Read El guardián invisible Online

Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (30 page)

BOOK: El guardián invisible
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Quizás a la mayoría, pero vencido el susto inicial no es para tanto. El factor miedo en los niños tiene bastante más que ver con el terror imaginario que con los horrores reales, por eso la mayoría de veces los niños acaban siendo víctimas, porque no son capaces de distinguir entre los riesgos reales y los imaginarios. Supongo que se darían un buen susto al verla, pero después pudo más la curiosidad y el morbo, los críos son increíblemente morbosos. Ya sé que no es comparable, pero cuando yo tenía siete años encontramos un gato muerto, lo enterramos en un montón de grava que había en una obra, le hicimos una cruz con unos palos, le pusimos flores y hasta rezamos por él, pero una semana después los amigos de mi hermano lo desenterraron y lo volvieron a enterrar sólo para ver cómo estaba.

—Sí, eso me encaja más en la curiosidad infantil, pero sólo era un gato. Tendrían que haberse horrorizado ante un cadáver humano, existe un rechazo implícito en nuestra naturaleza al identificarnos con su forma humana.

—En los adultos sí, pero en los críos es distinto. No es la primera vez que ocurre algo parecido. Hace unos años hallaron en una zona de huertos de Tudela un cadáver de una chica que estaba desaparecida de su casa hacía días. Había muerto de una sobredosis y unos chavales hallaron el cadáver; en lugar de denunciarlo, lo cubrieron con plásticos y maderos. Cuando la policía lo encontró, las circunstancias suscitaron muchísimas dudas sobre lo que había pasado; la autopsia reveló la sobredosis y los muchísimos rastros que habían dejado condujeron hasta los chavales, pero la primera impresión que produjo a los investigadores también se vio alterada por su causa.

—Increíble.

—Pero cierto.

Jonan llamó con los nudillos a la puerta mientras abría.

—Inspectora, el teniente Padua acaba de llamar, han detenido en Goramendi a Jasón Medina. Estaba en una borda del monte en las inmediaciones de Eratzu. También han encontrado el coche a unos doce kilómetros de allí, medio oculto entre los árboles. En el maletero llevaba una bolsa de deporte con ropa de chica, la documentación de Johana y un ratón de peluche. Lo tienen en el cuartel de Lekaroz. Padua ha dicho que la esperará para comenzar el interrogatorio.

—¡Qué amable! —se burló Iriarte.

—No crea, me debe un favor —dijo ella cogiendo su bolso.

Las instalaciones del cuartel de la Guardia Civil se veían anticuadas en comparación con la nueva comisaría de la Foral, pero aun así a Amaia no se le escapó que poseían un moderno sistema de vigilancia con cámaras de última generación. Un guardia uniformado les saludó en la puerta indicándoles una oficina a la derecha de la entrada. Otro guardia les condujo por un estrecho pasillo pobremente iluminado hasta un grupo de puertas destartaladas que evidenciaban más de un cambio de cerraduras. La sala era amplia y bien caldeada. Junto a la entrada había una hornacina con una imagen de la Inmaculada Concepción adornada con un ramo seco de espigas; a derecha e izquierda se repartían varias mesas y sillas. Frente a una de ellas, y esposado, aparecía un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado, de baja estatura y tez oscura, que ponía aún más de manifiesto su palidez y las rojeces que se le habían formado bajo los ojos y alrededor de la boca.

Entre las manos esposadas sostenía desmayadamente un pañuelo de papel que no parecía dispuesto a usar, a pesar de que las lágrimas y los mocos se escurrían por su rostro hasta el mentón, de donde goteaban sobre la superficie oscura de la mesa. A su lado, una joven abogada de oficio, a la que calculó menos de treinta años, ordenaba unos impresos mientras escuchaba absorta las instrucciones que alguien le daba por teléfono y miraba visiblemente disgustada a su cliente.

Padua se les acercó por detrás.

—No ha dejado de llorar y chillar desde que lo encontraron los del Seprona. Confesó en cuanto vio a los guardias, me han dicho que no ha callado en todo el camino hasta aquí, y desde que lo hemos sentado ahí no ha hecho otra cosa que llorar a gritos; en realidad hemos tenido que tomarle declaración, porque desde que ha llegado no ha dejado de repetir que había sido él y que quería declarar. Tiene que estar agotado sólo de berrear.

Se acercaron a la mesa. Un guardia accionó una grabadora y, tras los saludos, las presentaciones y la constatación de fecha y hora, tomaron asiento.

—Antes de nada debo decir que esto es muy irregular, no entiendo cómo le han tomado declaración sin estar yo delante —se quejó la abogada.

—Su cliente no dejó de gritar su confesión desde el momento en que fue detenido e insistió en hacer una declaración en cuanto entró por la puerta.

—… Aun así podría invalidarla…

—Aún no le hemos interrogado, señora, ¿por qué no espera a escuchar lo que él tenga que decir?

La abogada apretó los labios y separó la silla de la mesa unos centímetros.

—Señor Jasón Medina —comenzó Padua. Pareció que la mención de su nombre lo sacaba del trance en el que había permanecido; se irguió en la silla y miró fijamente a los folios que Padua sostenía en las manos—. Según su declaración, el sábado día 4 le pidió a su hijastra, Johana Márquez, que le acompañara a lavar el coche, pero en lugar de dirigirse a la gasolinera donde solía lavar el vehículo condujo en dirección al monte. Cuando llegaron a una zona poco concurrida paró el coche y pidió a su hijastra que le besara; ante su negativa, usted se enfadó y la abofeteó. Johana amenazó con contárselo a su madre, e incluso con acudir a la policía. Usted se enfadó más y se puso muy nervioso, entonces la golpeó de nuevo y ella quedó desmayada, según sus propias palabras. —Jasón asintió—. Arrancó el vehículo y condujo otro rato, pero al verla desmayada, como dormida, pensó que podía tener relaciones con ella sin que se resistiera. Buscó un lugar apartado en un camino forestal, detuvo el coche, inclinó el asiento del acompañante hacia atrás y se colocó sobre Johana con intención de tener relaciones. Pero entonces ella despertó y comenzó a gritar. ¿Es correcto?

Jasón Medina asentía sin pausa hasta provocar la sensación de que se estaba meciendo mientras de su nariz seguían goteando lágrimas mezcladas con mocos.

—Según sus palabras la golpeó una y otra vez. Cuanto más chillaba Johana, más excitado estaba usted; la golpeó nuevamente, pero ella se defendía sin rendirse, así que tuvo que darle más fuerte. Aun así, ella no dejaba de gritar y de golpearle con todas sus fuerzas. La agarró por el cuello y apretó hasta que quedó inmóvil. Cuando vio que la había matado, decidió que tenía que encontrar un lugar donde abandonar el cadáver. Conocía la borda del monte debido a que había pasado por allí en varias ocasiones cuando trabajaba como pastor. Condujo por la pista hasta que estuvo cerca, después cargó con el cuerpo hasta la borda y lo dejó allí. Pero antes recordó lo que había leído en la prensa en los últimos días sobre el basajaun y decidió que podía hacer que el crimen se pareciese; rasgó la ropa de Johana como recordaba que había leído y se sintió tan excitado que violó el cadáver.

Jasón cerró los ojos un instante y Amaia pensó que podía pasar por culpabilidad, pero seguramente estaba reviviendo el momento de la muerte, que había grabado en su mente con todo detalle. Se removió en su silla captando la atención de la abogada, que retrocedió asqueada al ver el bulto que formaba en sus pantalones la inminente erección.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó.

Padua continuó leyendo como si no se hubiera dado cuenta.

—Pero no tenía cuerda ni cordel para escenificar lo que recordaba, así que regresó a casa antes de que volviera su esposa, se duchó, tomó un trozo de cuerda de la que había sobrado al montar el tendedero de la ropa y regresó hasta la borda para colocarlo alrededor del cuello de su hijastra. Después regresó a casa. Cuando su esposa insistió en denunciar la desaparición, usted cogió algunas ropas y objetos personales de Johana, los metió en el maletero de su coche, le contó a su mujer que Johana había estado en casa para llevarse sus cosas y la persuadió de que retirase la denuncia… Señor Medina, esto es lo que usted ha declarado, ¿está de acuerdo?

Jasón bajó la mirada y asintió.

—Debo oírle, señor, es para que conste.

El hombre se inclinó hacia delante como si fuera a besar la grabadora y dijo claramente.

—Sí, señor, así es, ésa es toda la verdad, Dios lo sabe. —La voz salió suave, un poco alta, con un deje de servilismo fingido que hizo bizquear a su abogada.

—No puedo creerlo —susurró ésta.

—¿Se ratifica en su declaración, señor Medina?

Jasón volvió a inclinarse hacia delante.

—Sí.

—¿Está de acuerdo en todo lo que he leído, o quiere añadir o quitar algo?

Otra parodia de reverencia.

—Estoy de acuerdo en todo.

—Bien, señor Medina, ahora, aunque todo ha quedado bastante claro, nos gustaría hacerle unas preguntas.

La abogada se irguió levemente, como si entendiera que al fin tendría algo de trabajo que hacer.

—Ya le he presentado a la inspectora Salazar, de la Policía Foral, que quiere interrogarle.

—Me opongo —espetó la abogada—. Ya se ha complicado bastante la vida de mi cliente con esta declaración, ya ha confesado. No crea que no sé quién es usted —dijo dirigiéndose a Amaia—, y lo que pretenden.

—¿Qué cree que pretendo? —preguntó Amaia, paciente.

—Cargarle a mi cliente los crímenes del basajaun.

Amaia rió mientras negaba con la cabeza.

—Tranquilícese, desde ahora le digo que el modus operandi no concuerda. Desde el principio supimos que no se trataba del basajaun, y con los datos que ha dado en la declaración relativos al cordel que utilizó casi podríamos descartarlo.

—¿Casi?

—Hay un aspecto del crimen que nos ha llamado la atención. De que su cliente pueda darnos una explicación plausible dependerá cómo se lleve en adelante esta investigación.

La abogada se mordió el labio inferior.

—Mire, hagamos una cosa: yo pregunto y su cliente sólo responde si usted lo autoriza…

La abogada miró angustiada el charquito de humores que se había extendido por la superficie de la mesa y asintió. Padua hizo gesto de levantarse para cederle el sitio frente a Medina, pero Amaia le detuvo, se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y se situó justo a la izquierda del hombre, inclinándose un poco para hablarle y tan cerca que casi rozaba su ropa.

—Señor Medina, ha declarado que golpeó repetidas veces a Johana y que la violó, ¿está seguro de que no le hizo nada más?

El hombre se removió, inquieto.

—¿A qué se refiere? —preguntó la abogada.

—El cadáver presentaba una amputación completa de la mano y el antebrazo derechos —dijo poniendo sobre la mesa dos fotos ampliadas donde se apreciaba toda la crudeza de la lesión.

La abogada frunció el ceño y se inclinó para susurrar algo al oído de su cliente. Él negó.

Amaia se impacientaba por segundos.

—Escúcheme, después de lo que ha declarado, el cortarle el brazo resulta algo secundario, ¿lo hizo quizá para que no pudiéramos identificar el cadáver por las huellas?

Él pareció sorprendido ante la idea.

—No.

—Mire las fotos —insistió Amaia.

Jasón miró brevemente y apartó la mirada, asqueado.

—¡Por Dios!, no, yo no lo hice, cuando volví a colocar la cuerda ya estaba así, pensé que había sido un animal.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver a la casa y regresar a la borda? Piénselo bien.

Jasón comenzó a llorar, con gemidos profundos que le brotaban desde el estómago, convulsionando su cuerpo visiblemente.

—Deberíamos dejarlo, el señor Medina necesita descansar —sugirió la abogada.

Amaia perdió la paciencia.

—El señor Medina descansará cuando yo lo diga.

Dio un fuerte golpe sobre la mesa que hizo que pequeñas gotas del charquito salieran despedidas en todas direcciones, mientras se inclinaba hasta poner su rostro junto al del hombre. Su llanto cesó de inmediato.

—Conteste —ordenó con tono firme.

—Una hora y media como mucho, me di prisa porque mi mujer iba a regresar del trabajo.

—¿Y cuando llegó a la borda el brazo ya no estaba?

—No, le juro que creí…

—¿Había sangre?

—¿Qué?

—¿Había sangre alrededor de la herida?

—Quizás un poco, pero poca, un charquito pequeño, apenas una manchita…

Amaia miró a Padua.

—¿Los críos? —sugirió él.

—… Sobre el plástico —murmuró Jasón.

—¿Qué plástico?

—La sangre estaba sobre un plástico blanco —masculló.

Amaia se irguió, mareada por el fétido aliento del hombre.

—Piense bien esto. ¿Vio a alguien en las proximidades de la borda cuando regresó?

—No vi a nadie, aunque…

—¿Sí?

—Me pareció que había alguien más allí, pero es que estaba muy nervioso. Hasta me pareció que alguien me vigilaba. Creí que era Johana…

—¿Johana?

—Su espíritu, me comprende, su fantasma.

—¿Se cruzó con algún coche en la pista de acceso o vio algún vehículo aparcado en las inmediaciones?

—No, pero cuando ya me iba oí una moto, una de esas de monte. Hacen mucho ruido. Creí que era de los del Seprona, llevan de esas para ir por el monte. Salí corriendo de allí.

Otras primaveras

La siguiente vez las cosas fueron muy distintas. Habían transcurrido muchos años. Ella ya vivía en Pamplona, aunque regresaba a Elizondo los fines de semana. Su madre, enferma e inválida, estaba confinada en la cama de un hospital con una neumonía complicada mientras el Alzheimer la devoraba. Hacía meses que apenas balbuceaba alguna palabra de un vocabulario muy limitado y sólo para demandar lo más básico. Llevaba una semana en el Hospital Universitario a petición de su médico de cabecera y contra la voluntad de Flora, que se había resistido con todas sus fuerzas al ingreso, aunque al final había tenido que claudicar cuando la respiración de Rosario se hizo tan penosa que necesitó oxígeno para no morir y tuvo que ser trasladada en una ambulancia medicalizada. Aun así, y haciendo gala de su perpetuo protagonismo, se resistía a abandonar la cabecera de su madre bajo todo tipo de pretextos, aunque no perdía ocasión de recriminar a sus hermanas que no visitasen más a Rosario.

Amaia entró en la habitación y, tras escuchar diez minutos de reproches de Flora, la envió a la cafetería prometiendo quedarse a vigilar a su madre. Cuando la puerta se cerró tras su hermana, Amaia se volvió a mirar a la anciana que dormitaba medio incorporada en la cama hospitalaria en un intento de facilitar su penosa respiración. Fue consciente de su miedo, y de que era la primera vez que se quedaba con ella a solas desde que era niña. Pasó de puntillas frente a la cama para sentarse en el sillón junto a la ventana, rogando que no se despertara para pedir algo. No estaba segura de lo que sentiría si tenía que tocarla.

BOOK: El guardián invisible
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dating A Cougar by Donna McDonald
White by Ted Dekker
The Imposter by Suzanne Woods Fisher
El contrabajo by Patrick Süskind
The Dangerous Transmission by Franklin W. Dixon
Taking Flight by Rayne, Tabitha
Bleed For Me by Cynthia Eden
Legend of the Ghost Dog by Elizabeth Cody Kimmel