El guardián invisible (31 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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Con el mismo cuidado que habría puesto si manipulase un explosivo, se sentó en el sillón y se reclinó lentamente mientras tomaba una de las revistas de Flora del poyete de la ventana. Se volvió a mirar a su madre y no pudo reprimir un grito. El corazón amenazaba con salírsele del pecho. Su madre la miraba, apoyada sobre el costado izquierdo, con una sonrisa torcida y unos ojos que brillaban lúcidos y maliciosos.

—No tengas miedo de la
ama
, pequeña zorra. No voy a comerte.

Se recostó de nuevo, cerró los ojos e inmediatamente su respiración volvió a sonar acuosa y estentórea. Amaia estaba encogida sobre sí y vio que, sin darse cuenta, había estrujado la revista de su hermana. Permaneció así unos segundos, con el corazón desbocado y la lógica gritando en su interior que se lo había imaginado, que el cansancio y los recuerdos le habían jugado una mala pasada. Se levantó sin apartar los ojos del rostro de su madre, que aparecía tan vacuo y aletargado como en los últimos meses. La anciana susurró algo. Un hilo de baba resbaló por su mejilla, los ojos permanecieron cerrados. Un murmullo ahogado, una palabra incomprensible. El tubito del oxígeno se había soltado de una oreja y colgaba ladeado emitiendo un siseo suave. Parecía soñar, balbuceaba ¿agua? quizá. Su voz era tan débil que resultaba inaudible. Se acercó a la cama y escuchó.

—Naaaa auaaag.

Se inclinó sobre ella en un intento por entender sus palabras.

Rosario abrió los ojos, unos ojos penetrantes y crueles que evidenciaban cuánto se estaba divirtiendo con aquello. Sonrió.

—No, no te comeré, aunque lo haría si pudiera levantarme.

Amaia avanzó a trompicones hasta la puerta sin dejar de vigilar a su madre, que seguía mirándola con aquellos ojos malignos mientras reía, satisfecha del miedo que causaban en Amaia, con carcajadas estentóreas que parecían imposibles para alguien con problemas respiratorios tan graves. Amaia cerró la puerta tras de sí y no volvió a entrar hasta que regresó Flora.

—¿Qué haces aquí? —le espetó ésta al verla—. Deberías estar dentro.

—Miraba a ver si venías, tengo que irme ya.

Flora miró su reloj y alzó las cejas, en aquel gesto de recriminación que Amaia había visto tantas veces.

—¿Y la
ama
?

—Duerme…

Y así era, dormía cuando entraron de nuevo.

32

Cuando llegó a casa, una nota de James sobre la mesa le decía que habían salido a comer y que pasaría parte del día visitando la selva de Irati con la tía Engrasi; le dejaban comida en la nevera y esperaban verla por la noche. Un breve «Te quiero» junto al nombre de James la hizo sentir sola y alejada de la realidad en que la gente salía a comer y hacía excursiones mientras ella interrogaba a asquerosos violadores de sus propias hijas. Subió la escalera escuchando su propia respiración y el silencio abrumador de aquella casa donde jamás se apagaba el televisor mientras su tía estuviera en ella. Se quitó la ropa y la arrojó al cubo mientras dejaba que el agua corriese en la ducha hasta salir caliente y observó su figura en el espejo. Estaba adelgazando. En los últimos días se había saltado algunas comidas y se había alimentado prácticamente de cafés con leche. Se pasó la mano por el vientre y lo palpó con suavidad, después se llevó las manos a los riñones y se inclinó hacia atrás sacando tripa. Sonrió hasta que encontró sus propios ojos en el espejo. James comenzaba a ponerse pesado con el tema del tratamiento de fertilidad. Sabía cuánto deseaba un hijo y no era ajena a la presión que soportaba en cada llamada de sus padres, pero tan sólo con pensar en la terrible prueba física y mental que supondría, sentía que algo se le encogía por dentro. James sin embargo parecía haber hallado la panacea, durante días la bombardeó con información, vídeos y panfletos de la clínica que mostraban a sonrientes padres con sus niños en brazos; lo que no mostraban eran las sucesivas y humillantes pruebas, las constantes analíticas, la inflamación producida por las hormonas, los cambios repentinos de humor debido a los cócteles de pastillas que debía tomar. Había aceptado abrumada por la carga emocional del momento, pero ahora pensaba que quizá se había precipitado al acceder a probar. En su cabeza resonaban las palabras de la madre de Anne: «Parí desde el corazón y gesté a mi hija en mis brazos».

Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le bajase por la espalda enrojeciéndole la piel hasta producir una mezcla de placer cercano al dolor. Apoyó la frente contra las baldosas y se sintió mejor al darse cuenta de que su mal humor se debía principalmente al hecho de que James no estuviera en casa. Estaba cansada y le habría sentado bien dormir un poco, pero si James no estaba allí cuando ella despertase se sentiría tan mal que se arrepentiría de haberse dormido. Cerró el grifo y esperó unos segundos en el interior de la ducha a que el agua se escurriera por su piel; después salió y se envolvió en un enorme albornoz que le llegaba hasta los pies y que le había regalado James. Se sentó en la cama para secarse un poco el pelo y se sintió de pronto tan cansada que la idea de esa siesta que antes había descartado le pareció de pronto una buena opción. Serían sólo unos minutos, probablemente no conseguiría dormirse.

El modelo Glock 19 es una maravilla de pistola con sistema de aguja lanzada, de muy poco peso, pues lleva el armazón de plástico, 595 gramos en vacío y 850 con el cargador. No tiene ninguna palanca externa de seguridad, martillo u otro control que se deba desactivar antes de que el arma esté lista para disparar. Una buena pistola para un policía que debe salir a las calles, aunque se oían voces contrarias a que la policía portase armas sin seguro, e incluso expertos que afirmaban que el ruido que producía el arma al amartillarse era más intimidatorio que el encañonamiento en sí. Ella no era una fan de las armas, pero la Glock le gustaba, no era demasiado pesada, bastante discreta y de muy fácil mantenimiento; aun así debía desmontarla y engrasarla de vez en cuando, y siempre elegía el momento en que estaba completamente sola en casa. La desmontó disponiendo las partes sobre una toalla, limpió el cañón y volvió a montarla.

Pero mientras la manipulaba se fijó en sus manos, demasiado pequeñas para sostener un arma. Se dio cuenta de que lo que estaba viendo no eran sus manos, sino las de una niña. Retrocedió un paso y tuvo una visión completa del cuadro: sentada sobre la cama, una niña que era ella misma sostenía un arma grande y negra con una mano pálida, mientras con la otra se acariciaba el cráneo apenas cubierto por el pelo rubio que empezaba a crecer y que aún dejaba entrever la cicatriz blanquecina. La niña lloraba. Amaia sintió una infinita piedad hacia aquella pequeña que era ella misma, y la visión de la niña rota de pena le produjo un vacío en el pecho que no había sentido en muchos años. La niña decía algo, pero Amaia no podía entenderlo. Se inclinó hacia delante y vio que la pequeña no tenía cuello, había una franja oscura de vacío abismal en el lugar donde debía estar su escote. Escuchó con atención, tratando de identificar los sonidos mezclados con el llanto.

La pequeña, una Amaia de nueve años, lloraba lágrimas negras y densas como aceite de motor, que caían brillantes y cristalinas como azabache líquido formando un charco a sus pies, donde antes estaba la cama. Amaia se acercó más y percibió en el movimiento de sus labios la letanía urgente de una oración que la niña repetía sin entonación ni pausa.
Padrenuestroqueestasenloscielossantificadosseatunombrevengaanosotros…

La niña alzó el arma utilizando ambas manos, la giró hacia sí misma y elevó el cañón hasta dejarlo apoyado sobre su oreja. Después dejó caer desmayadamente su mano derecha sobre el regazo y Amaia vio que la mano había desaparecido desde el antebrazo. Gritó con todas sus fuerzas, consciente a medias de que era un sueño y segura de que, aunque lo fuera, aquel mal sería irreparable.

—No lo hagas —gritó, pero las lágrimas negras que la niña había llorado entraron en su boca y ahogaron las palabras. Reunió todas sus fuerzas mientras pugnaba por despertarse de aquella pesadilla antes de que todo acabase—. No lo hagas.

Gritó, y su grito traspasó el sueño, y hubo un instante en que se sintió emerger a toda velocidad de aquel infierno, consciente de que había gritado de verdad, de que su grito la estaba despertando y de que la niña se quedaba atrás. Volvió la cabeza para verla de nuevo y aún alcanzó a ver cómo la niña levantaba el brazo cercenado mientras decía:

—No puedo dejar que la
ama
me coma entera.

Abrió los ojos y percibió una figura oscura que se inclinaba sobre su rostro.

—Amaia.

La voz viajó en el tiempo muchos años atrás para llevarle hasta su dueña, mientras la lógica pura se abría paso a gritos a través de los restos de la pesadilla para hacerle saber que aquello era imposible. Abrió más los ojos y parpadeó, intentando barrer los vestigios de sueño que como arena cegaban sus ojos haciéndolos pesados e inútiles.

Una mano extraordinariamente fría se posó en su frente, y la impresión de aquel tacto cadavérico fue suficiente para forzarla a abrir los ojos. Junto a la cama, una mujer se inclinaba sobre su rostro y la observaba entre curiosa y divertida. La nariz recta, los pómulos altos y el pelo recogido a los lados formando dos ondas perfectas.


Ama
—gritó medio ahogada por el miedo mientras tironeaba torpemente del edredón y se retrepaba encogiéndose hasta quedar sentada sobre la almohada.

—¡Amaia, Amaia, despierta, estás soñando, despierta!

Un clic que sonó dentro de su cabeza inundó la habitación de luz procedente de la lámpara de la mesilla.

—Amaia, ¿estás bien?

Ros, visiblemente pálida, la miraba desconcertada sin atreverse a tocarla. Sentía una sed terrible, el sudor formaba una fina película bajo el albornoz, que aún llevaba puesto.

—Estoy bien, era una pesadilla —dijo jadeando y recorriendo con la mirada la habitación, como si tratase de establecer con seguridad dónde se encontraba.

—Has gritado —musitó amedrentada su hermana.

—¿Sí?

—Gritabas mucho y no podía despertarte —dijo Ros, como si explicarlo le diera más sentido. Amaia la miró.

—Lo siento —dijo sintiéndose agotada y expuesta como un reo.

—… Y cuando he intentado despertarte me has dado un susto de muerte.

—Sí —admitió Amaia—, cuando abrí los ojos no te reconocí.

—De eso estoy segura, me apuntaste con la pistola.

—¿Qué?

Ros hizo un gesto hacia la cama y Amaia comprobó que aún llevaba la pistola en la mano. De pronto la visión del sueño con la niña levantando el arma hasta su cabeza le resultó tan vívida y ominosa que soltó la pistola como si estuviera caliente y la cubrió con un cojín antes de volverse hacia su hermana.

—Oh, Ros, lo siento, de verdad, debí de quedarme dormida después de limpiarla, pero está descargada…

Su hermana no pareció muy convencida.

—Lo siento —volvió a disculparse—. Los últimos días han sido muy intensos, hoy mismo he interrogado al tipo que mató a su propia hijastra, y supongo que… Bueno, entre eso y la investigación del basajaun, es normal acumular tensión.

—Y yo no he ayudado —añadió Ros un poco compungida, formando un leve puchero que a Amaia le recordó la niña que había sido. Sintió una oleada de cariño hacia su hermana.

—Bueno, supongo que todos terminamos haciendo las cosas lo mejor que podemos, ¿no? —dijo con una sonrisa de circunstancias.

Ros se sentó en la cama.

—Lo siento, Amaia, sé que debí contártelo, sólo quiero que sepas que no fue por tratar de ocultarte nada, no lo pensé, y bastante abochornada me sentía con todo lo que me estaba pasando.

Amaia estiró su mano hasta alcanzar la de su hermana.

—Exactamente eso es lo que me dijo James.

—¿Lo ves? Hasta en eso es perfecto tu marido. Dime, ¿cómo, con un hombre así, voy a ir a contarte mis miserias matrimoniales?

—Nunca te he juzgado, Ros.

—Lo sé. Y lo siento —dijo ella inclinándose hacia su hermana, que la recibió con un cálido abrazo.

—Yo también lo siento, Ros, te juro que ha sido una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer en mi vida, pero no tenía otra opción —dijo acariciando su cabeza.

Cuando por fin se soltaron del abrazo se miraron sonriendo abiertamente, de un modo reservado a las hermanas que se han mirado así, de frente, muchas veces. Hacer las paces con Ros la hizo sentir bien de un modo que casi había olvidado en los últimos días, y que habitualmente solía lograr con sólo regresar a casa, darse una ducha y abrazar a James. La había preocupado secretamente, llegando a preguntarse si por fin había ocurrido eso que tanto temen los investigadores de homicidios: que el horror al que se enfrentaba a diario rompiera las esclusas de ese lugar oscuro donde debe quedar relegado y hubiese inundado su vida, convirtiéndola poco a poco en uno de esos policías sin vida privada, desolados y asolados por el horror de saberse responsables de haber permitido que el mal rompa las barreras y se lo lleve todo. En los últimos días, una amenaza densa y ominosa como una maldición parecía cernirse sobre ella, y los viejos ensalmos no eran suficientes para exorcizar el mal con el que debía enfrentarse y que la acompañaba pegándose a su cuerpo como un sudario mojado.

Salió de su ensimismamiento y se percató de que Ros la había estado observando atentamente.

—Quizás ahora deberías ser tú la que se sincerase conmigo.

—Oh, te refieres a… Ros, ya sabes que no puedo, son aspectos de la investigación.

—No me refiero a eso, sino a lo que te hace gritar en sueños. James me ha dicho que tienes pesadillas casi cada vez que duermes.

—¡Por Dios, James! Es verdad, pero no son más que eso, pesadillas, y es perfectamente normal teniendo en cuenta mi trabajo. Va por temporadas, cuando estoy muy metida en un caso tengo más, cuando cerramos el caso remiten. Sabes que hace años que duermo con la luz encendida.

—Pues hoy la tenías apagada —dijo Ros mirando hacia la lamparita.

—Me despisté, todavía había luz cuando me senté a limpiar el arma, y me quedé dormida sin darme cuenta. Pero no suele ocurrirme, la dejo encendida precisamente para evitar que suceda lo que hoy, porque no son pesadillas exactamente lo que sufro, lo que me pasa es que tengo un sueño ligero en constante alerta y durante la noche se producen un montón de microdespertares en los que me sobresalto un poco, me ubico y me vuelvo a dormir… De ahí la importancia de que haya luz, así cuando abro los ojos puedo ver dónde estoy y me tranquilizo enseguida.

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