El guardián invisible (32 page)

Read El guardián invisible Online

Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
3.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ros negó observando su expresión.

—¿Tú te escuchas? Lo que has descrito es un estado de alerta constante, nadie puede vivir así. Si quieres conformarte con esa milonga de dejar la luz encendida, por mí estupendo, pero sabes que lo que ha ocurrido hoy no es normal. Amaia, casi me pegas un tiro.

Las palabras de su hermana trajeron el eco de las de James dos días antes en la puerta del obrador.

—Y las pesadillas pueden ser normales, pero sólo hasta cierto punto; lo que no es normal es que te causen tanto sufrimiento, que despiertes con esos sobresaltos, incapaz de discernir si sueñas o estás despierta. Te he visto, Amaia, y estabas aterrorizada.

Ella la miró y recordó el perfil femenino que se había cernido sobre su rostro mientras despertaba.

—Deja que te ayude.

Amaia asintió.

Bajaron en silencio las escaleras, percibiendo el extraño ambiente que se respiraba en la casa en ausencia de la tía. Los muebles, las plantas, los innumerables objetos de adorno parecían aletargados sin su presencia, como si al faltar la dueña de la casa todas sus pertenencias perdieran la autenticidad y se desdibujasen un poco disipando los límites que las mantenían en el plano realidad. Ros se dirigió al aparador y tomó el hatillo de seda negra en que envolvía las cartas, las puso en el centro de la mesa y se dirigió al salón. Un segundo después, Amaia oyó el rumor de los anuncios procedente del televisor. Sonrió.

—¿Por qué lo hacéis? —preguntó.

—Para oír mejor —fue la respuesta de su hermana.

—Sabes que es un contrasentido.

—Y sin embargo es así.

Se sentó y con mucho cuidado deshizo el nudo que apretaba la suave tela, tomó el mazo, retiró el lienzo y lo depositó frente a ella.

—Ya sabes lo que tienes que hacer, baraja las cartas mientras piensas tu pregunta.

Amaia tocó la baraja, que estaba curiosamente fría, y a su mente acudieron los recuerdos de otras veces, el tacto suave de los naipes deslizándose entre sus dedos, el extraño perfume que emanaba desde las cartas cuando las movía en sus manos y la pacífica comunión que se producía en el momento en que alcanzaba el grado preciso en que se abría el canal y la pregunta se formulaba en su mente fluyendo en ambas direcciones, el modo instintivo en que elegía las cartas y el ceremonial con que les daba la vuelta, sabiendo mucho antes de girarlas lo que había al otro lado, y el misterio resuelto en un instante cuando la ruta que seguir se dibujaba en su mente estableciendo las relaciones entre los naipes. Interpretar las cartas del tarot era tan sencillo y tan complicado como interpretar un mapa de un lugar desconocido, como trazar un trayecto desde tu casa a un punto concreto; si tenías claro el destino, si eras capaz de no distraerte en el camino como una caperucita mística, las respuestas se revelaban ante ti en una ruta clara hacia la respuesta, que como los caminos no siempre era única. A veces las respuestas no son la solución del enigma, le había dicho Engrasi en un momento a solas; en ocasiones las respuestas sólo generan más preguntas, más dudas.

—¿Por qué? —le había preguntado—. Si hago una pregunta y obtengo una respuesta, debería ser la solución.

—Debería, si supieras qué pregunta tienes que hacer en cada momento.

Recordaba las enseñanzas de tía Engrasi. «La pregunta. Siempre debe haber una pregunta, ¿qué sentido tendría si no hacer una consulta? Abrir el canal para dejar que las respuestas llegasen mezcladas como los gritos de millones de almas, clamando, aullando y mintiendo. Debes dirigir la consulta, debes trazar el camino en el mapa sin salirte, sin dejar que el lobo te seduzca convenciéndote para ir a coger flores, porque si lo haces llegará al destino antes que tú, y lo que encuentres al llegar ya no será el lugar al que te dirigías, terminarás hablando con un monstruo disfrazado que se hace pasar por tu abuelita y que sólo tiene una intención, devorarte. Y lo hará, se comerá tu alma si te sales del camino.» Las advertencias tantas veces oídas en su infancia resonaron en su interior con la voz clara de la tía Engrasi.

«Las cartas son una puerta, y como una puerta no debes abrirla porque sí, ni dejarla abierta después. Una puerta, Amaia, las puertas no hacen daño, pero lo que puede entrar a través de ellas sí. Recuerda que debes cerrarla cuando termines tu consulta, que te será revelado lo que debas saber, y que lo que permanece a oscuras es de la oscuridad.»

La puerta le descubrió un mundo que siempre había estado allí, y en pocos meses se reveló como una experta viajera, aprendiendo a trazar líneas magistrales sobre el mapa de lo desconocido, dirigiendo la consulta y cerrando la puerta con el cuidado que imponía la mirada vigilante de Engrasi. Las respuestas eran claras, nítidas, y resultaban tan fáciles de entender como una canción de cuna susurrada al oído. Pero hubo un momento, cuando tenía dieciocho años y estudiaba en Pamplona, en que la curiosidad la mantenía pegada a la baraja durante horas. Preguntaba una y otra vez por el chico que le gustaba, por los resultados de sus notas, por los pensamientos de sus rivales. Y las respuestas comenzaron a llegar confusas, liosas, contradictorias. A veces, ofuscada en el intento de vislumbrar una respuesta, pasaba toda la noche barajando y echando naipes oscuros que nada revelaban y le dejaban en el corazón la extraña sensación de estar siendo privada de algo que le pertenecía por derecho. Insistía una y otra vez, y sin darse cuenta comenzó a dejar la puerta abierta. No recogía jamás la baraja, que a menudo estaba sobre su cama, y una y otra vez se entregaba a echadas larguísimas con el único fin de intentar ver. Y vio. Una mañana, cuando tenía que estar saliendo de casa para ir a la facultad, se entretuvo en una de aquellas echadas rápidas y sin dirección que terminaban absorbiéndola durante horas. Pero aquella mañana el viaje a ninguna parte la llevó a una respuesta sin pregunta. Cuando se dispuso a volver las cartas, su carga ominosa traspasó el suave cartón en que estaban impresas sacudiéndole el brazo como si hubiera recibido un calambre. Una a una, las volteó trazando el mapa de la desolación en su alma. Cuando llegó a la última, la tocó suavemente con la yema del dedo índice sin llegar a voltearla y todo el frío del universo se congregó en torno a ella mientras exhalaba un quejido infrahumano y comprendía desolada que el lobo la había seducido, la había engañado para sacarla del camino, que el maldito hijo de puta se había adelantado, había llegado antes que ella y la había tenido durante días hablando con el mal disfrazado de abuelita. El teléfono sonó una sola vez antes de que lo cogiera y Engrasi le dijo lo que ya sabía: que su padre había muerto mientras ella cogía flores. No volvió a echar las cartas.

La pregunta.

La pregunta atronaba en su cabeza desde hacía días mezclada con otras: ¿dónde está? ¿Por qué lo hace? Pero sobre todo ¿quién es? ¿Quién es el basajaun?

Dejó el mazo sobre la mesa y Ros lo dispuso en una hilera.

—Dame tres —pidió.

Una a una, Amaia las fue tocando con la yema del dedo. Ros las separó del resto y las volvió colocándolas en escalera.

—Buscas a alguien, y es un varón. No es joven pero no es viejo, y está cerca. Dame tres.

Amaia eligió otras tres cartas, que Ros colocó a la derecha junto a las primeras.

—Este hombre realiza un cometido, tiene una labor que hacer y está comprometido con ella, porque lo que hace le da sentido a su vida y apacigua su furia.

—¿Apacigua su furia?, ¿un crimen apacigua una furia superior?

—Dame tres.

Las volteó junto a las otras.

—Apacigua una furia antigua y un miedo mayor.

—Háblame de su pasado.

—Estuvo sometido, esclavizado, pero ahora es libre, aunque un yugo pende sobre él. Siempre ha mantenido una guerra en su interior para dominar su furia, y ahora cree que lo ha conseguido.

—¿Lo cree? ¿Qué cree?

—Cree que es justo, cree que la razón le asiste, cree que lo que hace está bien. Tiene un buen concepto de sí mismo, se ve triunfante y victorioso sobre el mal, pero sólo es una pose.

—Dame tres.

Las dispuso lentamente.

—En ocasiones se desmorona y lo más mezquino aflora.

—… y entonces mata.

—No, cuando mata no es mezquino. Ya sé que no tiene mucho sentido, pero cuando mata es el guardián de la pureza.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Amaia bruscamente.

—¿Qué he dicho? —preguntó Ros como volviendo de un sueño.

—El guardián de la pureza, el que preserva la naturaleza, el guardián del bosque, el basajaun. Maldito cabrón arrogante. ¿Qué cree que preserva matando niñas? Lo odio.

—Pues él a ti no, no te odia, no te teme, él hace su trabajo.

Amaia fue a señalar una de las cartas y, al hacerlo, empujó uno de los naipes fuera del mazo. La carta salió despedida y se dio la vuelta mostrando su faz.

Ros miró la carta y a su hermana.

—Esto es otra cosa. Has abierto otra puerta.

Amaia miró la carta, recelosa, reconociendo la presencia del lobo.

—¿Qué cojones…?

—Haz una pregunta —ordenó Ros con firmeza.

El ruido en la puerta les hizo volverse a mirar a James y la tía Engrasi, que entraron cargados con varias bolsas. Venían charlando entre risas, que se vieron atajadas de pronto cuando Engrasi fijó sus ojos sobre las cartas. Se acercó a la mesa con paso firme, valoró lo que estaba viendo y con un gesto apremió a Ros.

—Haz la pregunta —volvió a decir.

Amaia miró la carta recordando la fórmula.

—¿Qué es lo que debo saber?

—Tres.

Amaia se las dio.

—Lo que debes saber es que hay otro, llamémosle elemento, en la partida. —Volvió otra carta—. Infinitamente más peligroso. Volvió la última—. Y éste es tu enemigo, viene a por ti y a por… —titubeó—, a por tu familia, ya ha aparecido en escena, y continuará llamando tu atención hasta que accedas a su juego.

—Pero ¿qué quiere de mí, de mi familia?

—Dame una.

Volvió la carta y sobre la mesa el esqueleto descarnado les miró desde sus cuencas vacías.

—Oh, Amaia, quiere tus huesos.

Permaneció en silencio unos segundos. Luego recogió las cartas, las envolvió en el lienzo y levantó la mirada.

—Puerta cerrada, hermana, lo que hay ahí fuera da mucho miedo.

Amaia miró a su tía, que había empalidecido de modo alarmante.

—Tía, quizá tú podrías…

—Sí, pero no hoy. Y no con esa baraja… Tengo que pensarlo —dijo mientras se metía en la cocina.

33

El hotel Baztán se encontraba a unos cinco kilómetros por la carretera de Elizondo y tenía el aspecto de los hoteles de montaña pensados para ir con grupos escolares, senderistas, familias y amigos. La fachada formaba un semicírculo plagado de terrazas que se asomaban sobre una plazoleta que hacía las veces de parking y en las que resultaban incongruentes las mesas y sillas de plástico amarillo, sin duda pensadas para las tardes veraniegas, pero que la Dirección del hotel se empeñaba en mantener todo el año, dando a la fachada un colorista tono tropical más propio de un hotel playero mexicano que de un establecimiento de montaña. A pesar de que hacía horas que había anochecido, era todavía temprano, y eso se hacía evidente en la cantidad de coches que se hacinaban en el aparcamiento y en los parroquianos que atestaban la cafetería de grandes cristaleras.

Amaia aparcó junto a una autocaravana de matrícula francesa y se dirigió hacia la entrada. Tras el mostrador de la recepción, una adolescente con bastas recogidas en una coleta jugaba
on-line
a un juego de habilidad.

—Buenas tardes, ¿puede avisar, por favor, a unos huéspedes, el señor Raúl González y la señora Nadia Takchenko?

—Ahora voy —respondió la chica en ese tono de fastidio que suelen emplear los adolescentes. Puso el juego en pausa y cuando levantó la mirada se había transformado en una amable recepcionista.

—¿Sí, dígame?

—Tengo una cita con unos huéspedes, si puede indicarme su número de habitación. Raúl González y Nadia Takchenko.

—Ah, sí, los doctores de Huesca —dijo la chica sonriendo.

Amaia habría preferido que fueran más discretos. La noticia de unos expertos buscando osos en el valle podía desatar rumores que, inoportunamente difundidos por la prensa, podían complicar aún más el desarrollo de la investigación.

—Están en la cafetería, me dejaron dicho que si venía alguien preguntando por ellos le mandase allí.

Amaia pasó por la puerta interna que comunicaba la recepción y el comedor y entró en el bar. Un nutrido grupo de estudiantes con ropa de montaña ocupaba casi todas las mesas mientras se repartían entre risas varias raciones de jamón, patatas bravas y albóndigas. Vio a una mujer que le hacía señas desde el fondo del local y le llevó unos segundos darse cuenta de que era la doctora Takchenko. Sonriendo, se acercó hasta la mujer, a la que no había reconocido; se había peinado con la melena suelta y vestía unos pantalones de color caramelo y un
blazer
beis sobre una moderna camiseta, incluso llevaba unos botines de tacón. Amaia se sintió ridícula al pensar que en el fondo había esperado verla con aquel estrafalario mono naranja. La doctora le tendió la mano sonriendo.

—Me alegro de verla, inspectora Salazar —dijo con su terrible acento—. Raúl está pidiendo en la barra, hemos decidido irnos esta noche, pero antes vamos a comer algo. Yo espera que usted nos acompaña, ¿
da
?

—Bueno, me temo que no, pero charlaremos un rato, si no les importa.

El doctor González regresó trayendo tres cervezas, que puso sobre la mesa.

—Inspectora, ya creí que tendríamos que mandarle el informe por correo.

—Lamento no haber podido atenderles antes, porque la verdad es que estoy muy interesada, pero, como ya sabrán por el subinspector Zabalza, he estado muy ocupada.

—Me temo que no podemos ser concluyentes. No hemos hallado encames, ni excrementos, aunque sí huellas de lo que podría ser el paso de un gran plantígrado, líquenes y cortezas arrancadas y pelos de un macho que coinciden con los que usted nos procuró.

—¿Entonces?

—Podría ser que un oso hubiera estado por la zona, los pelos podrían llevar tiempo allí; de hecho parecían algo viejos, aunque eso también podría deberse a la muda de pelo. Ya le dije que es un poco pronto para que un oso se haya despertado de la hibernación. Claro que hay datos recientes de que algunas hembras no han hibernado este año debido probablemente al calentamiento y la escasez de comida, que no propiciaron que estuviesen listas para la hibernación a tiempo.

Other books

A Place Within by M.G. Vassanji
Bejeweled and Bedeviled by Tiffany Bryan
Triangular Road: A Memoir by Paule Marshall
Legion by Brandon Sanderson
Campeones de la Fuerza by Kevin J. Anderson
Taggart (1959) by L'amour, Louis
Murder at the Powderhorn Ranch by Jessica Fletcher