha vuelto del aseo. Cierra la alacena, devuelve la silla a su lugar, y sale por la ventana, sin ruido.

—¿Eso es todo? —preguntó dudoso Perfecto Willy.

—Eso es todo.

—¿Y me ha sacado de Newgate para esto? —preguntó Perfecto Willy—. No es problema meterse en un lugar vacío.

—Es un lugar vacío con un policía en la puerta, y es necesario silencio, silencio todo el tiempo.

Perfecto Willy sonrió.

—Esas llaves significan una cosa muy gorda. Ustedes han tramado algún plan.

—Haga lo que le digo —insistió Pierce—, y sin ruido.

—Un buen pedazo de torta —dijo Perfecto Willy.

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