Una vez que Ibrahim estuvo instalado en su nuevo aposento, le había llegado a Djindji Khodja el momento de dar su segundo paso. Declaró que, mediante esfuerzos sobrenaturales, había logrado descubrir quién era el djinn responsable de la aflicción de Ibrahim. Hasta la fugaz visión que Djindji Khodja había tenido del djinn era la de que era más grande y más aterrador de lo que él hubiera creído posible. Así que le dijo a Ibrahim que, contra un djinn así, lo único que podría surtir efecto sería la intercesión de un hombre santo, o tal vez la combinada intercesión de varios hombres de ese calibre.
Afortunadamente para Ibrahim, Djindji Khodja conocía al hombre adecuado: un jeque cuya vida ejemplar, junto con las circunstancias de su muerte, garantizaría la eficacia de su intercesión. Era tan extraordinario el don de profecía que poseía este jeque, que había podido predecir el día y la hora de su propia marcha de este mundo. Por lo tanto el jeque tuvo tiempo de sobra para preparar de antemano su propio
turba
(mausoleo). Entonces, en el día y hora indicados, se había ido él solo a la tumba, se había echado sobre ella y exhalado allí su último suspiro. Y aunque todo esto ocurrió doscientos años antes, desde aquel día en adelante no cesaron de tener lugar milagros de curaciones junto a su santuario. Además, entre los devotos que pasaban toda la noche junto a la tumba del jeque, había algunos que juraban, por todo lo que era para ellos más sagrado, que habían visto una luz sobrenatural que se cernía sobre la tumba.
Así que, bajo la dirección de Djindji Khodja, el sultán Ibrahim ayunó durante dos días y en el tercero, todavía en estado de pureza, emprendió la larga peregrinación al santuario del jeque. Por temor de que Kösem se enterara de lo de la peregrinación e impidiera a Ibrahim el solicitar la intercesión del jeque, Djindji Khodja insistió en que se mantuviera todo absolutamente en secreto. Por añadidura, Ibrahim no se debía presentar al jeque como el poderoso Sultán que era, sino como un pobre turco que no tenía ni parafernalia ni séquito. Sólo Djindji Khodja lo acompañaría y permanecería a su lado mientras oraba en el sagrado santuario.
Naturalmente, la humildad de Ibrahim no le debía impedir el hacer un generoso donativo al guardián del mausoleo, cuyos deberes eran cuidar del lugar y ayudar a la numerosa gente pobre que visitaba todos los años el santuario. Este era, por supuesto, un amigo de Djindji Khodja y un viejo cómplice en muchas de sus empresas fraudulentas.
Regresaron de la peregrinación a palacio ya muy anochecido. Ibrahim estaba de un humor tranquilo, eufórico y ciertamente reconciliado consigo mismo, como sólo pueden estarlo los devotos religiosos después de un largo ayuno y de sinceras oraciones. En cualquier caso, ¿no le había asegurado Djindji Khodja que sus plegarias habían sido bien recibidas? Y ¿qué motivo tenía Ibrahim para dudar de las palabras de Khodja?
Después de haberse bañado y cambiado de ropa, ataviándose con su caftán real, se encontró aún mejor. Se hallaba de un humor tan relajado y confiado que decidió retirarse a su alcoba. La sorpresa que Djindji Khodja le tenía preparada allí fue totalmente inesperada.
Sugarpara, o «terrón de azúcar», era, a sus diecinueve años, mucho mayor y más madura que la mayoría de las jóvenes en el harén, donde había trabajado como camarera en los aposentos reales. Había atraído la mirada de Djindji Khodja por su cabello espeso y negro como ala de cuervo, su cutis de color blanco cremoso y sus bellísimas facciones. La desafiante expresión de sus ojos azules revelaba una naturaleza amante de las diversiones. Pero lo que atrajo a Djindji Khodja más que cualquier otra cosa fue la manera en que se movían sus caderas al andar. No era el típico movimiento de la parte posterior de su cuerpo, ordinario, afectado y burdo, sino el movimiento inconsciente de una mujer seductora por naturaleza.
«Ha debido de conocer a muchos hombres y disfrutado de ellos», fue el primer pensamiento que se le vino a la mente a Djindji Khodja en el instante en que fijó la mirada en ella. Supuso, con razón, que ninguna virgen podía exhibir tanta sensualidad en cada uno de los movimientos de su cuerpo. Aquí se hallaba el candidato adecuado para jugar el papel crucial en sus planes.
No necesitó mucha persuasión. Aun así, Djindji Khodja le prometió una pequeña fortuna si tenía éxito y le dio instrucciones sobre lo que debía hacer, con todo lujo de detalles. Iba a encontrar el camino al lecho de Ibrahim y, una vez allí, tomar una atrevida iniciativa. No le iba a dejar tiempo a Ibrahim para poner en tela de juicio su virilidad. De hecho, tenía que haberlo seducido mucho antes de que cruzara por su mente tal pensamiento.
Así que la noche siguiente a su visita a la
turba
Ibrahim disfrutó con Sugarpara de un placer sexual inconmensurable y hasta entonces desconocido para él, a no ser en el terreno imaginativo de sus sueños de adolescente.
A la mañana siguiente se nombró a Djindji Khodja el Khodja principal de palacio, un puesto ligeramente más bajo al del Mufti de Estambul. Ibrahim dio también órdenes de que se le edificara un palacio.
Y ahora que Djindji Khodja disfrutaba de la confianza absoluta de Ibrahim y de su eterna gratitud, su estrella empezó a elevarse, no sólo en palacio sino también en el gobierno. Clarividente como era, tomó la precaución de advertirle a Ibrahim que había que ganar todavía la batalla final contra el terrible djinn. Porque aunque el djinn había sufrido una terrible derrota a manos de Djindji Khodja, el djinn estaba en estos momentos, como era de esperar, dominado por la cólera. A Ibrahim le esperaba una atroz y larga lucha con el djinn, a nivel personal y político.
Al fin Jaja pudo darle a Kösem la noticia de que una de las favoritas de Ibrahim estaba embarazada. La afortunada joven no era Sugarpara, que iba a resultar estéril, sino una muchacha rusa llamada Turhan Hadice.
La noticia de su embarazo se había extendido ya por todo el palacio. Y si no hubiera sido así, se habría podido adivinar por la manera en que Ibrahim, hinchado de engreimiento, se pavoneaba como un gallo jubiloso por las salas y corredores. Cuando unos meses después otra favorita, Saliha Dilasub, anunció que estaba también embarazada, Ibrahim casi reventó de orgullo. Hizo llover privilegios y donativos sobre las dos jóvenes preñadas y sobre Djindji Khodja, que le había asegurado que cada una de las muchachas llevaba en su vientre un heredero varón.
Jamás había oído la ciudad de Estambul un retumbar semejante de cañones, ni un repique tan estruendoso de tambores, ni presenciado nunca festividades como éstas. La gente bailaba en las calles de día y de noche, con gozo genuino, ahora que el espectro de un tártaro en el trono otomano se había desvanecido. Ibrahim, ansioso de que todo el imperio se diera cuenta del alcance de su generosidad, dio órdenes de que se sacrificaran miles de carneros y de que su carne se distribuyera entre los pobres. Se concedieron generosas donaciones a todas las mezquitas y escuelas de teología.
La única persona a quien todo esto no parecía impresionarle era Lale. Naturalmente no podía ausentarse de las festividades oficiales en las que se exigía su presencia, pero su apatía ofrecía tan marcado contraste con la jovialidad general que varias personas, incluido el Kizlar Agá, lo comentaron.
A Jaja le preocupaba mucho la actitud de su viejo mentor. Una tarde, en el curso de una función de gala en palacio, cogió a Lale del brazo y se lo llevó a un rincón del gran salón. A duras peñas capaz de ocultar su ansiedad, Jaja le preguntó a su mentor qué le ocurría.
—Nada —replicó Lale—. Estoy bien.
—Entonces, ¿por qué vas de un lado para otro como si estuvieras en un duelo?
—¿Lo hago así?
—Sí, Agá, así lo haces.
—No se puede evitar la manera de ser de uno mismo —respondió Lale a su vez, encogiéndose indiferentemente de hombros.
No había manera de mover esta montaña de hombre y Jaja vio repentinamente a Lale como el ser amargado que era: un coágulo inamovible que, al oprimir la joven mente de Jaja, iba irremediablemente a extinguir en el muchacho cualquier destello de alegría y espontaneidad.
Jaja hizo un gran esfuerzo para contener su irritación y le preguntó en un tono conciliador:
—Agá, ¿cómo no vas a poder compartir conmigo los pensamientos que te atormentan o afligen?
—Si insistes en que lo haga… —contestó Lale fríamente—. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Quiero saber por qué, cuando todos los demás lo estamos pasando tan bien, tú estás tan… tan lleno de resentimiento contra todo y contra todos.
—¿Quieres realmente saber la respuesta? —replicó Lale con ironía.
—Sí, quiero saberla.
—¿Ves allí a ese cretino del Padisha? Acaba de firmar su sentencia de muerte y yo no puedo encontrar dentro de mí la fuerza suficiente para regocijarme de esa muerte, como lo estáis haciendo los demás.
Jaja se quedó momentáneamente desconcertado. Miró instintivamente por encima de su hombro para asegurarse de que nadie los oía.
—¿Qué quieres decir, Agá?
—Exactamente lo que estoy diciendo. El Padisha tal vez no esté todavía completamente loco, pero todos sabemos que su mente está trastornada. Hasta ahora, al menos, ha demostrado ser una criatura inofensiva y no el cruel asesino que fue su maldito hermano Murat.
Mientras no tenía un heredero, nadie le podía tocar un pelo de la ropa sin dar así fin a la dinastía otomana. Pero ahora que el bobalicón ha procreado, no ya un heredero sino dos, y probablemente hay más de camino, se puede uno deshacer sin peligro de él.
¿Era ésta una de las acostumbradas predicciones pesimistas de Lale, como el fin inminente del imperio que nunca parecía llegar, o sabía Lale, esta vez, algo que Jaja ignoraba?
—¿Pero quién se va a atrever a ponerle la mano encima a nuestro Padisha? —interceptó Jaja.
—¿Estás tan ciego que ni siquiera eres capaz de ver a todos los buitres que tienes a tu alrededor? ¿O me veo obligado a suponer que te has convertido ya en uno de ellos? —replicó Lale despreciativamente al mismo tiempo que se daba media vuelta y desaparecía.
El desdén en el tono de voz de Lale y la forma en que se marchó hirieron profundamente a Jaja. Lale nunca lo había tratado así. Su actitud le hizo ver la enorme grieta que se había abierto en su amistad. No, no era tan ciego como Lale creía. Las horas que había pasado escuchando furtivamente desde la ventana secreta que daba al Diván, para poder informar a Kösem de las deliberaciones de los ministros, le habían dado una perspicacia especial para interpretar la manera de proceder de aquellos cuya misión era gobernar a otros. Pero su manera de ser, bondadosa por naturaleza, le impedía llegar a conclusiones tan sorprendentes como las de Lale.
Lo que le ocurría en el fondo es que tenía miedo de convertir en palabras lo que eran todavía sólo pensamientos desagradables, no fuera que así precipitara resultados desastrosos. Y por la misma razón, no era fácil para él hacer de espía y de delator.
Hasta que Kösem lo puso en esa situación, Jaja no se había dado cuenta de lo diferente que era el espiar del informar, por ejemplo, sobre el tiempo. De un espía se espera la confirmación de las sospechas de sus araos. Su objetivo primordial es atrapar a la gente y hacerlos caer, nunca exonerarlos. Y sin embargo Kösem nunca le dijo una palabra acerca de lo que debía incluir en sus informes o lo que debía excluir de ellos, ni hizo jamás el menor comentario de tipo general sobre su trabajo. Siempre lo recibía con una mirada inquisitiva en sus enormes y bellísimos ojos y comunicaba su placer con gestos de asentimiento y sonidos inarticulados y su descontento con un repentino endurecimiento en la expresión de su rostro.
Aprendió a agradarla de la misma manera que un perro aprende a agradar a su amo, pero, claro está, él no era un perro. Tenía siempre en su subsconsciente una sensación desagradable y acuciante, aunque sabía que todo el mundo en palacio era un chismoso y un espía.
Este era el caso del Gran Visir, el bajá Kamenkash Kara Mustafá. Había sido el último Gran Visir de Murat IV, pero se le permitió que continuara en su puesto después de acceder Ibrahim al trono, como reconocimiento de su honradez y habilidad administrativa. Durante los primeros años bajo Ibrahim, contuvo la inflación aumentando el contenido de oro y plata de la moneda en curso, controló el despilfarro del gobierno y disminuyó la cuantía del sueldo del ejército remunerado. Pero no había la menor duda de que era un hombre ignorante, pomposo, sin sentido del humor, que se ofendía por nimiedades y que veía un enemigo en todo aquel que no estaba de acuerdo con él. Implacable hasta el punto de ser cruel cuando se encolerizaba, mantenía celosamente sus prerrogativas de Gran Visir y no perdió mucho tiempo en enemistarse con Djindji Khodja y con el almirante de la flota, el bajá Yousif. Kösem intrigó contra ambos, el Djindji Khodja y el Gran Visir. Consideraba a este último un obstáculo insuperable en su propia búsqueda del poder absoluto. En cuanto a Djindji Khodja, se sentía celosa, además de temerosa, de la influencia que este hombre tenía sobre su hijo. Cortejada por estos tres hombres consecutivamente, los generales de los jenízaros y de los spahis trataron de hacer competir a una facción contra la otra y utilizaron sus espías entre las favoritas y hermanas del Sultán para obtener más información.
Al faltarle a él la habilidad para gobernar, Ibrahim tenía un miedo mortal del Gran Visir, que le recordaba a su cruel hermano Murat. De hecho y aunque él era la autoridad suprema, le asustaba todo tipo de autoridad, así como toda apariencia de ella. Trataba de mitigar sus temores sobornando a todo aquel a su alrededor que tenía poder o aspiraba a tenerlo. Concedió extensas propiedades y lucrativos ingresos a sus ministros, generales del ejército, sus hermanas y, por supuesto, a aquellas de sus favoritas que tenían una influencia especial sobre él. Pero como le motivaba la cobardía y no el amor o la generosidad, lo hacía de mala gana y con sentimientos de antipatía hacia los destinatarios.
Era en esta atmósfera ponzoñosa donde un paso en falso o una palabra indiscreta le podía costar fácilmente la vida a un hombre, donde un día tras otro y un mes tras otro Jaja le informaba a Kösem sobre las deliberaciones del consejo de ministros. No tenía la menor duda de que sus informes llegarían a oídos del Sultán a su debido tiempo, probablemente tendenciosamente presentados y tergiversados de acuerdo con las intenciones y caprichos de Kösem. Pero estaba igualmente seguro de que el Gran Visir y los ministros seleccionaban cuidadosamente lo que discutían en el Diván. Era inconcebible que no se dieran cuenta de que había un espía detrás del ornado enrejado por encima de sus cabezas. ¿De qué servía este escuchar a escondidas e informar después? Jaja se lo preguntaba a menudo. Sus propios sentimientos hacia el Gran Visir eran del más profundo respeto. No es que no se diera cuenta de las flaquezas de este hombre, especialmente ese exagerado egocentrismo que llenaba el recinto del Diván en el momento en que abría la boca. Pero era evidente para Jaja que el Gran Visir era el único que estaba luchando para mantener el imperio unido.