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Authors: John Norman

El guerrero de Gor (15 page)

BOOK: El guerrero de Gor
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Me di la vuelta y examiné al hombre cuya vida había salvado. Se encontraba acurrucado delante de mí. Su capuchón le cubría el rostro.

—Aquí hay más fieras de este tipo —dije—. Deberías venir conmigo. Aquí no estás seguro.

La figura, envuelta en sus harapos amarillos, parecía volverse aún más pequeña.

—La Enfermedad Sagrada —susurró, y señaló su cara.

Esa era la traducción literal de la palabra Dar-Kosis, Enfermedad Sagrada. El nombre se origina en la creencia de que esa enfermedad es sagrada para los Reyes Sacerdotes, y que todos los que la sufren están consagrados a ellos. Por consiguiente también es considerado un pecado el derramar su sangre. De todos modos, los leprosos tenían poco que temer por parte de sus semejantes; su enfermedad era tan aborrecida en el planeta que aun el delincuente más audaz hacía un gran rodeo para evitarlos.

En diferentes lugares existen cavernas de Dar-Kosis donde los enfermos pueden permanecer voluntariamente y donde se los provee de víveres, arrojados desde el lomo de tarns que vuelan a grandes alturas. Si un leproso habita semejante cueva, ya no puede abandonarla. Ese pobre hombre debía de haber huido de una de ellas.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Soy un leproso —gimió el inquietante personaje. Los leprosos están muertos. Los muertos no tienen nombre.

Me sentía agradecido a la oscuridad reinante y a que el hombre se hubiera cubierto con el capuchón, pues sentía pocas ganas de ver su rostro devastado por la enfermedad.

—No temas —le dije y señalé al tarn, que sacudía las alas impaciente—. Apresúrate. Hay más larls por aquí.

—La Enfermedad Sagrada —volvió a decir el hombre.

—No puedo abandonarte aquí —dije. Me estremecía al pensar en alzar a ese ser terrible para colocarlo en mi silla. Cierto que temía a la enfermedad, pero al mismo tiempo no podía dejar al enfermo a merced de las fieras.

La figura emitió un ruido débil, quejumbroso:

—Hace tiempo que estoy muerto —rió salvajemente—. ¿Deseas contraer la Enfermedad Sagrada?— preguntó y extendió una mano, como si quisiera estrechármela.

Retrocedí aterrado.

El enfermo tropezó, trató de apoyarse en mí y cayó al suelo con un débil gemido. Estaba sentado allí, delante de mí, envuelto en harapos amarillos; la imagen de la desesperación bajo las tres lunas goreanas. Se hamacaba de un lado a otro y emitía débiles sonidos que parecían provenir de un loco.

A cierta distancia escuché el aullido de un larl.

Levántate —dije—. No tenemos mucho tiempo.

—Ayúdame —gimió.

Reprimí mi asco y extendí la mano.

—Ven, apóyate —dije—. Yo te ayudo.

De entre el montón de harapos me extendió una mano cuyos dedos estaban encorvados como las puntas de las garras de una fiera. Cerré los ojos para levantar a ese ser desgraciado.

Con sorpresa advertí que la mano del hombre era firme y dura como el cuero de una montura. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, mi brazo fue arrastrado hacia abajo y me encontré a los pies del hombre, que se puso de pie de un salto, y colocó una de sus botas sobre mi cuello. Su mano empuñaba una espada, cuya punta iba dirigida hacia mi pecho. El hombre se rió a carcajadas y echó su cabeza hacia atrás, dejando caer el capuchón. Pude distinguir una cabeza maciza, semejante a la de un león, con largos pelos desgreñados y una barba tan salvaje como la Cordillera Voltai. El hombre que parecía ir aumentando de estatura mientras se encontraba de pie delante de mí, sacó de entre sus ropas amarillas un silbato de tarn y emitió un silbido agudo. De inmediato, desde diferentes direcciones en las montañas, ese sonido fue retomado por otros silbidos. Apenas un instante después, el aire resonaba con un salvaje aleteo y aproximadamente medio centenar de salvajes tarnsmanes aterrizaron sobre la llanura.

—Yo soy Marlenus Ubar de Ar —dijo el hombre.

14. LA MUERTE DEL TARN

Me habían obligado a arrodillarme y, en esa posición, me habían encadenado; mi espalda sangraba, lastimada por numerosos latigazos. Llevaba ya nueve días prisionero en el campamento de Marlenus torturado y maltratado, cuando me condujeron ante la presencia del Ubar, por primera vez desde que le había salvado la vida. Quizá se proponía poner fin a los sufrimientos del guerrero que había robado la Piedra del Hogar de su ciudad.

Uno de sus tarnsmanes me asió por el pelo y me obligó a inclinarme hasta que mis labios tocaron su sandalia. Levanté la cabeza sin encorvar la espalda y no dejé traslucir nada en mi mirada que pudiera depararle satisfacción. Estaba arrodillado sobre el suelo rocoso de una caverna poco profunda en alguna parte de la Cordillera Voltai; a la izquierda y a la derecha ardían fogatas. Marlenus estaba sentado sobre un trono compuesto de trozos de roca apilados. Su pelo suelto le caía sobre los hombros y su gran barba casi le llegaba hasta el cinto de la espada. Era un hombre enorme, más grande que Tarl el Viejo, y en sus salvajes ojos verdes ardía el fuego que también había encontrado en los ojos de su hija Talena. A pesar de que moriría a manos de ese bárbaro gigantesco, no sentía aversión por él.

Alrededor del cuello, llevaba la cadena dorada del Ubar, una reproducción del tamaño de un medallón de la Piedra del Hogar de Ar. Sus manos sostenían la Piedra verdadera, aquella diminuta fuente de tanto derramamiento de sangre. Sus dedos la palpaban suavemente.

A la entrada de la cueva, dos hombres habían colocado una lanza de tharlarión en un hoyo. Probablemente iba a ser empalado. Existen diversas maneras de llevar a cabo esta cruel ejecución, y, por supuesto, algunas son más consideradas que otras. Yo apenas contaba con la posibilidad de que se me concediera una muerte rápida.

—Tú robaste la Piedra del Hogar de Ar —afirmó Marlenus.

—Sí —respondí.

—Lo hiciste bien —dijo Marlenus y contempló la piedra.

Yo estaba arrodillado delante de él y me sorprendía ante el hecho de que ni él ni los demás hombres allí presentes mostraran el menor interés por el destino de su hija.

—Por supuesto sabrás que debes morir —agregó Marlenus sin mirarme.

—Eres un guerrero joven, valiente y tonto —dijo y se inclinó hacia adelante. Durante un buen rato me miró a los ojos y luego volvió a acomodarse en su trono—. Hubo una época en la que yo fui igualmente joven y valiente, y quizás igualmente tonto.

Marlenus miró fijamente al vacío por encima de mi cabeza:

—Arriesgué mil veces mi vida y sacrifiqué mi juventud en aras de un imperio unido de Ar, para que en Ar no hubiera más que un idioma, un comercio, un tipo de ley. Para que los caminos y desfiladeros de las montañas fueran seguros, y los campesinos cultivaran sus campos en un clima de paz, y hubiera un solo Consejo que decidiera sobre la política; para que sólo existiera una ciudad suprema, bajo cuya influencia se unieran los cilindros de cien ciudades enemigas. Y tú has destruido todo eso.

Marlenus me miró

—¿Qué puedes saber tú acerca de todo eso, tú, un simple tarnsman? Pero lo puedo saber yo, Marlenus, que era algo más que un simple guerrero. Donde los demás sólo veían las reglas de sus castas, donde los demás no sentían más responsabilidad que la relacionda con su Piedra del Hogar yo me atreví a soñar el sueño de Ar, me atreví a imaginar que podría ponerse fin al absurdo derramamiento de sangre, que se podrían desterrar temores y peligros, campañas de venganza y crueldades que ensombrecen nuestra vida, soñé que de las cenizas de mis conquistas surgiría un mundo nuevo, un mundo de honor y de orden, de poder y justicia.

—De tu justicia —dije.

—Sí, de mi justicia, si quieres llamarla así —dijo Marlenus—. Depositó la Piedra del Hogar en el suelo y desenvainó su espada, que colocó transversalmente sobre sus rodillas. Parecía un terrible dios de la guerra.

—¿No sabes acaso, tarnsman —dijo— que no existe justicia sin espada?—. Sonrió ferozmente. —Esta es una verdad terrible —agregó— ¡Piénsalo bien! Sin esta espada no hay nada, no hay justicia, ni civilización, ni sociedad, ni comunidad, ni paz. Sin la espada no hay nada.

—¿Pero con qué derecho es precisamente la espada de Marlenus la que otorga la justicia a Gor?

—No me entiendes —dijo el Ubar—. También el derecho del que hablas con tanto respeto debe su existencia a la espada.

—Pienso que eso es falso —respondí—. Por lo menos tengo la esperanza de que lo sea.

Marlenus no perdió la calma:

—Frente a la espada nada es falso o verdadero, frente a la espada sólo existe la realidad. No existe justicia mientras la espada no la cree, establezca, garantice, le dé sustancia y significado.

—Pero —objeté— ¿qué ocurre con el sueño de Ar, del que tú hablaste, del sueño que tú considerabas bueno y verdadero?

—¿Qué le pasa?

—¿Es un sueño bueno? —pregunté.

—Sí, es un sueño bueno.

—Y sin embargo, tu espada aún no ha encontrado la fuerza necesaria para convertirlo en realidad.

Marlenus me miró pensativamente y se rió:

—Por los Reyes Sacerdotes —dijo— creo que he perdido esta controversia. Pero si tus palabras son ciertas ¿cómo separamos entonces los sueños buenos de los sueños malos?

Me pareció una pregunta difícil.

—Yo te lo diré —rió Marlenus. Orgullosamente golpeó su espada— ¡Con esto!

Entonces el Ubar se levantó y envainó su espada. Como respondiendo a una señal, algunos de sus tarnsmanes entraron en la cueva y me apresaron.

—¡Empaladlo! —dijo Marlenus.

Los hombres comenzaron a quitarme las cadenas para ser empalado libremente, ofreciendo tal vez un mejor espectáculo que si estuviera encadenado.

—Tu hija Talena vive —le dije a Marlenus. No pareció interesarse mucho por el tema. Sin embargo, si era un ser humano, tenía que preocuparle el destino de su hija.

—Me hubiera aportado mil tarns —dijo Marlenus—. Continuad con la ejecución.

Los guerreros sujetaron mis brazos. Otros dos hombres sacaron la lanza de tharlarión del hoyo y la acercaron. Ahora habrían de introducirla en mi cuerpo, que luego sería levantado junto con ella.

—Al fin y al cabo es tu hija —le dije a Marlenus—. Está viva.

—¿Se te sometió? —preguntó Marlenus.

—Sí —dije.

—Entonces valoró más su vida que mi honor.

De repente desapareció la extraña parálisis que pesaba sobre mí y sentí una furia intensa:

—¡Al diablo con tu honor! —grité.

Sin pensarlo más, me liberé de los dos tarnsmanes como si se tratara de unos niños, me arrojé sobre Marlenus y le propiné un violento puñetazo en la cara. Desconcertado, retrocedió tambaleante. Apenas tuve tiempo para darme la vuelta y eludir la lanza que, sostenida por dos hombres, estaba por atravesarme la espalda. Traté de apoderarme de ella, la giré y la utilicé como una barra sostenida por ambos hombres. Salté por el aire y al hacerlo pateé a mis contrincantes. Los oí gritar doloridos y me encontré en posesión de la lanza. Unos cinco o seis tarnsmanes aparecieron corriendo en dirección a la ancha entrada de la cueva, pero los ataqué de inmediato, sosteniendo la lanza en posición paralela a mi cuerpo, acometí con fuerzas casi sobrenaturales y forcé a los hombres a salir de la caverna. Sus gritos se mezclaron con los bramidos de cólera de los otros tarnsmanes que venían a atacarme.

Uno de los guerreros alzó la ballesta y yo arrojé la lanza. El hombre cayó de espaldas; el asta de la lanza podía verse clavada en su pecho y el pivote de su arma chocó contra el techo, sobre mi cabeza, arrancando chispas. Uno de los hombres yacía a mis pies. Precipitadamente desenvainé su espada. Comencé a defenderme, maté al primer hombre que se me acercó y herí al segundo, pero poco a poco fui empujado al interior de la caverna. No tenía posibilidades de sobrevivir, pero estaba decidido a vender cara mi vida.

Durante la lucha escuché detrás de mí la risa desenfrenada de Marlenus, que se alegraba de que un simple empalamiento hubiera derivado en una de esas luchas que tanto lo regocijaban. En una pausa de la lucha me volví hacia él, con la esperanza de poder cogerlo por sorpresa, pero en el mismo instante mis propias cadenas golpearon mi rostro. Marlenus las había arrojado como un lazo, de modo que se enrollaron alrededor de mi cuello. Traté de tragar y sacudí la cabeza, para evitar que mis ojos se llenaran de sangre, pero de inmediato fui dominado por algunos tarnsmanes.

—Has sabido luchar, joven guerrero —dijo Marlenus apreciativamente—. Realmente no quisiste morir como un esclavo. Se volvió hacia sus hombres:

—¿Qué os parece? —preguntó riendo—. ¿No ha conquistado el derecho de morir la muerte del tarn?

—¡En efecto! —exclamó uno de los tarnsmanes, que se estaba curando una herida en el pecho.

Me arrastraron hacia afuera y encadenaron las articulaciones de mis pies y de mis manos. Los extremos sueltos de las cadenas fueron sujetados con anchas tiras de cuero a dos tarns, uno de los cuales era el mío.

—¡Morirás despedazado! —dijo Marlenus—. No es agradable, pero de todos modos es preferible al empalamiento.

Me ataron firmemente. Un tarnsman montó el primero de los tarns; otro, el segundo.

—Todavía no estoy muerto —dije. Era un comentario algo tonto, pero presentía que mi hora aún no había llegado.

Marlenus permaneció serio:

—Has robado la Piedra del Hogar de Ar. Tuviste suerte.

—Nadie se salva de la muerte del tarn —dijo uno de los hombres.

Los guerreros del Ubar retrocedieron e hicieron sitio para el tarn.

Marlenus volvió a examinar personalmente los nudos y los apretó aún más.

—¿Prefieres que te mate enseguida? —preguntó en voz baja—. La muerte del tarn no es un fin agradable.

Su cuerpo se interponía entre sus hombres y su mano, que colocó sobre mi cuello.

—¿A qué viene esta consideración repentina? —pregunté.

—Se debe a una joven —dijo—. Al amor que siente por ti.

—Tu hija me odia —respondí.

—Sólo cedió a los requerimientos de Pa-Kur, el Asesino, para que tuvieras una posibilidad de sobrevivir en el armazón.

—¿Cómo sabes eso? —pregunté.

—Lo sabe todo el mundo en el campamento de Pa-Kur —respondió Marlenus—. Sentí que sonreía. —Yo mismo, en mi condición de leproso, se lo escuché decir a Mintar, que pertenece a la Casta de los Mercaderes. Los mercaderes deben tener amigos en ambos bandos, pues ¿quién puede saber si Marlenus, algún día, no vuelve a ocupar el trono de Ar?

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