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Authors: John Norman

El guerrero de Gor (21 page)

BOOK: El guerrero de Gor
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El Ubar me dio unas palmadas en el hombro. Luego se dirigió hacia donde se encontraba su hija y tomó su cabeza entre sus manos.

—Sí —dijo, como si viera a su hija por primera vez—. Merece ser la hija de un Ubar. ¡Dadme muchos nietos!

Me volví. Mi padre me contemplaba cariñosamente. Del campamento de Pa-Kur, que se veía a lo lejos, no quedaba nada más que un resto de postes carbonizados. Las tropas de ocupación en la ciudad se habían rendido. Fuera de los muros la horda había entregado sus armas. Ar estaba a salvo.

Talena me miró.

—¿Qué harás conmigo? —preguntó.

—Te llevo a Ko-ro-ba —dije—. A mi ciudad.

—¿Cómo tu esclava? —sonrió.

—Si me quieres tomar, como mi Compañera Libre.

—Te tomo, Tarl de Ko-ro-ba —dijo Talena—. Te tomo como mi Compañero Libre.

Se rió y la coloqué sobre la silla de mi tarn.

—¿Eres un guerrero auténtico? —preguntó.

—¡Ya lo veremos! —respondí riendo.

Actuando según las rudas costumbres matrimoniales de Gor, ella se resistía, se retorcía simulando no querer volar conmigo y yo la arrastré a la silla delante de mí. Con las muñecas y las piernas encadenadas, se encontraba acostada transversalmente sobre el lomo del tarn, una prisionera indefensa, pero prisionera por amor y por propia decisión. Los guerreros reían y Marlenus más que nadie.

—Me parece que te pertenezco, audaz tarnsman —dijo— ¿Qué vas a hacer ahora conmigo?

En lugar de responderle tiré de la primera rienda y la gran ave se remontó a las alturas, casi hasta las nubes. Talena exclamó:

—¡Ahora, Tarl!

Y aun antes de dejar la ciudad detrás de nosotros la desencadené y arrojé su manto a las calles para que su pueblo supiera qué había sido de la hija de su Ubar.

20. EPÍLOGO

Ya es tiempo de que el redactor solitario de estas líneas termine su relato, sin amargura y sin resignación. Aún no he perdido la esperanza de poder quizá regresar algún día a Gor. Estos últimos párrafos los escribo en un apartamento en Manhattan en el sexto piso, alejado del tránsito de la calle. Brilla el sol y sé que en alguna parte detrás de él, contrapuesto a mi planeta natal, existe otro mundo. Y me pregunto si en ese mundo una muchacha, ahora una mujer, piensa en mí y en los secretos de mi planeta, acerca de los cuales le he hablado.

Mi destino se había cumplido: había servido a los Reyes Sacerdotes; un mundo se había modificado. No me necesitaban más y me enviaron de vuelta. Quizá los Reyes Sacerdotes de Gor me consideraran peligroso, tal vez se dieran cuenta que yo no los adoraba, quizá también envidiaran mi amor por Talena.

Gracias a mi intervención, los ejércitos vencidos de Pa-Kur fueron tratados con mucha benevolencia. Se devolvieron las Piedras del Hogar de las Doce Ciudades Sometidas y se les permitió regresar a su patria a los guerreros de esas ciudades. La mayor parte de los mercenarios fueron retenidos durante un año como esclavos, y debieron rellenar los grandes fosos y túneles sitiadores y reparar los muros de Ar. Los oficiales de Pa-Kur no fueron empalados sino tratados como simples soldados. Los miembros de la Casta de los Asesinos tuvieron que trabajar como esclavos en las galeras. Extrañamente no pudo encontrarse el cuerpo de Pa-Kur.

Marlenus se sometió al Consejo de las Castas Elevadas de su ciudad. Si bien fue revocada la sentencia de muerte decretada por los Iniciados, fue desterrado de su ciudad por temor a su ambición de poder. Con unos cincuenta hombres leales a él se retiró a la Cordillera Voltai, desde donde puede divisar las lejanas torres de su ciudad. Allí probablemente reine aún hoy, un larl entre los hombres, un rey expulsado, para sus seguidores el Ubar por excelencia.

Las Ciudades Libres de Gor nombraron a Kazrak, mi hermano de espada, Administrador provisional de Ar, una decisión que más tarde fue ratificada por el Consejo Superior.

Cuando Talena y yo regresamos a Ko-ro-ba, se realizó allí una gran fiesta para celebrar nuestra unión como Compañeros Libres. Se declaró un día festivo y la ciudad entera lo celebró. Hasta Torm, el viejo Escriba, me dio la alegría de dejar de lado sus pergaminos para compartir mi felicidad.

Aquel día Talena y yo nos juramos fidelidad eterna. He tratado de cumplir esta promesa y sé que ella también lo ha hecho. Esa noche maravillosa estuvo colmada de flores, antorchas y vino Ka-la-na, y después de las dulces horas del amor nos dormimos tiernamente abrazados.

Habrá sido unas semanas más tarde cuando volví a despertar con una sensación de frío y rigidez en las montañas de New Hampshire, cerca de la meseta donde había aterrizado la aeronave plateada. Vestía la misma ropa de excursión que había llevado en aquella oportunidad; ahora me parecía tosca y estrecha. Los hombres mueren, pero no por el corazón destrozado, porque si eso fuera cierto yo hace tiempo que estaría muerto. Dudé que estuviera en mi sano juicio; tenía el temor de que todo lo ocurrido no fuera más que un sueño terrible. Estaba solo en medio de las montañas, sentado, con la cabeza apoyada en las manos.

Me levanté con el corazón oprimido. Entonces vi, junto a mi bota en el pasto, un pequeño objeto redondo. Caí de rodillas, lo tomé en la mano y las lágrimas rodaron por mi rostro; mi corazón experimentó la alegría más triste que un hombre puede conocer. En mi mano sostenía el anillo de metal rojo, que llevaba el sello de Cabot, el regalo de mi padre. Me corté la mano con el anillo y reí de alegría cuando sentí el dolor y vi la sangre. El anillo era realidad y yo estaba despierto, y existía una Contratierra y una muchacha llamada Talena.

Cuando regresé a la ciudad comprobé que había estado fuera durante siete meses. No me deparó mayores dificultades simular una amnesia y ¿qué otra explicación habría podido dar sobre el tiempo transcurrido? Pasé algunos días bajo observación en un hospital y luego fui dado de alta. Decidí que al menos provisionalmente me mudaría a Nueva York. Mientras tanto, mi puesto en el college había sido ocupado. Además no sentí deseos de regresar; hubiera tenido que explicar demasiado.

Le mandé a mi amigo en el college un cheque en pago por su equipo para acampar que había sido destruido por la carta azul. Tuvo la amabilidad de ocuparse de que enviaran a la nueva dirección mis libros y otros objetos de mi propiedad. Al transferir mi cuenta bancaria, comprobé con sorpresa que habían aumentado considerablemente los fondos de mi Caja de Ahorros. Desde mi regreso de la Contratierra no he tenido pues necesidad de trabajar. He aceptado algún puesto ocasionalmente, pero sólo trabajos que me gustaban y que en cualquier momento podía dejar. Me dediqué a viajar, leo mucho y me mantengo en forma. Hasta he llegado a ingresar en un club de esgrima para mantener alerta mi ojo y fuerte mi brazo. A pesar de que la hoja diminuta, en comparación con la espada goreana, apenas se siente en la mano.

Han pasado seis años desde que regresé de la Contratierra, mientras tanto parece que no envejezco exteriormente. He estado pensando sobre esto y lo he relacionado con la misteriosa carta de mi padre que llevaba fecha del siglo diecisiete. Quizá los sueros de la Casta de los Médicos tienen algo que ver al respecto, no lo sé.

Dos o tres veces al año regreso a las montañas de New Hampshire para contemplar la gran roca chata y pasar una noche allí, y para tratar de divisar, quizás, el disco plateado en el cielo, en el caso de que los Reyes Sacerdotes quieran volver a llamarme a su mundo. Pero si esto ocurre, lo harán conscientes de que yo no estoy dispuesto a ser una simple pieza de su gran juego, ¿Quién o qué son los Reyes Sacerdotes para determinar de tal modo la vida de otros, para dominar un planeta, infundir terror a las ciudades de un mundo, condenar a hombres a la muerte llameante y separar a quienes se aman? No importa cuán tremendo sea su poder, alguien tiene que desafiarlos. Si vuelvo a contemplar alguna vez los verdes campos de Gor, sé que trataré de resolver el enigma de los Reyes Sacerdotes. Me internaré en las Montañas Sardar y me enfrentaré con ellos, quienesquiera que sean.

FIN

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