Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
Esta suposición de mi padre me parecía fundamentada. ¿Acaso la tecnología del sobre, la desconexión de mi brújula y la extraña aeronave no parecían confirmar que aquí actuaban seres con poderes extraordinarios?
—Los Reyes Sacerdotes —me dijo— tienen su Lugar Sagrado en las Montañas Sardar, un desierto en el que nadie puede internarse. Para la gran mayoría, el Lugar Sagrado es tabú. Hasta ahora nadie ha regresado de esas montañas.
Mi padre parecía mirar al vacío.
—Ha habido casos de idealistas y rebeldes que hallaron la muerte en las pendientes heladas de los Montes. Si uno desea aproximarse debe ir a pie, pues nuestros animales no se atreven a acercarse al lugar. Miembros de los cuerpos de algunas personas que habían buscado refugio allí se encontraron en las llanuras, como pedazos de carne arrojados para alimento de los animales de rapiña desde una distancia inconcebible.
Mi mano agarró el jarro con cierta vehemencia.
—A veces —prosiguió—, algún anciano se pone en camino hacia las Montañas para encontrar allí el secreto de la inmortalidad. Pero nadie ha regresado jamás. Algunos afirman que llegan a ser Reyes Sacerdotes, pero yo más bien creo que querer averiguar su misterio significa una muerte segura.
A continuación, mi padre me explicó las leyendas que circulaban acerca de los Reyes Sacerdotes, y me enteré que, al menos en un aspecto, eran los verdaderos dioses del planeta, ya que podían aniquilar o controlar todo lo que deseaban. Según rezaba la opinión general no se les escapaba nada de lo que ocurría en el planeta, pero si esto era cierto apenas parecían percatarse de ello, como pude enterarme después. Según decían, tendían hacia la santidad y en su recogimiento íntimo no se podían ocupar de las nimiedades del mundo exterior. Esta suposición, por cierto, no me parecía estar de acuerdo con el terrible destino que aguardaba a todos aquellos que escalaban las Montañas Sardar. Me costaba imaginar a un santo espiritualizado que sale un momento de su estado contemplativo para despedazar a un intruso y dispersar sus restos sobre la llanura.
—Existe, sin embargo, un área —dijo mi padre— por la cual los Reyes Sacerdotes muestran sumo interés: la tecnología. Ellos limitan, mediante intervenciones activas, nuestro desarrollo en esta área. Resulta increíble, pero las armas más poderosas que nos permiten utilizar a nosotros, los cismontanos, que vivimos a la sombra de las Montañas, son la lanza y la ballesta. Aparte de esto no existen medios mecánicos de transporte o de comunicación o dispositivos de detección, como por ejemplo el radar, sin los cuales resulta imposible imaginar la vida militar en la Tierra.
»Por otra parte, nosotros los mortales, los cismontanos, hemos evolucionado mucho en cuanto a áreas como iluminación, construcción de ciudades, agricultura y medicina —me miró divertido—. Seguramente te habrás interrogado por qué esas numerosas lagunas en nuestra tecnología no fueron llenadas pasando por alto a los Reyes Sacerdotes. Sería extraño que no hubiera mentes en este mundo capaces de inventar algo así como un fusil o un tanque.
—Yo pienso lo mismo —dije.
—Y así es —agregó mi padre con enojo—. De tiempo en tiempo ocurre algo por el estilo, pero los inventores siempre son aniquilados poco después. Mueren devorados por las llamas.
—¿Cómo el sobre de metal azul?
—Sí —dijo—. Quien posee un arma prohibida debe morir devorado por las llamas. A veces, algunos hombres valientes llegan a poseer material bélico y eluden la Muerte Llameante, quizá durante un año. Pero más tarde o más temprano se los descubre.
—¿Y cómo explicar entonces la existencia de la nave que me trajo hasta aquí? ¡Es un ejemplo magnífico de vuestra tecnología!
—No de nuestra tecnología, sino de la de los Reyes Sacerdotes —dijo—. No creo que la tripulación de la nave contara con hombres procedentes de las sombras de las Montañas, a cismontanos.
—¿La tripulación estaría constituida por Reyes Sacerdotes? —pregunté.
—Sinceramente creo que la nave de las Montañas Sardar se hallaba pilotada a distancia, de la misma manera, según dicen, que todos los viajes de adquisición.
—¿Adquisición?
—Sí —dijo mi padre—. Hace mucho yo realicé el mismo viaje extraño que realizaste tú. Igual que muchos otros.
—Pero ¿con qué fin, con qué propósito? —pregunté.
—Cada uno, quizá, por un motivo diferente, con diversos fines —dijo.
Mi padre me relató entonces que, según referencias de los Iniciados, que se consideraban intermediarios entre los Reyes Sacerdotes y los hombres, el planeta Gor había sido alguna vez el satélite de un sol lejano. La ciencia de los Reyes Sacerdotes lo habría desplazado repetidas veces y habría encontrado para él una y otra vez nuevas estrellas. Consideré poco probable esta historia, y no en última instancia por las enormes distancias. Si era cierto que el planeta había sido movido alguna vez —y yo sabía que esto era empíricamente posible— debió de ocurrir desde una estrella que se encontrara muy próxima. Quizá Gor había sido alguna vez un satélite de Alfa Centauro aunque también en este caso las distancias eran casi insuperables.
Existía otra posibilidad, que le comuniqué a mi padre: quizás el planeta siempre había sido parte de nuestro sistema, claro que sin haber sido descubierto. Esto parecía probable si se tenían en cuenta los estudios astronómicos realizados durante milenios desde el hombre de Neandertal hasta los brillantes investigadores de Monte Wilson y Monte Palomar. Asombrado advertí que mi padre admitía sin más esta hipótesis absurda.
—Esa —dijo vivazmente— es la teoría del escudo solar. Es por esta razón que también imagino a menudo al planeta como la Contratierra, no sólo porque se asemeja tanto a nuestro planeta de origen, sino porque se encuentra exactamente opuesto a la Tierra en su órbita. Tiene la misma órbita de revolución y mantiene siempre el fuego central entre sí y su hermana planetaria la Tierra, a pesar de que esto requiera de tiempo en tiempo una variación en la velocidad de revoluciones.
—Pero es imposible que no lo descubran —objeté—. No se puede esconder sin más un planeta del tamaño de la Tierra. ¡Es imposible!
—Subestimas a los Reyes Sacerdotes y su ciencia —dijo mi padre sonriendo—. Todo poder capaz de mover un planeta, y yo creo que los Reyes Sacerdotes lo tienen, también puede influir en la velocidad general de revolución de este cuerpo celeste, a fin de que el Sol nos sirva constantemente de escudo protector. Estoy convencido que los Reyes Sacerdotes pueden neutralizar la fuerza de gravitación, por lo menos en una zona limitada, y creo que efectivamente lo hacen. Por ejemplo, ciertos indicios físicos, que hacen pensar en la existencia de un planeta —como rayos luminosos y ondas sonoras— pueden ser desviados, quizás por una deformación de la fuerza de gravitación del universo en la proximidad del planeta, por lo cual las ondas luminosas y sonoras se dispersan, se desvían o son reflejadas; y, de este modo, no delatarían la presencia de ese mundo. De la misma manera pueden manejarse satélites de exploración —agregó mi padre—. Naturalmente sólo cito aquí algunas hipótesis, pues lo que hacen realmente los Reyes Sacerdotes, y cómo lo hacen, sólo ellos lo saben.
Vacié mi jarro.
—Efectivamente existen indicios acerca de la existencia de la Contratierra —dijo mi padre—. Determinadas señales naturales en el campo de radiaciones del espectro.
Mi sorpresa era evidente.
—Sí —agregó—, pero como la suposición de que pudiera existir otro mundo no es digna de crédito, estas referencias han sido interpretadas en conformidad con otras teorías, a veces se prefirió suponer imperfecciones en los instrumentos antes que admitir la presencia de otro mundo en nuestro sistema solar. Y es que es más fácil creer sólo lo que se quiere creer.
Mi padre no tenía nada más que decirme. Se levantó, me tomó por los hombros, me retuvo durante un instante y sonrió. A continuación el sector de la pared se desplazó silenciosamente hacia un costado y mi padre abandonó la habitación. No había dicho nada acerca de la misión que me esperaba aquí. La razón por la cual yo había venido a la Contratierra era algo acerca de lo que todavía no deseaba conversar conmigo, y tampoco me explicó el secreto relativamente poco importante de la extraña carta. Lo que más me dolía era que no había hablado nada acerca de sí mismo. Sentía un deseo imperioso de conocer más de cerca este amable extraño que era mi padre.
Mi informe sólo contiene datos que conozco como reales por propia experiencia, pero no me sentiré ofendido si usted, estimado lector, se muestra incrédulo. Con las pocas pruebas que puedo ofrecerle es casi su deber poner en duda mi relato o al menos suspender su juicio al respecto. Efectivamente, la probabilidad de que este informe sea tomado en serio es tan lejana que los Reyes Sacerdotes de las Montañas Sardar evidentemente nada tienen que objetarle a su redacción. Me alegro de que así sea, pues siento una necesidad urgente de contar mi historia; no puedo dejar de hacerlo.
Quizá los Reyes Sacerdotes sean también lo bastante humanos como para ser vanidosos, si es que realmente se trata de seres humanos, pues jamás han sido vistos por nadie. Quizá sean lo suficientemente vanidosos como para desear que usted, lector, se entere de su existencia, si bien sólo de una manera tal que le imposibilite tomar en serio mi relato. Quizás en el Lugar Sagrado exista el humor o la ironía. Pues aun si me creyera ¿qué podría hacer usted? Nada. Usted, con su tecnología primitiva de la que se siente tan orgulloso, por lo menos durante mil años no podría hacer nada; y para entonces, si los Reyes Sacerdotes así lo desearan, este planeta ya habría encontrado desde tiempo atrás un nuevo Sol y nuevos pueblos para sus verdes prados.
—¡Eh! —exclamó Torm, un miembro bastante poco típico de la Casta de los Escribas, y se cubrió la cabeza con su túnica como si ya no soportara verme— ¡Sí! —exclamó y dejó entrever un mechón de cabello rubio entre los pliegues de la tela—. Sí, me lo he merecido. ¿Por qué, yo, un idiota, siempre tendré que vérmelas con idiotas? ¿Acaso no tengo otras cosas más importantes que hacer? ¿Acaso no aguardan aquí mil rollos escritos el momento de ser descifrados?
—No me lo preguntes a mí —dije.
—¡Pues mira! —exclamó desesperado, e hizo un gesto de desconsuelo. En todo Gor no había visto una habitación tan desordenada. La ancha mesa de madera estaba cubierta de papeles y tinteros; el suelo, hasta el último centímetro cuadrado, estaba lleno de rollos, y otros, cientos quizá, se hallaban apilados sobre estantes. Una de las ventanas había sido agrandada violentamente, y yo me imaginaba a Torm con un martillo, golpeando iracundo la pared para obtener más luz para su trabajo. Debajo de la mesa había un brasero con carbones ardientes que le calentaban los pies, peligrosamente cerca de sus rollos eruditos, que cubrían el suelo.
Torm era de complexión endeble y solía recordarme a un pájaro enojado, cuya ocupación preferida consistiera en insultar a las ardillas. Los goreanos a quienes había llegado a conocer hasta ahora, se vestían siempre con pulcritud, pero Torm evidentemente tenía otras cosas más importantes que hacer. Entre ellas se contaba también, en apariencia, instruir a seres que, como yo, no tenían idea de nada.
A pesar de su excentricidad, me sentía atraído hacia este hombre. Percibía en él algo que despertaba mi admiración: un espíritu inteligente y amable, sentido del humor y amor por el estudio, uno de los sentimientos más profundos y sinceros que pueden existir. Este amor por sus rollos y por los hombres que los habían escrito hacía siglos era lo que en realidad más me impresionaba. Podría parecer increíble, pero para mí era el hombre más docto en la ciudad de los cilindros.
Torm, irritado, se abrió paso entre uno de los enormes montones de papel, tomó finalmente, apoyándose sobre sus manos y rodillas, un rollo pequeño y delgado y lo colocó en el dispositivo para la lectura, un marco metálico con rollos de ambos lados.
—¡Al-Ka! —exclamó, al tiempo que señalaba un signo con un dedo largo e imperioso—. Al-ka.
—Al-Ka —repetí.
Nos miramos y comenzamos a reímos. Una lágrima de alegría le rodó a Torm por la nariz. Sus ojos, de un azul claro, centelleaban.
Y así empecé a aprender el alfabeto goreano.
Las semanas siguientes me depararon bastante trabajo, sólo interrumpidas por pausas para el descanso cuidadosamente calculadas. En un primer momento, mis maestros fueron mi padre y Torm, pero cuando empecé a familiarizarme con el idioma, se sumaron varios otros que me impartían enseñanzas sobre diversos temas. Torm, en realidad, sólo había aprendido el inglés como práctica y diversión, ya que no se hablaba en ninguna parte del planeta; evidentemente le gustaba expresar sus pensamientos en un idioma totalmente extraño.
Mi formación abarcaba, junto al saber intelectual, el conocimiento de las armas y el uso de otros numerosos instrumentos, tan familiares a los goreanos como entre nosotros son las calculadoras y las balanzas.
Uno de los aparatos más interesantes era el traductor, que se podía adaptar a diferentes idiomas. A pesar de que en Gor parecía existir un idioma principal conocido por todos, que tenía varios dialectos y lenguas secundarias, existían algunos idiomas que para mí no sonaban en absoluto como tales; me parecían más bien gritos de aves y animales de rapiña. El traductor me resultó, pues, muy útil.
Fue una grata sorpresa que mi padre hubiera adaptado uno de esos aparatos al idioma inglés: circunstancia muy favorable para mi estudio de idiomas. Para alivio de Torm yo también podía arreglármelas solo con el aparato, que además era una maravilla por sus reducidas dimensiones. Del tamaño aproximado al de una máquina de escribir portátil, podía ser adaptado a cuatro idiomas no goreanos. Naturalmente, las traducciones resultan muy literales y el vocabulario está limitado a unas veinticinco mil equivalencias para cada idioma. Por esta razón la máquina no era muy apropiada para una comunicación fluida.
Torm me había explicado escuetamente:
—Debes ocuparte de la historia y leyendas de Gor, de su geografía y economía, de sus estructuras sociales y costumbres, como puede ser el sistema de castas y los grupos de clanes, el derecho a colocar la Piedra del Hogar, el Lugar Sagrado, el derecho militar, etcétera.
Y yo me iba familiarizando con todo esto. De vez en cuando, Torm prorrumpía en un grito de espanto cuando yo cometía algún error, y entonces se armaba de un gran rollo de papel —con las obras de un autor con el que no simpatizaba— y me propinaba un golpe en la cabeza. Del modo que fuera, estaba decidido a que su instrucción diese frutos.