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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (7 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Inspectora, una patrulla ha hallado un par de zapatos de chica colocados en el arcén y apuntando a la carretera. Han avisado hace un momento, le mando un coche y nos vemos allí.

—¿Y el cuerpo? —preguntó Amaia bajando la voz y cubriendo parcialmente el teléfono.

—Todavía no lo hemos encontrado, es una zona de difícil acceso, bastante distinta a las anteriores; la vegetación es allí muy profusa, el río no se ve desde la carretera. Si hay una chica ahí abajo va a costar llegar hasta ella. Me pregunto por qué ha elegido un lugar así, quizá no quería que la encontráramos tan fácilmente como a las otras.

Amaia lo sopesó.

—No. Quiere que la encontremos, por eso ha dejado los zapatos indicando el lugar. Pero al elegir un lugar que no se vea desde la carretera se garantiza que no le molesten hasta tener todo preparado para mostrar su obra al mundo, simplemente se evita interrupciones y contratiempos.

Eran unos zapatos Mustang, de charol blanco, tipo salón y tacón bastante alto. Un policía los fotografiaba desde diferentes ángulos siguiendo las indicaciones de Jonan. El
flash
de la cámara arrancaba del plástico brillantes destellos que los hacían aún más discordantes y extraños, plantados allí, en medio de ninguna parte, y parecía conferirles cualidades casi mágicas, como los zapatos de la princesa de un cuento o como la obra chocante y absurda de un artista conceptual. Amaia imaginó el efecto de una larga hilera de zapatos de fiesta alineados en aquel paraje casi mágico. La voz de Zabalza la devolvió a la realidad.

—Es inquietante… Lo de los zapatos, digo. ¿Por qué lo hará?

—Marca su territorio como un animal salvaje, como el depredador que es, y nos provoca. Los deja ahí para retarnos: «Mirad lo que he dejado para vosotros, ha venido el
olentzero
y os ha dejado un regalito».

—¡Qué cabrón!

Haciendo un esfuerzo consiguió apartar la mirada de los hechizantes zapatos de princesa y se volvió hacia la densa arboleda. El sonido reverberó metálico desde el
walkie
que Zabalza sostenía en la mano.

—¿La han encontrado?

—De momento no, pero ya le he dicho que en esta zona el río discurre entre la vegetación y una especie de cañón natural que forman las paredes.

Los haces de luz de las potentes linternas dibujaban destellos fantasmales entre los árboles desnudos de hojas, tan apretados entre sí que producían el efecto de un amanecer inverso, como si el sol brotara desde el suelo. Amaia se calzó las botas mientras valoraba el efecto que aquel bosque tenía sobre sus pensamientos. El subinspector Iriarte salió de entre la espesura con la respiración agitada.

—La hemos encontrado.

Amaia descendió por el terraplén apostada detrás de Jonan y del subinspector Zabalza. Notaba cómo la tierra cedía bajo sus pies, reblandecida por la reciente lluvia, que, a pesar de lo tupido del ramaje, había conseguido penetrar hasta lo más profundo, tornando los restos de hojas que tapizaban el suelo del bosque en una alfombra pastosa y resbaladiza. Avanzaban ayudados por los árboles, que crecían tan juntos que obligaban constantemente a modificar el trazado del descenso. Unos pasos más atrás escuchó, no sin cierta malicia, las incoherencias que Montes farfullaba por verse obligado a bajar con sus caros zapatos italianos y su chaquetón de piel.

El bosque terminaba bruscamente en un paredón casi insalvable por ambas márgenes del río, se abría formando una estrecha uve como un embudo natural; descendieron hasta una zona oscura y deprimida que los policías se afanaban en iluminar con focos portátiles. El caudal y el flujo del río eran más rápidos allí, y entre las estrechas paredes y la orilla había menos de un metro y medio de grava seca en cada margen. Amaia miró las manos de la niña, que, extendidas en un ominoso gesto de entrega, se abrían a los lados de su cuerpo expoliado; la mano izquierda casi tocaba el agua, su pelo rubio y largo le llegaba hasta la cintura y los grandes ojos verdes presentaban una fina película blancuzca que los velaba como vaho. Su belleza en la muerte, la plástica casi mística que aquel monstruo había ideado, lograban su efecto. Por un momento había conseguido arrastrarla a su fantasía distrayéndola del protocolo, y fueron de nuevo los ojos de la princesa los que la trajeron de vuelta, aquellos ojos nublados por la niebla del río que aun así clamaban pidiendo justicia desde el lecho del Baztán con el que a veces soñaba en sus noches más oscuras. Retrocedió dos pasos para musitar una plegaria y ponerse los guantes que Montes le tendía. Desolada por el dolor ajeno, miró a Iriarte, que se había cubierto la boca con las manos y que las hizo descender casi con brusquedad a los lados del cuerpo cuando se sintió observado.

—La conozco… La conocía, conozco a su familia, es la niña de Arbizu —dijo mirando a Zabalza como buscando confirmación—. No sé cómo se llamaba, pero es la niña de Arbizu, no tengo dudas.

—Se llamaba Anne, Anne Arbizu —confirmó Jonan sosteniendo un carnet de biblioteca—. El bolso estaba unos metros más arriba —dijo señalando una zona que volvía a quedar a oscuras.

Amaia se arrodilló junto a la chica observando la mueca fría de su rostro, casi una parodia de sonrisa.

—¿Sabe cuántos años tenía? —preguntó.

—Quince, no creo que llegase a dieciséis —respondió Iriarte acercándose. Miró el cadáver y echó a correr. Como a diez metros río abajo se dobló sobre sí mismo y vomitó. Nadie dijo nada, ni entonces ni cuando regresó limpiándose la pechera con un pañuelo de papel y murmurando disculpas.

La piel de Anne había sido muy blanca; pero no era de esas pieles descoloridas, casi transparentes, plagadas de pecas y rojeces. Había sido blanca, limpia y cremosa, carente de vello. Cubierta como estaba del rocío del río semejaba el mármol de una estatua funeraria. Al contrario que Carla y Ainhoa, ésta había luchado. Al menos dos uñas aparecían rotas hasta la carne viva. No se apreciaban restos de piel bajo las otras. Sin duda había tardado más en morir que las demás: a pesar de la veladura que empañaba sus ojos, eran visibles las petequias que delataban la muerte por asfixia y el sufrimiento por la privación de aire. Por lo demás, el asesino había reproducido con fidelidad los detalles de los anteriores asesinatos: el fino cordel hundido en la garganta, la ropa rasgada y abierta a los lados, los vaqueros bajados hasta las rodillas, el pubis rasurado y la torta fragante y untuosa colocada sobre la pelvis.

Jonan tomaba fotos del vello arrojado hacia los pies de la chica.

—Todo igual, jefa, es como estar viendo de nuevo a las otras niñas.

—¡Joder! —Un grito contenido llegó de unos metros río abajo, junto al inconfundible estruendo de un disparo que rebotó en las paredes de piedra produciendo un eco ensordecedor que les aturdió un instante, mientras todos sacaban sus armas y apuntaban en aquella dirección a la bajante del río.

—¡Falsa alarma! No es nada —gritó una voz precedida de un haz de linterna que subía por la margen del río. Un sonriente policía de uniforme venía caminando junto a Montes, que visiblemente azorado guardaba su arma.

—¿Qué ha pasado, Fermín? —preguntó Amaia, alarmada.

—Lo siento, no tenía ni idea, iba revisando la orilla y de pronto he visto la puta rata más grande de la creación, el bicho me ha mirado y… Lo siento, instintivamente he disparado. ¡Joder! No soporto a las ratas, y luego el cabo me ha dicho que era un… no sé qué.

—Un coipo —aclaró el policía—. Los coipos son unos mamíferos originarios de Sudamérica. Hace años unos cuantos se escaparon de una granja francesa de cría que hay en el Pirineo, y el caso es que se adaptaron al río muy bien, y aunque se ha frenado bastante su expansión aún pueden verse algunos. Pero son inofensivos, de hecho son herbívoros nadadores, como los castores.

—Lo siento —repitió Montes—, no lo sabía. Soy musofóbico, no puedo soportar la presencia de nada que parezca una rata.

Amaia le miró, incómoda.

—Mañana presentaré el informe por el disparo —musitó. Fermín Montes se quedó un rato en silencio mirándose los zapatos y después se fue a un lado y permaneció allí sin decir nada más.

La inspectora casi sintió lástima por él y por el cachondeo que a su cuenta tendrían los demás en los próximos días. Se arrodilló de nuevo junto al cadáver e intentó vaciar su mente de todo lo que no fuese aquella chica y aquel lugar.

El hecho de que en aquel tramo los árboles no bajasen hasta el río privaba a la zona del olor a tierra y a liquen tan presente al atravesar el bosque. Hundida allí, en la grieta que el río había labrado en la roca, sólo los efluvios minerales del agua competían con el aroma dulzón y graso que emanaba del
txatxingorri
. El olor a manteca y azúcar que despedía se coló en su nariz mezclado con otro más sutil y que ella reconocía como el de la muerte reciente. Jadeó intentando contener la náusea mientras miraba el dulce como si se tratase de un insecto repugnante y se preguntaba cómo era posible que expeliese tanto olor. El doctor San Martín se arrodilló a su lado.

—Madre mía, qué bien huele. —Amaia lo miró espantada—. Es una broma, inspectora Salazar.

Ella no contestó, se incorporó para dejarle sitio.

—Pero la verdad es que huele muy bien, y yo no he cenado.

Amaia hizo un gesto de asco, que el doctor no vio, y se volvió para saludar a la jueza Estébanez, que descendía entre las rocas con envidiable destreza a pesar de llevar falda e ir calzada con unos botines de medio tacón.

—Será posible —farfulló Montes, que todavía no parecía recuperado del incidente con el coipo. La jueza saludó con un gesto general y se colocó tras el doctor San Martín mientras escuchaba sus observaciones. Diez minutos más tarde ya se había marchado.

Tardaron más de una hora en conseguir subir la caja que llevaba el cuerpo de Anne y para lograrlo fueron necesarias todas las manos. Los técnicos sugirieron ponerlo en una bolsa y subirlo izándolo, pero San Martín insistió en que fuese en una caja para preservar perfectamente el cuerpo y prevenir los muchos golpes y arañazos que podía recibir si lo arrastraban a través de aquella maraña que era el bosque. El escaso espacio entre árboles obligaba en algunos tramos a poner el ataúd vertical y a detenerse mientras unas manos sustituían a otras; después de varios resbalones consiguieron llevar la caja hasta el coche fúnebre que llevaría el cadáver de Anne hasta el Instituto Navarro de Medicina Legal.

En cada ocasión en que sobre la mesa había visto el cuerpo de un menor la había asaltado el mismo sentimiento de impotencia e incapacidad que extendía a la sociedad entera, una sociedad que en la muerte de sus menores era incapaz de proteger su propio futuro, una sociedad que había fracasado. Como ella misma. Tomó aire y entró en la sala de autopsias. El doctor San Martín rellenaba los formularios previos a la operación y lo saludó mientras se acercaba a la mesa de acero. El cadáver de Anne Arbizu aparecía ya despojado de su ropa bajo la luz sin piedad que en cualquiera hubiese revelado la más mínima imperfección, pero que en ella resaltaba la blancura incólume de su piel, haciéndola parecer irreal, casi como pintada; Amaia pensó en una de esas madonas marmóreas que llenan los museos italianos.

—Parece una muñeca —susurró.

—Eso mismo comentaba con Sofía —estuvo de acuerdo el doctor. La técnico saludó levantando una mano—. Serviría como claro ejemplo de valquiria wagneriana.

El subinspector Zabalza acababa de entrar.

—¿Esperamos a alguien más o podemos empezar?

—El inspector Montes debería haber llegado… —dijo Amaia consultando su reloj—. Empiece, doctor, llegará en cualquier momento.

Marcó el número de Montes pero saltó el contestador, supuso que estaba conduciendo. Bajo la cruel luz pudo ver algunos detalles que le habían pasado inadvertidos. Sobre la piel aparecían unos cuantos pelos cortos y pardos, bastante gruesos.

—¿Pelos de animal?

—Probablemente, hemos encontrado más adheridos a la ropa. Los compararemos con los que aparecieron en el cuerpo de Carla.

—¿Cuántas horas calcula que lleva muerta?

—Por la temperatura del hígado, que tomé junto al río, podría llevar allí entre dos y tres horas.

—No es mucho tiempo, no suficiente como para que los animales se acercaran hasta ella… El pastelillo estaba intacto, casi parecía recién horneado, y usted pudo olerlo como yo; si hubiera habido animales tan cerca como para dejar pelos sobre ella se habrían comido el dulce como en el caso de Carla.

—Tendría que consultar con los guardabosques —apuntó Zabalza—, pero creo que no es un lugar donde los animales acudan a beber.

—Un animal podría descender por allí sin dificultades —opinó San Martín.

—Descender sí, pero el río forma allí un desfiladero por el que resultaría difícil huir, y los animales siempre beben en zonas abiertas, donde pueden ver además de ser vistos.

—Entonces, ¿cómo se explican los pelos?

—Quizás el asesino los llevaba adheridos a su ropa y se los transfirió por contacto.

—Puede ser. ¿Quién llevaría la ropa llena de pelos de animal?

—Un cazador, un guardabosques, un pastor —dijo Jonan.

—Un taxidermista —cantó la técnico que ayudaba a San Martín y que había permanecido silenciosa hasta entonces.

—Bien, habrá que localizar a cualquiera que se ajuste al perfil y que esté por la zona, y añadamos el hecho de que debe de ser un hombre fuerte, muy fuerte diría yo. Si no fuera por la intimidad que requiere su fantasía diría que hay más de un asesino; pero algo está claro, y es que cualquiera no podría bajar por esa ladera un cadáver en volandas, y es evidente por la falta de arañazos y rozaduras que la bajó en brazos —dijo Amaia.

—¿Estamos seguros de que ya estaba muerta cuando la bajó?

—Estoy segura, ninguna chica bajaría de noche al río, ni siquiera con un conocido, y menos dejando sus zapatos atrás. Creo que las aborda, las mata rápidamente antes de que ellas sospechen algo, quizá le conocen y por eso confían, quizá no y las tiene que matar enseguida. Les rodea el cuello con el cordel y antes de que se den cuenta están muertas; después las lleva al río, las dispone tal y como ha imaginado en su fantasía y cuando ya ha completado su rito psicosexual nos deja esa señal en forma de zapatos y nos permite ver su obra. —Amaia enmudeció de pronto y sacudió la cabeza como si acabase de despertar de un sueño. Todos la miraban embobados.

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