Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
Dos muchachas tenían que morir esa noche, con el único fin de que yo pudiera huir con la Piedra del Hogar antes de que cundiera la alarma. Sabía que no llevaría a cabo ese plan. Abruptamente cambié de rumbo y conduje mi tarn hacia la reluciente cordillera azul. Sana se quejó, se sacudió y sus manos palparon inseguras la capucha de esclava que cubría su cabeza.
Le ayudé a quitarse el gorro y me sentí encantado cuando su largo cabello rubio, agitado por el viento, rozó mi mejilla. Lo coloqué dentro de la bolsa de mi silla de montar y la contemplé admirado, no sólo por su belleza, sino también por su evidente intrepidez. Cualquier joven normal hubiera tenido motivos para mostrarse asustada: la altura a que nos encontrábamos, el animal salvaje que montaba, y la perspectiva del destino terrible que la esperaba al final de ese vuelo. Pero se trataba de una joven de Thentis, la ciudad rodeada de montañas; allí las muchachas no se asustaban con tanta facilidad.
Sana no se dio la vuelta, sino que observó sus muñecas y las frotó cuidadosamente.
—Me has desatado —dijo—, y me has quitado el gorro. ¿Por qué?
—Pensé que te sentirías más cómoda —respondí.
—Tratas a una esclava con mucha consideración. Te lo agradezco.
—¿Será posible que no sientas miedo? Te lo pregunto pensando en el tarn; seguramente ya habrás montado alguna vez un tarn. Yo sentí mucho miedo al hacerlo por primera vez.
La joven volvió el rostro desconcertada.
—Las mujeres pocas veces pueden montar sobre el lomo de un tarn —dijo—. Pueden hacerlo en una canasta, pero no como un guerrero —de repente se calló—. Dijiste que sentiste miedo —agregó después.
—Y es verdad —reí, y recordé la excitación y el extraño cosquilleo del peligro.
—¿Por qué le dices a una esclava que sentiste miedo?
—Pues, no lo sé —respondí—. Lo que sí sé es que sentí miedo.
Volvió a mirar hacia adelante.
—Yo ya había montado una vez sobre el lomo de un tarn —dijo amargamente—. Encadenada a una silla, rumbo a Ar, donde fui vendida.
Contempló el horizonte y de repente se puso tensa:
—Este no es el camino a Ar —exclamó.
—Ya lo sé —dije.
—¿Qué haces? —se volvió hacia mí y me miró sumamente sorprendida— ¿Adónde vuelas, señor?
La palabra «señor» me confundió, aunque la utilizaba adecuadamente, ya que la muchacha era efectivamente de mi propiedad.
—No me llames «señor» —dije.
—Pero tú eres mi dueño —respondió.
Saqué de mi túnica la llave del collar de Sana. Abrí la cerradura del aro de acero, lo arranqué de su cuello y lo arrojé a las profundidades.
—Eres libre —le dije—. Estamos volando hacia Thentis.
Se puso rígida y sus manos palparon incrédulas el cuello desnudo.
—¿Por qué? —preguntó— ¿Por qué?
¿Cómo habría de responderle? ¿Que yo procedía de otro mundo, y estaba decidido a no aceptar todo lo que en Gor se daba por supuesto, que ella no me había resultado indiferente en su desamparo, que simplemente no podía verla como un instrumento del Consejo, sino sólo como a una muchacha joven, llena de vida, una muchacha que no debía ser sacrificada en un juego político…?
—Tengo mis razones —dije—, pero no sé si las entenderías.
—Mi padre y mis hermanos te recompensarán.
—No —respondí.
—Si así lo deseas tienen que entregarme a ti sin que les pagues nada.
—El vuelo a Thentis es largo —dije.
Sana respondió orgullosa:
—Mi precio de novia correspondería a cien tarns.
Silbé por lo bajo, mi antigua esclava me hubiera costado mucho. Con mi sueldo de guerrero no hubiera podido permitirme semejante lujo.
—Si quieres aterrizar —dijo Sana, que evidentemente deseaba indemnizarme de alguna manera—, yo estoy dispuesta.
—¿Quieres disminuir el valor del regalo que te hago? —pregunté.
Reflexionó un instante y me besó suavemente en los labios.
—No, Tarl de Ko-ro-ba —dijo—, pero tú sabes que siento cariño por ti.
Me di cuenta de que me había hablado como mujer libre, al llamarme por mi nombre. La abracé tratando de protegerla del soplo fresco del viento.
Más tarde la dejé sobre una torre en Thentis, la besé una vez más y aparté sus brazos de mi cuello. Sana lloraba. Hice ascender el tarn y saludé a la pequeña figura que todavía vestía la túnica rayada de esclava. Había levantado su brazo blanco, y sus rubios cabellos ondeaban agitados por el viento que barría el techo de la torre.
Tomé el rumbo de Ar.
Al cruzar el Vosk, aquel poderoso río de unos cuarenta pasang de ancho, que constituye el límite de Ar y desemboca en el Golfo de Tamber, tomé conciencia de que finalmente había llegado al Imperio de Ar. Sana había insistido en darme la cápsula de veneno que el Consejo le había suministrado para su propio uso, pero no quise conservarla y la había tirado. Era una tentación a la que no quería sucumbir. Si la muerte fuera tan fácil, quizás la vida no me importaría tanto, aunque, tal vez, llegara un momento en que me arrepintiera de esa decisión.
Pasaron tres días hasta que llegué a la ciudad de Ar. Poco después de cruzar el Vosk había descendido y había acampado. Desde ese momento sólo viajaba de noche; durante el día soltaba a mi tarn, que podía alimentarse a su gusto.
El primer día descansé a la sombra de una pequeña arboleda, una de las muchas que se encuentran en la región limítrofe de Ar. Dormí, comí de mis raciones, me ejercité con mis armas y traté de mantenerme ágil —a pesar de los esfuerzos que significaban los largos viajes en tarn—. Pero me aburría. Al principio hasta el paisaje resultaba deprimente, ya que los habitantes de Ar habían devastado una zona de unos trescientos pasang para delimitar su imperio; habían talado árboles frutales, cegado pozos de agua y arrojado sal sobre zonas fértiles. Por razones militares, a Ar se la había rodeado de un muro invisible, un cinturón descolorido, que difícilmente podría ser atravesado por peatones.
El segundo día tuve más suerte; acampé en una llanura cubierta de pasto, donde crecían algunos árboles Ka-la-na. Durante la noche había volado por encima de campos de cereales, que brillaban con un color amarillo plateado a la luz de las tres lunas. A lo largo de mi vuelo me orientaba gracias a la aguja reluciente de mi brújula goreana, que siempre señalaba en dirección a las Montañas Sardar, la fortaleza de los Reyes Sacerdotes. A veces también dirigía a mi tarn hacia las estrellas, las mismas estrellas fijas que ya había visto desde otro ángulo en las montañas de New Hampshire.
El tercer día acampé en el bosque pantanoso que limita la ciudad de Ar por el norte. Elegí esa región porque es la menos poblada en las inmediaciones de Ar. Durante la última noche había visto demasiados fuegos en los poblados, y en dos oportunidades había oído los silbatos de tarn de patrullas cercanas, que constaban, cada una de ellas, de tres guerreros. Pensé en la posibilidad de abandonar el proyecto, de expulsarme yo mismo de la sociedad como un desertor. Quería evadirme de ese plan descabellado.
Pero una hora antes de la medianoche del día en que se celebraba la fiesta vegetal de Sa-Tarna, volví a montar en mi tarn, tiré de la primera rienda y me elevé por encima de los árboles frondosos del bosque pantanoso. En el mismo instante escuché el grito ronco de un jefe de patrullas:
—¡Ahí está! ¡Ya lo tenemos!
Habían perseguido a mi tarn mientras volaba en busca de alimentos. A continuación, tres guerreros de Ar se acercaron desde diferentes direcciones. Evidentemente no tenían el propósito de prenderme, porque un instante después del grito un pivote de ballesta pasó por encima de mi cabeza. Antes de que pudiera reponerme, apareció delante de mí una oscura sombra alada y, a la luz de las tres lunas, distinguí a un guerrero sobre un tarn que trataba de alcanzarme con una lanza.
Con seguridad hubiera dado en el blanco, si en ese instante mi tarn no se hubiera apartado bruscamente hacia la izquierda; al hacerlo faltó poco para que chocara con otro, con su jinete a cuestas. Éste disparó un pivote de ballesta, que golpeó ruidosamente la bolsa de mi silla de montar. El tercer guerrero se acercó por detrás. Me di la vuelta, alcé el aguijón de tarn, sujeto alrededor de mi muñeca y traté de defenderme contra la espada. Espada y aguijón entrechocaron con estrépito, y una lluvia de chispas amarillas voló en todas direcciones. De alguna manera, sin darme cuenta, había conectado el instrumento. Mi tarn y el del agresor retrocedieron instintivamente ante la descarga y, sin proponérmelo, pude contar con un breve respiro.
Con rapidez saqué mi arco del lazo, preparé una flecha e hice girar repentinamente a mi tarn. El primero de mis perseguidores no había contado, tal vez, con esta maniobra, sino que se había preparado para darme caza. Cuando pasé a su lado, vi sus ojos desencajados a través de la «Y» de su casco, ya que debía reconocer que a tan corta distancia era imposible que yo errara el blanco. Vi cómo de repente se puso rígido sobre la silla y pude divisar a su tarn que se alejaba, emitiendo chillidos.
Ahora los otros dos hombres de la patrulla esperaban una oportunidad para el ataque. Se acercaron montados sobre sus tarns, a unos cinco metros de distancia uno del otro, y trataron de meterme dentro de una especie de pinza. Se proponían levantarle las alas al mío y aprovechar el momento en que yo me encontrara completamente desvalido.
No me quedaba tiempo para reflexionar, pero al instante advertí que blandía la espada y había colocado el aguijón de tarn en el cinturón. Cuando chocamos en el aire, tiré violentamente de la primera rienda y puse en juego las garras reforzadas de acero de mi tarn de combate. Y hasta el día de hoy les estoy agradecido a los criadores de tarns de Ko-ro-ba por el cuidadoso entrenamiento a que sometieron a mi magnífica ave. Quizá también debería alabar el espíritu de lucha de mi gigante alado, a quien Tarl el Viejo había llamado el tarn entre los tarns. El pico y las garras se movieron bruscamente hacia adelante y con un chillido ensordecedor, mi tarn se arrojó sobre las otras dos aves.
Mi espada chocó con la del guerrero que se hallaba más próximo; la lucha no duraría más que unos pocos segundos. De repente, advertí que uno de los tarns enemigos comenzaba a desplomarse, mientras batía violentamente las alas. El otro guerrero hizo girar a su animal, como si pretendiera volver a atacarme, pero en ese instante debió de haberse dado cuenta de que ahora su deber consistía en llamar a rebato. Irrumpió en un grito rabioso, giró y se alejó velozmente en dirección a las luces de la ciudad.
El guerrero estaba seguro de que no lo alcanzaría, pero yo conocía a mi tarn. Le aflojé las riendas y lo aguijoneé. Cuando nos acercarnos al guerrero en fuga, preparé una segunda flecha. Como no me proponía matarlo, apunté al ala de su tarn, el cual se volvió y comenzó a ocuparse de su ala herida. El guerrero ya no lograba mantener a su ave bajo control, y vi cómo el tarn iba cayendo lentamente, en torpes movimientos giratorios.
Volví a tirar de la primera rienda y cuando ya habíamos alcanzado una altura adecuada, tomamos nuevamente el rumbo de Ar. Quería volar por encima de las patrullas comunes. Al acercarme a la ciudad, me incliné sobre el cuello del ave, con la esperanza de que lo tomaran por un tarn salvaje que volara a gran altura por encima de la ciudad.
La ciudad de Ar debía constar de más de cien mil cilindros adornados con luces por la fiesta vegetal. No puse en duda el hecho de que Ar fuera la ciudad más grande de todo el planeta, al menos de lo que se conocía de Gor. Era grandiosa y bella, un digno marco para la joya del imperio —una joya que se había convertido en la tentación del Ubar, el victorioso Marlenus—. Y en algún lugar allí abajo, en medio de una impresionante claridad, se encontraba una piedra insignificante, la Piedra del Hogar de esa gran ciudad, y yo debía apoderarme de ella.
No me costó mucho reconocer el cilindro más grande de Ar: la morada del Ubar Marlenus. Al acercarme a la ciudad, vi como reinaba una gran animación sobre todos los puentes; muchos de los que festejaban el acontecimiento ya estarían quizás embriagados bajo los efectos del Paga. Entre los diferentes cilindros volaban tarnsmanes y, por lo que parecía, gozaban de ciertas libertades que les otorgaba la fiesta: hacían carreras entre ellos, organizaban luchas simuladas, avanzaban atacando sobre los puentes y sólo hacían ascender a sus animales unos centímetros por encima de las cabezas de los asustados transeúntes.
Audazmente hice descender a mi tarn, lo conduje para que volara entre los cilindros, uno más entre los numerosos tarnsmanes de la ciudad. Dejé que mi animal se posara sobre una de las varas de acero destinadas a los tarns que de tanto en tanto sobresalían por encima de los cilindros. El enorme animal abría y cerraba las alas con cuidado, y sus garras, fortalecidas por el acero, arañaban la vara. Por último, logró establecer el equilibrio, plegó sus alas y permaneció quieto, inmóvil, a excepción de los movimientos de alerta de su gran cabeza y el centelleo de sus ojos malignos que contemplaban al gentío que circulaba por los puentes cercanos.
Mi corazón comenzó a latir violentamente y pensé que aún estaba a tiempo de huir. De repente un guerrero borracho, sin casco pasó volando a mi lado y quiso también posarse en mi vara; era un tarnsman salvaje, de bajo rango, con ganas de luchar. Hubiera sido imposible dejarle la vara, ya que enseguida habría despertado sospechas. En Gor existe una única respuesta honrosa a un desafío. Aceptarla de inmediato.
—¡Que los Reyes Sacerdotes dispersen tus huesos —le grité y agregué—: ¡Y tú, ve a alimentarte de los excrementos del tharlarión!
Mi segunda observación, que se refería a las tan odiadas cabalgaduras de los clanes inferiores, pareció causarle mucha gracia.
—¡Que tu tamo pierda sus plumas! —tronó.
Se golpeó los muslos y aterrizó con su tarn sobre mi vara. Luego se inclinó en mi dirección y me arrojó una bolsa de cuero con Paga. Bebí y, despectivamente, se la devolví. Instantes después el guerrero volvió a emprender el vuelo entonando desafinadamente una canción.
Lo mismo que la mayoría de las brújulas de Gor, también la mía contenía un cronómetro. Le di la vuelta al aparato, presioné la palanca con la que se abría la tapa posterior y eché un vistazo a la aguja. ¡Eran las veinte horas y dos minutos! Olvidé todo pensamiento de deserción. Bruscamente, puse en movimiento a mi tarn y lo guié en dirección a la torre del Ubar.