El harén de la Sublime Puerta (11 page)

Read El harén de la Sublime Puerta Online

Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Kösem esperó a que recuperara el aliento, haciendo como si no entendiera lo que él estaba diciendo.

—¿Qué quieres decir, hijo mío?

La miró unos instantes y Kösem no pudo por menos de leer en sus ojos el desprecio y el odio.

—Quiero decir que con mi muerte la maldita dinastía otomana se terminará. Acabo de dar órdenes para que estrangulen a Ibrahim.

Kösem había planeado fingir sorpresa, pero la brutalidad de las palabras de Murat le hicieron olvidar toda simulación.

—¿Pero qué será de nosotros, hijo mío? ¿Quién se sentará en el trono de tus antepasados ? ¿Quién guiará a nuestro pueblo? ¿Qué será de tu pobre madre? ¡No puedes hacer una cosa que va en contra de la voluntad de Alá y del Profeta! Te suplico que vuelvas a pensarlo, si no por nosotros, por el Profeta. Además los bajás y los ulemas no estarán de acuerdo contigo.

Su aflicción era tan auténtica que apenas podía hablar.

Murat trató de reírse pero se apoderó de él una tos convulsiva y violenta que le dejó jadeando un largo rato. Cuando por fin pudo hablar, su voz no era más que un susurro, pero aun así tan ponzoñosa como siempre.

—Tú crees que puedes conseguir con súplicas que le deje el imperio a ese loco y deforme hijo tuyo. Ni siquiera tu Alá permitiría una cosa así. En cuanto a tus valiosos bajás y ulemas, han jurado ya solemnemente que le entregarán el trono al príncipe tártaro. Y ahora ¡márchate! ¡Déjame en paz! ¡No me queda mucho de vida!

Cerró los ojos y haciendo un gran esfuerzo logró volverse y darle la espalda a su madre.

Todo este tiempo Jaja había estado de pie unos pasos detrás de Kösem y oyó toda la conversación entre la madre y el hijo. Fue el primero en reaccionar. Se acercó a su señora y murmuró suavemente algo en su oído. Kösem, desde donde estaba en el suelo, lo miró como preguntándole algo. Jaja se puso rígido, pero no bajó los ojos.

—Es muy importante, Sultana Validé —le repitió—. Debo hablar con vos en privado. Lo que quiero deciros tiene una importancia vital.

Ella inclinó la cabeza en señal de asentimiento y Jaja se inclinó para ayudarla a levantarse, lo cual Kösem hizo con dificultad. Haciendo una señal a los pajes para que se quedaran en la estancia, salió con Jaja.

Una vez fuera, Jaja rompió en un urgente susurro y las respuestas de Kösem se fueron alargando. Pocos minutos después, ambos se dirigían al ala de los alabarderos.

—¡Puedes elegir! —le dijo Kösem a Kara Ali—. Es verdad que si mi plan fracasa, el sultán Murat te decapitará. ¡Pero también es verdad que si no haces lo que te voy a pedir yo, perecerás ahora mismo!

Jaja desenvainó su cimitarra y Kösem añadió:

—Pero si estás dispuesto a llevar a feliz término mi plan, yo te garantizo riquezas con las que nunca habrás podido soñar. Y todo el mundo sabe que la Sultana Validé es mujer de palabra.

Kara Ali, el verdugo negro, un eunuco gigantesco, se metió la mano debajo del turbante y se rascó su enorme cabeza mientras miraba, atónito, a Kösem y Jaja. A lo largo de su vida había estrangulado a muchos Shahzades y Grandes Visires, sin la menor vacilación. Pensaba que su empleo era como cualquier otro empleo; mejor, de hecho, que la mayoría en cuanto a permanencia y ventajas adicionales. ¿No necesitaba el serrallo constantemente sus servicios? ¿Y no se le permitía por derecho despojar a las víctimas de sus vestiduras y joyas? Pero nunca se le había pedido a Kara Ali hacer nada como lo que esta pareja le estaba pidiendo.

—No tengas miedo —le aseguró Kösem—. El Sultán no vivirá más de veinticuatro horas. No hay el menor riesgo.

Kara Ali dirigió una última mirada a cada uno de ellos y finalmente hizo una señal de asentimiento. A continuación se postró a los pies de Kösem y besó el suelo en señal de lealtad. No obstante y como precaución, Kösem le pidió a Jaja que se quedara con él mientras ella regresaba precipitadamente a la alcoba del Sultán.

Encontró a éste semiinconsciente. Estaban también presentes en la alcoba del enfermo sus médicos judíos. Discutían en agitados susurros sobre la conveniencia de abrirle las venas al Sultán como un último recurso. Parecían estar en un dilema. Querían hacer lo imposible para salvar la vida del Sultán, demostrando así, por enésima vez, su incomparable pericia. Por otra parte, si la operación no tenía éxito, temían que se les acusara de acelerar la muerte de su ilustre paciente.

Se volvieron ahora a Kösem, todos a una, deseosos de compartir la responsabilidad con ella. Kösem les pidió, con gravedad, que expusieran su franca opinión. Todos estaban de acuerdo en que el Sultán estaba gravemente enfermo y que su posibilidad de sobrevivir era muy remota. Los dos médicos más viejos estaban a favor de abrirle las venas para extraer de su cuerpo las sustancias tóxicas. El tercero, un médico joven, aseguró enfáticamente que el sangrarle aceleraría indudablemente la muerte de Murat. Explicó que el cuerpo del paciente mostraba todos los signos de severa hemorragia interna. Más pérdida de sangre reduciría el flujo de ésta hacia el corazón, causándole un colapso.

Kösem creía lo que el médico joven estaba diciendo. Sin embargo, ordenó, sin dar muestras de la menor vacilación, que se llevara a cabo la operación.

La operación pareció hacer revivir al Sultán. Su rostro perdió algo de su hinchazón y cuando abrió los ojos para mirar al círculo de gente que rodeaba su lecho, parecía verlos con mucha más claridad que antes. Cuando al final su mirada se posó en Kösem, volvió a sus labios la cruel sonrisa. Preguntó en tono de mofa:

—Bueno, ¿han estrangulado ya a tu amado Ibrahim?

—Sí, mi Padisha —replicó tristemente Kösem, enjugándose los ojos con su pañuelo.

—¡Quiero ver su cuerpo!

—Le pediré a Kara Ali que te lo traiga aquí.

—¡Lo quiero ahora mismo!

—Como tú ordenes, mi Padisha.

Kösem se volvió a uno de sus pajes y con una voz firme y alta, le pidió que transmitiera las órdenes del Sultán a Kara Ali. Al oír esto, el Sultán se relajó y cerró los ojos. Era evidente que el esfuerzo de hablar había agotado el resto de sus fuerzas.

Cuando Kara Ali y Jaja entraron en la alcoba, Kösem se apoyó en el lecho del Sultán y susurró en su oído:

—¡Mira, mi Padisha! Kara Ali te ha traído el cadáver de tu hermano Ibrahim.

Aunque temblando interiormente, por si se descubría su engaño, su temblor y su miedo no se manifestaron en su voz. Murat trató de incorporarse en la cama para ver el cuerpo, pero ella lo sujetó hacia atrás con todas sus fuerzas. Murat no las tuvo para resistirse. En lugar de hacerlo, miró a su madre como sorprendido de que le estuviera poniendo la mano encima, antes de hacer una mueca diabólica y entregar su espíritu.

Kösem volvió a respirar con alivio una vez más. Dio órdenes a Jaja y a los pajes de que informaran a Ibrahim de que era ahora Sultán, y ella se dirigió velozmente al Diván para convencer al Gran Visir y a los otros ministros de que sería una locura poner a un tártaro en el trono del Imperio Otomano. No era ni más ni menos que su deber el olvidar su juramento de ejecutar el testamento de Murat.

Mientras tanto Jaja se fue corriendo a los Kafes. Acordándose de lo que había pasado cuando los soldados quisieron poner a Mustafá en el trono, confiaba en tener tiempo suficiente para explicarle con tranquilidad a Ibrahim lo que había ocurrido. Ibrahim llevaba ya veintidós años en los Kafes. Salía solamente una vez al año, el día de la fiesta de Biaram, para besar la mano de su hermano el Sultán. Entró en los Kafes cuando tenía sólo dos años y el largo encarcelamiento había afectado a su mente, o al menos ésa era la opinión general en el harén. El ir a verlo cara a cara y súbitamente con la noticia de que se había convertido en el nuevo Sultán podía muy bien resultar catastrófico.

El edificio de los Kafes estaba situado en el corazón del harén, no lejos de la alcoba del Sultán; era un edificio sombrío, de dos pisos y con su propio jardín, pero no tenía ventanas en el piso bajo. Hasta antes de llegar Jaja allí podía oír el tumulto de la multitud de soldados y pajes, luchando a empujones por ser los primeros que le dieran a Ibrahim la buena noticia y de esta manera solicitar la generosa y acostumbrada
baksheesh
o recompensa otorgada a tal servicio. Sólo Alá sabría cómo había llegado la noticia a oídos de toda esta gente y Jaja se abrió camino, descorazonado, hasta la puerta que estaba cerrada con llave por dentro. En ella, un soldado daba a gritos las buenas nuevas a través del orificio de la cerradura, añadiendo su nombre y su rango, temiendo evidentemente que la recompensa se le diera a otro. Jaja lo echó a un lado sin miramientos y apretó su propia boca contra la cerradura.

—Mi Padisha —empezó a decir Jaja en un tono sereno y tranquilizador—, os suplico que me escuchéis. Soy Mussahib Nergis. Me envía… —Una voz quejumbrosa y atemorizada lo había interrumpido. Era la voz del propio Ibrahim. Hablaba desde detrás de la puerta.

—¿Es que no he dejado las cosas bien claras? ¿Por qué insistís en atormentarme? ¿Por qué queréis quitarme la vida? No he hecho nada malo a nadie… Os ruego por el sagrado Corán y el Profeta que vayáis y le digáis a mi Señor y Amo el sultán Murat que he sido siempre su leal esclavo y que nunca he tenido la menor intención de quitarle el trono… No lo necesito ni ahora ni nunca… Que Alá me dé muerte si no estoy diciendo la verdad.

—Pero mi Padisha, el sultán Murat ha muerto y ahora vos sois el Sultán reinante.

—Sé que queréis matarme. Que mi Señor y Amo perdone a su pobre esclavo… Que deje vivir a este miserable esclavo. No quiero abrir la puerta… Que entre Murat aquí y me estrangule con sus propias manos.

Ibrahim estaba ahora sollozando.

Era una situación desesperada. Ibrahim, que había visto a tres de sus hermanos estrangulados con la cuerda del arco durante los últimos ocho años, se imaginaba evidentemente que le estaban ahora tendiendo una trampa para sacarle de la relativa seguridad de su prisión. Y estaba decidido a resistirse a toda costa.

Jaja permaneció silencioso unos instantes, sin saber qué hacer. Finalmente decidió ir al Diván y buscar a Kösem, ya que pensaba que ella sería la única persona capaz de convencer a Ibrahim de que había adquirido una nueva posición. Acortando el camino al Diván por el Altynol, pudo coger a Kösem cuando ésta estaba a punto de salir de él con el Gran Visir. Aparentemente había logrado convencer al Gran Visir y a los importantes bajas de que abjuraran de la promesa que le habían hecho a Murat. Informada de lo que estaba ocurriendo en los Kafes, ella y el resto del grupo se apresuraron a ir allí.

Por mucho que lo intentó, Kösem no logró convencer a Ibrahim de que nadie quería matarle y de que acababa de heredar el trono. Al ver al Gran Visir, el bajá Kamenkash Kara Mustafa, con ella, Ibrahim estaba cada vez más convencido de que se acercaba su fin. ¿No era el bajá Kamenkash Kara Mustafá tan famoso por su crueldad como su propio hermano Murat? ¿No fue el Gran Visir quien presenció la ejecución de los tres hermanos de Ibrahim? Ayudado por sus dos odaliscas estériles y por su paje, Ibrahim empezó entonces a arrastrar los muebles de un lado a otro del cuarto para formar una barricada detrás de la puerta que daba al exterior. Durante horas desatendió todas las súplicas y rechazó todo tipo de argumentos racionales.

Kösem pensó en echar abajo por la fuerza la puerta de los Kafes, pero terminó desistiendo. El derribar una puerta tan gruesa no sería fácil. Además un intento así podía hacer que Ibrahim, ya demente de terror, perdiera completamente la razón.

Fue entonces cuando Jaja tuvo una inspiración repentina. ¿Por qué no traer el cadáver de Murat para que Ibrahim pudiera verlo con sus propios ojos? Se lo dijo a Kösem. Los ojos de ésta se iluminaron. Pero antes de dar las órdenes, hizo una pausa para mirar a Jaja con una expresión en la que se manifestaba cierto asombro. Por segunda vez ese mismo día se le había ocurrido a este joven algo invaluable. Siempre le había gustado el muchacho desde que había entrado a su servicio. Pero cuanto más apreciaba a veces sus ideas prácticas, tanto más la sorprendía la fama que tenía de ser un poeta lleno de sensibilidad, un idealista.

Después de haber dado órdenes para que trajeran el cadáver de Murat a la puerta de los Kafes, suplicó a su hijo que subiera a una ventana del piso superior para mirar. Los soldados regresaron pronto con el cadáver de Murat, que arrojaron al suelo para que Ibrahim pudiera verlo fácilmente.

Un estentóreo grito de alegría salió de los labios de Ibrahim cuando vio el cadáver de su hermano y a continuación se precipitó escaleras abajo para abrir la puerta de los Kafes a la libertad. Pero, ¡ay!, tardó casi una hora en quitar todos los muebles que había apilado contra la puerta.

Una vez fuera, hizo caso omiso de su madre y de todos los dignatarios que esperaban servilmente para felicitarle. En su lugar empezó a bailar como un loco alrededor del cuerpo muerto de su hermano gritando una y otra vez: «¡El carnicero del imperio ha muerto!… ¡El carnicero del imperio ha muerto!».

IX

Para su investidura como Sultán del Imperio Otomano y Califa de todos los musulmanes, Ibrahim fue en barco a la tumba de Eyup, en la cima del Cuerno de Oro, donde se le iba a ceñir la Espada Sagrada.

Eyup E-Ansari era un viejo compañero del Profeta. Había sucumbido valerosamente luchando contra los infieles, y el paso de los años confirió una gran santidad a su tumba. La ceremonia de ceñir la espada rebosaba misterio y respeto reverencial y sólo se permitía asistir a ella a unos pocos dignatarios, el Gran Visir, el Mufti, el oficial que llevaba la espada del Sultán y miembros importantes de la casa imperial. No era probable que aquellos a los que se había invitado dejaran de darse cuenta de que, por el hecho de tomar parte en la ceremonia, estaban ratificando el falso derecho del Sultán otomano al califato del mundo musulmán.

Eyup no era un lugar en el que le correspondía estar a Jaja, pero Kösem le había pedido que actuara como sus ojos y sus oídos en la ceremonia de la investidura.

Llegó temprano al pueblo de Eyup y recorrió el camino que llevaba al cementerio con tiempo que perder. Le impresionó enormemente el gran cementerio, con sus lápidas en forma de turbante y más aún la magnífica tumba abovedada de Eyup. Le habría impresionado también el carácter casi sagrado de la ceremonia de la investidura si no hubiera sido por los cínicos comentarios de Lale.

—Es todo una farsa —le había dicho Lale—. Los sultanes otomanos no pueden nunca adquirir derecho legítimo al califato. Sólo pueden adquirirlo los árabes de la tribu de Quraish, la tribu del Profeta. Y lo que es aún peor es que son todos hijos de esclavas cristianas. Han usurpado sencillamente el título de Califa, como lo han usurpado todo.

Other books

Cuatro días de Enero by Jordi Sierra i Fabra
Shattered Rainbows by Mary Jo Putney
Death at a Premium by Valerie Wolzien
The Wonders by Paddy O’Reilly
The Dark One by Ronda Thompson
Mark Griffin by A Hundred or More Hidden Things: The Life, Films of Vincente Minnelli
The Storm Witch by Violette Malan