El harén de la Sublime Puerta (10 page)

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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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«-¿Has visto a mi sobrino Osmán en algún sitio? ¡No logro encontrarlo!

»Yo estaba en uno de esos días de mal humor, que tienen el efecto de hacerme imprudente. Le respondí:

»-Mi Padisha, Osmán, Dios le bendiga, no está ya con nosotros. Mi única esperanza es que esté en el paraíso, después de los terribles crímenes que cometió. ¿Por qué queréis tenerlo aquí? ¿Es que no os ha hecho sufrir bastante?

«Estoy seguro de que no esperaba una respuesta así. Sus ojos dejaron de moverse de un lado a otro y se concentraron en mí; y por unos instantes discerní una gran inteligencia en ellos. Es más: creo que se estaban riendo de mí. Pero enseguida desvió la mirada, como para evitar ser descubierto, murmurando algo que no pude entender. Y a continuación dio la vuelta y regresó, con los hombros caídos, al lugar de donde había venido.

«Desde entonces creo firmemente que Mustafá, hasta cuando tenía sus peores ataques, nunca estuvo verdaderamente loco. Tengo la convicción de que en gran parte simulaba estar loco para salvar la vida: primero de su hermano Ahmed I y después de sus sobrinos. Y finalmente de las malvadas conspiraciones de las mujeres del harén. Cuando lo depusieron por segunda vez, después de dieciséis meses en el trono, estaba encantado de volver a los Kafes donde ahora vive sin que lo moleste nadie. Pero yo le atribuyo una cosa: siente verdadera repugnancia por la carne de mujer y no ha tocado a una en toda su vida.

De esta manera Lale resumió el reinado de Mustafá para conocimiento de Jaja. Se le olvidó añadir que durante el segundo reinado de Mustafá el imperio se hundió hasta llegar a uno de sus puntos más bajos y que reinó una anarquía incontrolable. Por influencia de las mujeres del harén, se nombró a un nuevo Gran Visir: Mere Hussein Bajá, un tirano y un hombre corrupto. Con el pretexto de castigar a los responsables de la muerte de Osmán, extrajo dinero de unos y otros, mientras que él se enriquecía a expensas del Tesoro imperial. Trató de reprimir las frecuentes rebeliones, sobornando alternativamente a los jenízaros y a los spahis. No sirvió de nada. La ley y el orden se desmoronaron por completo. Grupos de soldados merodeaban por las calles de Estambul saqueando indiscriminadamente tiendas y casas. Los bandidos se habían hecho con el control de las carreteras. En el Oriente, Abaza Mahomet Bajá, gobernador de Erzurum, que había prestado apoyo al plan de Osmán de aniquilar a los jenízaros, se rebeló y adquirió el control de la mayor parte de Anatolia Oriental. Los gobernadores de otras provincias se negaron a obedecer las órdenes del gobierno central y hasta rehusaron pagar sus impuestos, poniendo como pretexto que no podían por derecho estar obligados a obedecer los deseos de un sultán demente. La hambruna se extendió por el país. Gran Visir siguió a Gran Visir, cada uno de ellos peor que su predecesor. Cuando se agotó el Tesoro, aquellos a quienes todavía les preocupaba el imperio no vieron otra alternativa que deponer a Mustafá y entronizar a otro sultán en su lugar.

Había llegado la oportunidad de Kösem. Durante todo este tiempo había estado aliada con el bajá Abaza Mahomet, el rebelde gobernador de Erzurum. Y fue él quien envió a sus propios agentes a Estambul para asegurar el trono para Murat, el primogénito de Kösem, otro muchacho de catorce años. Kösem volvió a Topkapi en un desfile triunfal y disfrutó viendo desde detrás de las ventanas enrejadas a sus rivales que salían con destino al viejo palacio.

Jaja entró en el palacio el séptimo año del reinado de Murat.

VII

Llegó un momento en que Lale no quiso continuar con sus historias, hasta tal punto que Jaja estaba convencido de que él lo había ofendido de alguna forma.

Esto fue doblemente penoso para Jaja porque últimamente sus deberes habían aumentado considerablemente. Pocas veces tenía ahora la oportunidad de sentarse para charlar un buen rato con Lale.

Las condiciones en palacio habían cambiado también. Murat IV, después de años bajo la tutela de Kösem, se había independizado y no tardó mucho en demostrar que era un tirano cruel y sanguinario. Cuando estaba en palacio, nadie podía respirar con libertad. Un silencio helador y lleno de presagios se había adueñado del harén y tanto amos como criados iban de un lado a otro temiendo por sus vidas. El sonido de las babuchas, incrustadas de plata, de Murat, era suficiente para que todo el mundo se refugiara en sus aposentos, temblando de miedo. Hasta cuando estaba fuera en Daoud Bajá o en Andrinópolis, la gente guardaba silencio o hablaba parpadeando y moviendo cautelosamente los labios. Porque Murat tenía espías por todas partes y un descuido de la lengua le había costado la vida a más de un hombre.

Pero nada de esto era la causa de la reticencia de Lale. Realmente empezó a dudar de si era oportuno seguir abriéndole a Jaja los ojos a las maldades de este mundo. ¿No sería más prudente dejar que el muchacho se defendiera él solo gracias a su propio esfuerzo? ¿No estaba él, se preguntaba a menudo Lale, simplemente asustando al muchacho con todas estas historias? ¿No lo estaría haciendo un cobarde o tal vez un hombre descontento con una vida que no podía cambiar, como no podía tampoco librarse de ella?

Lale había estado reflexionando recientemente sobre su propia existencia y llegado a la conclusión de que su inveterada costumbre de sopesar y analizar acontecimientos conforme iban ocurriendo le había sido, a la vez, beneficiosa y perjudicial. En primer lugar, lo había preparado para aceptar lo peor. No es que se hubiera convertido en un pesimista recalcitrante, sino más bien que había descubierto que un entendimiento cínico de la vida era la mejor manera de proteger lo más íntimo de uno mismo contra una destrucción total. Un insulto que procede de un hombre necio, ¿deja por eso de ser un insulto? ¿No es verdad que un golpe es más leve cuando uno se ha dado cuenta de que era inevitable?

Por otra parte, eso era exactamente lo que hacía de él un extraño. Otros eunucos no pensaban con la misma profundidad que Lale. En la mayoría de los casos, manifestaban una estupidez total y una carencia absoluta de sentimientos sutiles. Pero se adaptaban sin reservas al ambiente en que vivían y por consiguiente recibían las recompensas de riquezas y ascensos, mientras que a él, Lale, apenas se le toleraba y se le mantenía a regañadientes en el lugar en que estaba.

¿No sería más considerado dejar que Jaja se las arreglara él solo y nadara con la corriente? De esa manera podría descubrir por sí mismo la manera de adaptarse a la vida. ¿No le había el Kizlar Agá presentado ya al Sultán como un estudiante excepcional y un poeta? Según todos decían, le había hecho muy buena impresión al Sultán. ¿Qué favor le iba él, Lale, a hacer al muchacho, envenenando su mente y sus sentimientos en contra del Sultán?

Había otro pensamiento que preocupaba mucho a Lale. No era exactamente un pensamiento, sino una de esas vagas convicciones con que uno se despierta una buena mañana y se da luego cuenta de que no puede ser cierta: el imperio, tambaleante, se iba a terminar, y bastante pronto. Lale no se podía imaginar de qué manera ocurriría la catástrofe. Tal vez sería una derrota aplastante a manos de sus muchos enemigos en el Oriente y el Occidente, o tal vez adoptaría la forma de una serie de prolongadas y sangrientas guerras civiles que desmembrarían el imperio convirtiéndolo en pequeños y belicosos principados. Los hechos eran incontrovertibles. Desde la subida al trono de Murat IV, un desastre había seguido a otro desastre. Bagdad y la mayoría de Palestina habían pasado a ser propiedad de los persas. Continuaba la rebelión en Anatolia. Había habido derrotas en Europa. Los tártaros crimeos estaban inquietos y querían deshacerse del yugo de los otomanos. Barcos cosacos habían entrado en el Bosforo y estaban asolando sus costas. Y en medio de todo esto, casi todos los años, se amotinaban los jenízaros y los spahis. ¿Qué futuro tenía Jaja en un mundo así?

Y si había personas que reflexionaban más y le echaban la culpa exclusivamente al Sultán por el desastroso estado en que se hallaban los asuntos del imperio, Lale veía una razón más profunda. Durante los primeros trescientos años del imperio, la mayoría de los miembros del ejército eran muchachos cristianos muy jóvenes que se habían cogido como tributo y a quienes se les había hecho convertirse después al islamismo. Les habían hecho aprender, a fuerza de repetírselo, que la lealtad al Sultán era uno de los principios de la religión por la que luchaban. Era su manera de vivir y morir. Pero ahora ya no, al menos no durante los últimos cincuenta años. El servicio militar, lejos de ser una forma de vivir, se había convertido en un empleo como otro cualquiera. De hecho hasta se había alentado a los soldados a que tomaran otros empleos auxiliares, como una manera de suplementar su sueldo.

Mientras que el imperio continuara extendiendo sus fronteras, proporcionando interminable botín para llenar las arcas del Sultán, éste tendría los recursos necesarios para sobornar a los soldados a fin de que dieran una apariencia de disciplina. Pero como el imperio se había contraído, el torrente de botín se había convertido en un hilillo de agua, demasiado escaso para mantener ni siquiera los extravagantes gastos del Sultán, no digamos al ejército. El imperio se había convertido en un cadáver que el Sultán y el ejército se disputaban como buitres hambrientos.

Como el profeta de la fatalidad que era, Lale esperaba con ansiedad la inevitable caída del imperio. Estos eran pensamientos que no compartía con nadie, ni siquiera con Jaja. A veces le sorprendía que nadie hiciera nada para evitar la calamidad que se venía encima. Otras se daba cuenta de que esa indiferencia casi general era exactamente la razón por la que el imperio estaba abocado al desastre. A menudo sucumbía a la depresión y se negaba a hablar con nadie. Los otros eunucos, interpretando su silencio como otro de los achaques de su avanzada edad, lo dejaban en paz. Pero tampoco ellos estaban contentos. Murat IV había prohibido la consumición de vino, tabaco y café para lo que quedaba de su reinado. Había llegado al punto de ordenar que se demolieran todas las tabernas y se cerraran todas las casas de café, alegando razones de religión. A aquellos que infringían sus órdenes se les daba una muerte terrible en presencia de todos; sin embargo el propio Murat IV era un borracho incorregible, que tenía la reputación de beber grandes cantidades de vino de día y de noche.

«¡Preceptos religiosos! ¡A mí me lo van a decir! —murmuraba Lale entre dientes—. Es sencillamente la mejor manera de impedir a la gente que se reúna y preparen una rebelión contra él.»

Más aún que la prohición de fumar, le había afectado a Lale el cierre de todos los locales en que se bebía café. Durante años, hasta que le resultó difícil andar, había frecuentado uno de esos locales a la orilla del mar de Mármara. Allí pasaba todo su tiempo libre. Contemplando la inmensidad del mar fumaba una pipa tras otra, mientras le daba forma en su imaginación al barco que lo llevaría a Egipto. Ahora, con el cierre del salón de café, le habían robado su única manera de soñar despierto.

VIII

Jaja conoció al sultán Ibrahim en circunstancias extraordinarias. El sultán reinante Murat IV, hermano de Ibrahim, estaba muriendo de cirrosis del hígado causada por una vida de intemperancia. Tenía sólo treinta años y había gobernado el imperio de la manera más cruel durante diecisiete de ellos. Había mandado matar a sus dos hermanos, Solimán y Bayaceto, después de haber reconquistado Erivan de los persas. Ejecutó a un tercer hermano, Kasim, antes de salir en campaña para reconquistar Bagdad. En ambas ocasiones, la excitación general que acompaña siempre a la victoria en la guerra o a los preparativos para ella, amortiguó todas las protestas.

Y ahora, al darse cuenta de que su vida colgaba de un hilo, Murat IV ordenó la ejecución de Ibrahim, el único heredero superviviente de la dinastia otomana. Fue una orden que hizo que sus ayudantes, horrorizados, salieran disparados a ver a su madre, Kösem, la Sultana Validé.

Ella se dirigió también precipitadamente, ataviada de tul y raso, a la cabecera de su hijo agonizante, a quien atendían Jaja y dos pajes.

Era la primera vez que se vieron la madre y el hijo desde la ejecución de Kasim, el amado hijo de Kösem. Hasta que eso ocurrió, ella había mantenido una relación puramente correcta con Murat, aunque le produjeron gran irritación las restricciones que le impuso cuando llegó a la edad adecuada para tomar en sus propias manos las riendas del imperio.

Durante su juventud, Murat había sido para Kösem el ejemplar ideal de virilidad: extraordinariamente fuerte y bien parecido, con unos ojos brillantes del color del azabache y un rostro rubicundo que contribuían a prestarle una imperiosa apariencia. Su habilidad en el manejo del caballo era legendaria y su pericia con el arco no tenía rival. Hasta más tarde, después de haber demostrado su voraz apetito por el innecesario derramamiento de sangre, Kösem decidió aceptar esto como una señal de su inflexible determinación. Asqueada por el recuerdo de su timorato marido Ahmed I, le enorgullecía pensar que al menos uno de sus hijos había heredado su capacidad para tomar decisiones enérgicas.

Y ahora, arrodillada junto a la cama para poder ver mejor a Murat, estaba horrorizada por el cambio que se había operado en él. La ictericia había puesto amarillentos sus ojos y su piel tenía la textura y el color del cuero pardusco. El cabello y la barba, que habían sido antes espesos y negros, se habían quedado reducidos a unos cuantos mechones desordenados. Tenía hinchados el vientre y las piernas y se veían en su cuerpo grandes manchas de color púrpura, señal inconfundible de hemorragias internas. Cuando levantó una mano temblorosa que, conforme al protocolo, ella debía besar, poco le faltó para echarse hacia atrás. La forma de los dedos había cambiado de tal manera que ya no parecían humanos, sino que se asemejaban a pequeños garrotes, con las uñas totalmente opacas. Pero dos cosas no habían cambiado: el destello de maldad en los ojos y el rictus de crueldad en la boca.

—Bien, madre —dijo al fin—, ¡esto es el final! —Habló entrecortadamente y había una sonrisa misteriosa y burlona jugueteando en sus labios.

—No pierdas la esperanza, hijo mío. ¿No te ha profetizado Alá una larga vida? Con su ayuda pronto recuperarás la salud.

—Alá no tiene nada que ver con esto. Es el vino lo que me ha matado. Además, no me estaba refiriendo a mi muerte.

La risita que intentó dejar salir de sus labios se convirtió en una tos aguardentosa.

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