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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (26 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Siguiendo las huellas de su padre, el hijo empezó pronto a asolar los pasos entre Ankara y Hamid-eli, en la ruta principal para las caravanas que se dirigían a Izmir, Bursa y Estambul. Su cuartel general estaba situado al norte de Eskishehir y disfrutó de la ayuda no sólo de todos los demás bandidos del momento por toda Anatolia, sino también de las copiosas filas de desertores del ejército. Aun así, su ambición primordial era entrar, junto con sus seguidores, en el servicio del Estado.

Envió una gran suma en calidad de soborno al Gran Visir Ahmed, con la petición de que les perdonara a él y a sus partidarios y que lo nombraran después gobernador de una provincia. Como de costumbre, el Gran Visir aceptó el soborno pero rechazó la oferta. La reacción de Hayder-oghlu fue saquear la gran caravana de peregrinos entre Akshehir e Ilghun. Su poder era tal que tenía bajo su control la mayoría de las carreteras en Anatolia central y occidental, y obligaba a la gente de la localidad, tanto campesinos como personas de importancia, a que obedecieran sus órdenes.

No obstante, como un hijo ilegítimo que era, lo que más fervientemente deseaba Hayder-oghlu era legitimidad y la seguridad que confiere una posición social reconocida. Y fue esta agonía de una persona de fuera, que desea con toda su alma convertirse en una de dentro, lo que le llegó al alma a Jaja. Le escribió un largo informe a Kösem explicando por qué Hayder-oghlu y sus seguidores merecían ser perdonados y acogidos a la sombra del Sultán, para beneficio de todos sin excepción.

Jaja se dejó llevar por el lirismo, comparando al Imperio Otomano con el sol. Lo mismo que el sol brilla sin prejuicios sobre los elevados y los humildes, así debe el Imperio Otomano abrazar a todos los que suplican protección. Terminó la carta con pródigas alabanzas a la sabiduría y acciones meritorias de Kösem, sabiendo que, a pesar de su exilio del harén, era todavía poderosa y seguía gobernando el imperio a través de sus conexiones con los generales jenízaros.

Se sentía optimista. En cierto modo el haber recomendado Hayder-oghlu a Kösem le hizo concebir esperanzas de que su pelea con Humasha hubiera sido simplemente una riña de enamorados.

Pensó que mañana o pasado mañana Humasha vendría a visitarle muy contrita, para pedirle dinero u otros favores como si lo que había ocurrido hoy no hubiera tenido lugar.

Y, por supuesto, él le otorgaría a manos llenas la absolución y el perdon.

XXIII

Habían pasado tres semanas sin que Jaja hubiera vuelto a ver a Humasha y durante todo ese tiempo le seguían doliendo las palabras tan duras que ella le había dirigido. Además de su insomnio habitual y de indefinidas preocupaciones, una vaga pero persistente sensación de culpabilidad le sugería que él había tenido la culpa de la ruptura de la relación entre ambos. Le había pedido ya a Hafsa, una de las camareras de Ibrahim, que preguntara discretamente por Humasha. Intentó que su petición sonara lo más casual posible, pero no estaba muy seguro de haberla engañado.

—Está con el Padisha —le informó Hafsa con mal disimulada envidia—. He oído decir también que iba a hacerla una Kadinefendi. ¿No es eso increíble? Hay mujeres con suerte. ¡Imagínate! Ayer era una mera Cariye y tampoco muy hermosa, y hoy se va a convertir en la esposa del Padisha.

Jaja luchó dolorosamente para no mostrar ninguna emoción, aunque la impresión fue tan fuerte que le pareció que se iba a desmayar y el corazón le latía con fuerza en el pecho, como si acabara de oír su sentencia de muerte. Lo que deseaba era deshacerse de Hafsa lo antes posible para poder examinar sus avasalladoras emociones. Pero ésta insitió en contarle todo tipo de detalles íntimos que no sirvieron más que para acrecentar su dolor. Mientras tanto había al menos cinco personas que estaban esperando para tratar con él de varios asuntos.

Era ya casi la hora para la oración de la tarde cuando al fin tuvo un momento a solas. Se sentía enfermo y calenturiento y el grito del muecín chirriaba en su oído. Estaba casi decidido a no asistir a la mezquita, pero lo pensó mejor. Allí, al menos, ninguno se atrevería a importunarle con una petición u otra.

Se postró automáticamente y sintió un gran alivio cuando la oración, una de las más largas del día, terminó y pudo retirarse a su cuarto.

No estaba seguro de si era Hafsa o Humasha quien le estaba tomando el pelo. Pero no había nada en el comportamiento de Hafsa que sugiriera otra cosa sino que lo que decía, lo decía en serio. En cuanto a Humasha, no era persona aficionada a gastar bromas. Era más bien dura y carente de sentido del humor.

Por otra parte le costaba trabajo imaginarse que Ibrahim se hubiera podido enamorar de una Cariye tan tosca cuando tenía mujeres muy hermosas en el harén y sus emisarios le estaban buscando más por todo el imperio.

De hecho, Ibrahim le acababa de enviar un emisario a Vardar Bajá, el viejo alcalde de Sivas, pidiéndole que le entregara a su hija Perihan, una celebrada belleza. Le pidió también al alcalde que pagara una suma de treinta mil ackces para contribuir a las «festividades» del Sultán.

El hecho de que Perihan estuviera casada con Ipshir Bajá, el gobernador de Alepo, que la había dejado temporalmente en casa de su padre, no le preocupaba a Ibrahim. Lo único que hacía era inflamar su pasión por poseer a la famosa belleza de la que creía haberse enamorado locamente, sin haberla visto jamás. Se había convencido hasta tal punto que la ausencia de su amada le producía un verdadero dolor físico. Para matar el tiempo hasta su llegada, se dedicó a dormir largas horas durante el día, así como durante la noche o a recorrer su habitación de arriba abajo, como el loco que tenía fama de ser.

Pero aunque Jaja sabía todo esto (el escriba de Ibrahim le había enseñado la carta al alcalde de Sivas, y las camareras le habían comunicado informes sobre el estado mental de Ibrahim), no podía descartar la posibilidad de que, mientras esperaba, Ibrahim hubiera decidido tomar a Humasha como una de sus concubinas.

«¡Y se dice que padece de impotencia! ¿Cómo se comportaría entonces, si fuera sexualmente normal?», se preguntaba Jaja.

El mero pensamiento de Humasha en los brazos de Ibrahim hizo que Jaja tragara saliva y empezara a sudar. Se preguntó si no estaría incubando alguna enfermedad. Le ardía la frente pero se sentía frío como el hielo por dentro. El nudo que tenía en la garganta hacía difícil el tragar. Sin embargo estaba demasiado inquieto para sentarse o echarse. Anduvo de un lado a otro de la habitación durante horas y horas.

Se decidió a averiguar la verdad acerca de Ibrahim y Humasha, aunque sólo fuera porque en lo más hondo de su corazón sabía que lo que había oído era verdad. Ahora estaba convencido de que Humasha no le había contado todo lo que había tenido lugar entre ella y el Sultán. La joven no era el tipo de persona que dejaría que una oportunidad así pasara por su lado sin aprovecharse de ella.

No obstante Jaja albergaba la esperanza de que, si podía coger a Humasha a solas, durante, digamos, una media hora, la convencería del error de su comportamiento. Le recalcaría que Ibrahim tenía ya siete Sultanas, el número máximo de esposas oficiales que se le permitían a un Sultán, y que éstas le habían dado ya varios hijos. Además Ibrahim tenía montones de concubinas, aun descontando los cientos de mujeres con las cuales se había acostado sólo una vez y a quienes había abandonado después. Le hablaría de la extraña costumbre de Ibrahim de enamorarse de todos los tipos de mujeres que le estaban prohibidas conforme al Corán, incluso mujeres a quienes no había visto con sus propios ojos. Le diría que, precisamente en esos momentos, Ibrahim estaba encaprichado con Perihan de Sivas, la hija de Vardar Ali Bajá, a pesar de que no la había visto jamás y a pesar de que ya estaba casada con Ipshir Bajá, el gobernador de Alepo. ¿Qué futuro podría tener una Cariye como Humasha, que no poseía una belleza excepcional o dotes de ningún tipo, en un harén tan loco como el de Topkapi?

Le palpitaba el corazón al pensar en las dificultades que tendría que superar para conseguir ver a Humasha, si ésta consentía en verlo. Si ya estaba en los aposentos del Padisha, no había la menor esperanza de encontrarse con ella. No podía sobornar a los cien eunucos, pajes, guardias y oficiales que merodeaban alrededor del aposento del Padisha durante el día y a aquellos que lo custodiaban de noche. O si Ibrahim la había instalado ya en un apartamento propio en el sector de las Kadinas, sería igualmente imposible evitar las miradas envidiosas de éstas y sus lenguas murmuradoras. Podría, es verdad, haberle escrito una carta, pero Humasha no sabía ni leer ni escribir y Jaja no podía confiar en hombre o mujer para que se la leyera.

Por centésima vez reflexionó sobre todos sus problemas sin que ninguno de ellos le ofreciera un destello de esperanza, mientras que por la ventana medio abierta las primeras brisas de la primavera le traían los aromas de las flores de los jardines de palacio. Humasha se lavaba generalmente la cabeza con agua de pétalos de rosa y el recuerdo de ella hizo que le cayeran las lágrimas por las mejillas. El sufrimiento de toda una vida le parecía ahora más penoso que nunca y le hizo estallar en un incontrolable sollozo.

Alguien estaba llamando con los nudillos a la puerta.

Rápidamente se secó los ojos con la manga de su túnica y confió en que, quienquiera que fuera el que venía a visitarlo, no se diera cuenta de que había estado llorando. Respiró profundamente y abrió la puerta. A la oscuridad del atardecer reconoció al escriba oficial de Ibrahim.

El escriba era un joven armenio, empalagoso y adulador hasta resultar ofensivo. Pero estas cualidades no eran desconocidas en palacio. Lo que desconcertaba más a la gente de él era la taimada mirada de sus ojos. Como tenía la letra más hermosa de todos los habitantes de palacio y tal vez de Estambul (hasta mejor que la de Ahmed Bajá, el Gran Visir, que era famoso por la belleza de su escritura), tenía la absoluta confianza de que Ibrahim no se desprendería nunca de él; por añadidura la letra del Padisha era un puro garabato y estaba llena de faltas de ortografía. Por consiguiente el escriba no dudó en aprovecharse de su situación y empezó a vender el contenido de 1» correspondencia de Ibrahim al mejor postor. En tales circunstancias, esto era hasta comprensible. Pero lo que Jaja encontraba imperdonable era el regodeo malicioso que experimentaba el escriba al revelar la naturaleza cruda y obscena de la correspondencia de Ibrahim.

En una ocasión le mostró a Jaja la copia oficial de una de las cartas de Ibrahim a Semin Bajá, que era entonces Gran Visir. Empezaba con frases como: «¡Tú, hijo de puta…! ¡Si no haces lo que estoy a punto de decirte, te mandaré decapitar!». Jaja se quedó sin habla y rehusó leer el resto de la carta. Adulador, cobarde y avaricioso como lo era Semin Bajá, corría no obstante por sus venas sangre real, al ser descendiente de Solimán el Magnífico. No se debía uno dirigir en esos términos a un hombre de tan ilustre linaje, pensó Jaja. Pero mayor que su horror ante el tono de la carta fue su resentimiento al notar el notorio placer gratuito del escriba al constatar la vergonzosa pérdida de dignidad que estaba experimentando el imperio. Con el tiempo Jaja llegó a odiar a este hombre con toda su alma y evitaba, en la medida de lo posible, todo contacto con él.

—Te he traído la carta de Vardar Ali Bajá al Padisha, Agá Nergis —dijo el escriba con una sonrisa maliciosa en la comisura de los labios—. ¡Es de mal agüero y tiene un incalculable valor si cae en las manos adecuadas!

—¡Ah, sí! —gruñó Jaja despreciativamente.

—Sí, la puedes leer tú, si quieres —respondió el escriba, entregándole la carta a Jaja con evidente satisfacción.

Jaja leyó toda la carta del alcalde de Sivas. No había nada en ella que uno no esperara de un turco noble, un musulmán piadoso y el jefe de su propia tribu. El viejo Vardar Ali Bajá, con pleno conocimiento de que estaba probablemente haciendo caer sobre su propia cabeza la ciega ira del Sultán, trataba simplemente de explicarle que Sivas no era Estambul, ni sus habitantes estaban acostumbrados a entregar a la prostitución a sus mujeres y a sus hijas. En lo referente al donativo para las «festividades» del Sultán, el pueblo de Sivas era demasiado pobre para subvencionar orgías imperiales.

—¿Qué te dije? —exclamó el armenio.

—Es la carta de un noble turco a quien se ha ofendido gravemente; no veo ningún mal presagio en ella —replicó Jaja, aunque se sentía plenamente consciente de las graves implicaciones de la carta.

—Pero debías haber escuchado las noticias de Sivas traídas por el emisario del Sultán. Parecer ser que el viejo Vardar, junto con otros gobernadores de Anatolia, está reclutando un ejército para atacar Estambul. Aunque estas noticias no sean verdad, sí lo es el que el Sultán nunca le perdonará a Vardar sus insultos. Así que ya ves que se nos echa encima un período difícil —dijo el armenio con evidente satisfacción—. Por otra parte, yo me pregunto lo que el marido de esa mujer, Ipshir Bajá, hará, al ver al Sultán deseando carnalmente y con desvergüenza a su bella esposa. He oído decir que es un hombre fuerte y valeroso.

Sosteniéndose el mentón con la mano, Jaja permaneció silencioso, mientras miraba al armenio y se preguntaba por qué hay gente que experimenta placer en el mal.

—Asumo que informarás de todo esto sin demora a la Sultana Validé. Me preguntó cómo reaccionará —dijo el escriba guiñándole un ojo a Jaja como para decirle que, puesto que ella les pagaba a los dos, Jaja no tenía por qué adoptar aires de grandeza.

—No te preocupes. Todo le llega a su debido tiempo a la Sultana Validé —contestó Jaja fríamente, volviéndole la espalda al escriba para indicarle que la sesión había concluido.

En contra de lo que Jaja suponía, el palacio no reaccionó a la ofensiva carta de Vardar Ali Bajá. En su lugar se le envió una carta a Sivas para confirmarle en su puesto de alcalde de la ciudad. A pesar de haber hecho varias indagaciones, Jaja no logró enterarse de si fue la decisión de Ibrahim o del Gran Visir el no castigar a Vardar Ali. Que él supiera, el Gran Visir Ahmed Bajá tenía más o menos libertad para tomar decisiones en el gobierno del imperio. Su táctica era mantener a Ibrahim en la ignorancia en la mayoría de los asuntos de Estado, incluido el progreso de la guerra en Creta, y al mismo tiempo tratar de ocupar su atención con jolgorios y fiestas en las que se despilfarraban lujo y dinero. Cuando uno de los yernos de Ibrahim compareció ante éste para protestar de que su Gran Visir no le estaba diciendo la verdad acerca de los asuntos del imperio, Ahmed Bajá replicó fríamente que no se debían importunar los delicados oídos del Padisha con tales trivialidades.

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