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Authors: John Norman

El guerrero de Gor (10 page)

BOOK: El guerrero de Gor
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La tomé del brazo, pero ella retrocedió.

—Como me he sometido —dijo—, debo ir detrás de ti.

—No digas tonterías —repliqué—. Ven, camina a mi lado.

Pero ella bajó la cabeza tímidamente. —Eso no está permitido.

—Como quieras —dije riendo, y me puse en movimiento. Ella me siguió apocada, o así me lo pareció al menos.

Ya casi habíamos llegado hasta los árboles de Ka-la-na cuando percibí un leve crujido de brocado detrás de mí. Me di la vuelta ¡justo a tiempo! Con un brusco movimiento logré asir su mano que empuñaba un largo y fino puñal. Gritó enfurecida cuando le quité el arma.

—¡Animal! —aullé rabioso— ¡Eres un animal sucio, maloliente, desagradecido!

Sentí la tentación de traspasarle el pecho con el puñal. Furioso, lo coloqué finalmente en el cinto.

—Te has sometido —dije.

A pesar de que yo la sostenía firmemente y de que esto debía dolerle, la hija de Marlenus se irguió delante de mí y dijo con arrogancia:

—¡Eres un tharlarión! ¿Acaso crees que la hija del Ubar de todo Gor se sometería a alguien como tú?

Cruelmente la empujé hasta ver arrodillada a esa muchacha sucia y orgullosa.

—Pues tú te has sometido —repliqué.

Me maldijo y en sus verdes ojos brilló el odio. —¿Es así como tratas a la hija de un Ubar? —gritó.

—¡Yo te mostraré cómo trato a la mujer más traicionera de todo Gor! —exclamé—, y la solté. Con ambas manos arranqué el velo de su rostro, la así por el pelo y la arrastré detrás de mí, como si fuera una vulgar muchacha de las tabernas o una prostituta de campamento, hasta la sombra de los árboles de Ka-la-na. Una espléndida cascada de cabellos negros enmarcó su rostro, oscura como las alas de mi tarn. Una maravillosa piel color oliva bordeaba los ojos verdes; su rostro resplandecía con una belleza que me quitaba el aliento. Sólo su boca estaba desfigurada por la rabia.

—Me alegra —dije— ver el rostro de mi enemigo.

La dejé caer sobre la hierba, e increíblemente toda mi rabia se esfumó. Enfurecido, la había arrastrado hasta la sombra de los árboles; de acuerdo con todas las normas de este mundo me pertenecía. Y sin embargo la vi nuevamente como a una joven, una beldad de quien no se debía abusar.

—Naturalmente entenderás —le dije— que ya no puedo confiar en ti.

—Por supuesto que no —dijo—. Yo soy tu enemigo. Y no temo a la muerte.

—Desvístete —ordené.

—¡No! —gritó, y retrocedió. Se arrodilló delante de mí, colocando su cabeza sobre mis pies—. La hija de un Ubar te pide de todo corazón: atraviésame con tu espada. ¡Pronto!

Reí estrepitosamente. La hija del Ubar tenía miedo de que yo la violara, yo, un soldado común. Pero tuve que confesarme, avergonzado, que hacía un instante había pensado en eso, cuando la arrastraba hacia los árboles, pero el encanto de su belleza me había disuadido de humillarla. Me avergoncé y decidí que no habría de ocurrirle ningún daño a esa muchacha, aunque era maligna y traicionera como un tharlarión.

—No te violaré —dije—. Tampoco he de matarte.

Alzó la cabeza y me examinó sorprendida. A continuación se levantó y me miró despectivamente.

—Si fueras un guerrero auténtico, ya me hubieras tomado sobre el lomo de tu tarn, en medio de las nubes, y hubieras arrojado mis ropas a las calles de Ar, para mostrarle a mi gente qué había sido de la hija de su Ubar.

Por lo visto creía que yo tenía miedo de dañarla y que como hija de un Ubar se encontraba por encima de los peligros de un cautiverio.

—Desvístete —repetí—. Tengo que ver si llevas más armas.

—Ningún hombre puede ver a la hija del Ubar desnuda— respondió.

—Desvístete ahora mismo —le dije— o me encargaré de hacerlo yo.

Furiosa, comenzó a desabrocharse sus pesadas vestiduras.

Apenas había comenzado a hacerlo cuando sus ojos, de repente, brillaron triunfantes y dejó escapar un grito de alegría.

—¡No te muevas! —dijo una voz detrás de mí—. Tienes una ballesta a tus espaldas.

—Bien hecho, hombres de Ar —exclamó la hija del Ubar.

Me volví lentamente con las manos extendidas y me vi frente a dos soldados de infantería de Ar. Uno de ellos era un oficial; el otro, un soldado raso, que me apuntaba con su ballesta. A tan corta distancia difícilmente podía errarme.

El oficial, un hombre grande, cuyo casco mostraba señales de lucha, se acercó precavidamente con la espada desenvainada y me desarmó. Sonrió al contemplar la marca sobre el puño de la daga. Puso el arma en su cinturón y me colocó unas esposas. Después se dirigió a la joven:

—¿Tú eres Talena, la hija de Marlenus? —preguntó, y golpeó el puño de la daga.

—¿No ves acaso que llevo las vestiduras de la hija del Ubar? —dijo la muchacha—, sin reparar mayormente en el oficial. Se colocó delante de mí, me dirigió una mirada triunfante. Me escupió en la cara y me golpeó con todas sus fuerzas. Mis mejillas ardían.

—¿Eres Talena? —volvió a preguntar el oficial.

—Sí, soy Talena, héroes de Ar —respondió la joven con orgullo y se volvió hacia ellos—. Soy Talena, la hija de Marlenus, Ubar de todo Gor.

—Pues bien —dijo el oficial dirigiéndose a su subordinado—, desvístela y encadénala como esclava.

8. CONSIGO COMPAÑÍA

Salté hacia adelante, pero me detuvo la espada del oficial. El soldado raso dejó de lado su ballesta y se acercó a Talena, que lo miraba con espanto. El hombre comenzó a romper los lazos bordados; metódicamente rasgó sus vestiduras, las abrió, y las hizo caer al suelo por encima de sus hombros. Poco después se encontraba desnuda delante de nosotros, su ropa reducida a un sucio montón apilado a sus pies. Su cuerpo, parcialmente manchado de barro, era de una belleza extraordinaria.

—¿Por qué hacéis esto? —pregunté.

—Marlenus ha huido —dijo el oficial—. En la ciudad reina el caos. Los Iniciados han tomado el poder y han ordenado que Marlenus y todos los miembros de su familia sean empalados públicamente sobre los muros de Ar.

La muchacha dejó escapar un grito dé terror.

El oficial continuó

—Marlenus perdió la Piedra del Hogar, la Piedra que le traía suerte a Ar. Él, por su parte, huyó con cincuenta tarnsmanes y gran parte del tesoro de la ciudad. En las calles se libran batallas entre los grupos que pretenden asumir el poder en Ar. Los saqueos y pillajes están a la orden del día. La ciudad se encuentra bajo la ley marcial.

La joven alzó los brazos sin ofrecer resistencia, y el soldado los sujetó con la cadena de los esclavos: dos livianos aros de oro, adornados con piedras azules, que casi parecían joyas. Talena parecía haber enmudecido. En el lapso de unos pocos segundos su mundo se había derrumbado. De repente se había convertido en la hija condenada de un delincuente bajo cuyo mandato había sido robada la Piedra del Hogar. Lo mismo que todos los demás miembros de la familia, se hallaba ahora expuesta a la venganza de los súbditos exacerbados.

—Yo soy el hombre que robó la Piedra del Hogar —dije.

El oficial me propinó un golpe con su espada:

—Ya lo habíamos sospechado al encontrarte en esta compañía —rió por lo bajo—. No te preocupes, que a pesar de que en Ar a más de uno le alegre tu hazaña, tu muerte no será ni rápida ni agradable.

—Dejad a la joven en libertad —dije—, es inocente. Ha hecho todo lo posible para salvar la Piedra del Hogar de vuestra ciudad.

Talena parecía desconcertada al ver que yo salía en su defensa.

—Los Iniciados han dado a conocer su veredicto —dijo el oficial—. Han decidido que se les ofrezca un sacrificio a los Reyes Sacerdotes a fin de que se compadezcan de nosotros y recuperemos la Piedra.

En ese momento desprecié a los Iniciados de Ar, que al igual que otros de su misma casta en todo Gor estaban dispuestos a apoderarse del poder político, al que supuestamente habían renunciado por su vocación. El propósito real detrás de los «sacrificios a los Reyes Sacerdotes» consistía probablemente en liberarse de otros competidores al trono de Ar y fortalecer su propia posición política.

El oficial frunció el ceño:

—¿Dónde está la Piedra del Hogar?

—No lo sé.

Me colocó la espada en el cuello.

En ese instante la hija del Ubar dijo para mi sorpresa:

—Dice la verdad. La Piedra del Hogar estaba en el bolso de la silla de montar de su tarn. El tarn se escapó y la Piedra ha desaparecido.

El oficial maldecía en voz baja.

—Llevadme a Ar —dijo Talena—. Estoy preparada.

Salió del círculo formado por su ropa y se detuvo, orgullosa, entre los árboles. El viento jugaba con sus largos cabellos negros.

El oficial la examinó de pies a cabeza y sus ojos brillaron. Sin mirar al soldado le dio la orden de encadenarme. Luego envainó su espada, sin quitarle los ojos de encima a Talena. —A la muchacha la encadeno yo mismo —dijo—. Sacó una cadena de su bolso y se acercó la joven.

—La cadena no será necesaria —replicó Talena con orgullo.

—Eso lo decidiré yo —repuso el oficial, y rió mientras sujetaba el metal al cuello de la joven. Juguetonamente tironeó de él—, Nunca hubiera soñado tener alguna vez encadenada a la hija de Marlenus.

—¡Eres un monstruo! —chilló ella.

—Veo que aún tengo que enseñarte el respeto que me debes —dijo el oficial. Colocó su mano entre el cuello y la cadena, y atrajo a Talena hacia sí. Con un ademán salvaje se arrojó de repente sobre ella, y la muchacha, de espaldas sobre el pasto, dejó escapar un grito. El soldado contemplaba la escena: seguramente esperaba que también a él le llegaría su turno. Levanté mis pesadas esposas metálicas y le asesté con ellas un golpe en la sien. Sin emitir un quejido cayó al suelo.

El oficial se incorporó. Gruñó enfurecido y trató de sacar su espada. No había aún terminado de desenvainarla cuando lo ataqué. Mis manos encadenadas se cerraron alrededor de su cuello. Se defendía desesperadamente y trató de apartar mis dedos; la espada se deslizó fuera de la vaina. Pero no aflojé. Entonces sacó de su cinturón la daga de Talena; esposado como estaba, seguramente no habría podido evitar el golpe mortal.

De repente se contrajo espasmódicamente y vi un muñón sangriento en lugar de su mano: Talena había empuñado su espada y le había cortado la mano que sostenía la daga. Solté al oficial. Se retorció en el pasto y poco después estaba muerto. Talena, desnuda, seguía sosteniendo la espada sangrienta en sus manos, y sus ojos reflejaban el horror por lo que había ocurrido.

—Suelta la espada —ordené bruscamente, preocupado de que pudiera ocurrírsele atacarme también a mí. La joven obedeció, cayó de rodillas y ocultó el rostro entre las manos. Por lo visto la hija del Ubar no era tan inhumana como yo había supuesto.

Tomé la espada, me acerqué al otro soldado, y me pregunté si lo mataría, en caso de que aún estuviera vivo. Quizá le hubiera perdonado la vida, no lo sé; de todos modos no fue necesario tomar una decisión. Yacía inmóvil en el pasto: las pesadas esposas le habían partido el cráneo.

Registré el bolso del oficial y encontré la llave de mis esposas. Me costaba trabajo colocarla en la abertura indicada.

—Deja que yo lo haga —dijo Talena, cogió la llave y abrió la cerradura. Tiré al suelo las cadenas y me froté las muñecas.

—Por favor —dijo Talena, que se hallaba de pie junto a mí, abatida, las manos atadas por las coloridas esposas destinadas a los esclavos.

—Por supuesto —dije—. Lo siento.

Seguí buscando en el bolso y finalmente encontré la diminuta llave de las cadenas de los esclavos. La puse en libertad.

A continuación me dediqué a examinar minuciosamente el bolso y las armas.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Talena.

—Quiero coger lo que pueda sernos útil —dije—, y clasifiqué el contenido de los bolsos. Los objetos más importantes eran una brújula-cronómetro, algunas raciones de víveres, dos botellas de agua, las cuerdas del arco, cordones y aceite para el funcionamiento de una ballesta. Decidí llevar conmigo mi propia espada y la ballesta del soldado. La aljaba contenía unos diez proyectiles. Ninguno de los dos soldados había llevado consigo lanza o escudo. Finalmente conduje ambos cuerpos hasta el pantano y los arrojé al agua sucia.

Cuando regresé al claro del bosque, encontré a Talena sentada en el pasto. Me sorprendió ver que aún no había vuelto a vestirse. Tenía apoyado el mentón sobre sus rodillas y cuando me vio, preguntó en forma bastante sumisa:

—¿Puedo volver a vestirme?

—Por supuesto que sí.

Sonrió:

—Como ves, no llevo armas.

—Te subestimas —dije.

Pareció sentirse halagada. De entre sus sucias vestiduras eligió un trozo de viso, de seda azul, que dejaba los hombros libres; se lo puso y lo ató con un cinturón de seda del velo. No cogió nada más. Con sorpresa advertí que parecía no preocuparse ya por su aspecto, sino auténticamente aliviada de haberse despojado de las incómodas vestiduras de la hija del Ubar. La prenda, que naturalmente estaba calculada para ser llevada con sus zapatos enormes, le cubría los pies. A su pedido, corté la tela hasta dejarla a algunos centímetros por encima de sus tobillos.

—Gracias —dijo.

Le sonreí. Parecía tratarse de una Talena completamente nueva. Dio una vuelta por el claro del bosque. Era evidente que se sentía muy a gusto con su nuevo atuendo; giró varias veces sobre sí misma y pareció alegrarse de la libertad de movimientos que acababa de conquistar.

Recogí algunas frutas de Ka-la-na y abrí dos raciones de víveres. Talena se sentó junto a mí en el pasto y compartimos la comida.

—Me da pena que le haya pasado esto a tu padre —dije.

—Era el Ubar de todos los Ubares —dijo y titubeó un instante—. La vida de un Ubar siempre está llena de peligros —contempló el pasto pensativamente—. Tenía que saber que un día algo de esto pasaría.

—¿Acaso nunca habló contigo sobre el tema? —pregunté.

Echó la cabeza hacia atrás y rió:

—¿Es que no eres goreano? Sólo he visto a mi padre en las fiestas públicas. Las hijas de las castas elevadas se crían en Ar en los Jardines Elevados como flores, hasta que algún pretendiente de alto linaje, preferentemente un Ubar o un Administrador, pague por la novia el precio fijado por los padres.

—¿Quieres decirme que no conociste a tu padre? —pregunté.

—¿Acaso es diferente en tu ciudad, guerrero?

—Sí —dije recordando que en Ko-ro-ba se tenía todavía en alta estima a la familia. Pero me pregunté si acaso esta idea podía deberse a la influencia de mi padre, cuya actitud terrestre en ocasiones entraba en conflicto con las rudas costumbres de Gor.

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