El taburete sobre el que estaba sentado Lale empezó a crujir. Lale estaba empezando a ponerse de pie. Lo logró la tercera vez. Estaba seguro de que Jaja había entendido sus juiciosas palabras. Su único temor era, sin embargo, que al tratar de tranquilizar a Jaja hubiera revelado demasiado sus pensamientos más íntimos.
—¡Que Alá y el Profeta tengan piedad de mi alma! —murmuró entre dientes mientras caminaba con lentitud y dificultad hacia la puerta—. Siempre me atraco de comida y hablo demasiado. Tal vez ésa es la razón por la que no concedieron la libertad a un indiscreto como yo.
Sin que él lo supiera, Jaja había sido ya seleccionado como un futuro miembro del Khas Oda, la Cámara Privada, que constaba estrictamente de cuarenta miembros: treinta y nueve esclavos y el Sultán, que hacía el número cuarenta. A esto se debía el especial cuidado que Jaja estaba recibiendo.
A pesar de lo que Lale le había dicho a Jaja, la Ley de Fratricidio no se había abolido. Cierto es que Ahmed I no mató a Mustafá, su hermano, hijo de la misma madre, después de subir al trono. Tal vez estaba aún horrorizado por la muerte de los diecinueve niños que habrían sido sus tíos o tal vez le dio pena de Mustafá. Después de todo Mustafá era débil de mente y cuerpo y no se le podía considerar en manera alguna como una amenaza para el Sultán. Así que, por la razón que fuera, Ahmed decidió encerrar a su hermano en los Kafes con las dos odaliscas, cuya esterilidad se había comprobado, para entretenerlo.
No obstante, durante sus catorce años de reinado, Ahmed pensó en dos ocasiones en matar a su hermano menor, que estaba medio loco, y otras tantas veces hubo algo que le impidió llevar a cabo su plan. El primer conato se frustró porque no podía dormir por la noche. Le asaltaban sueños aterradores y apariciones horripilantes que le advertían de las consecuencias del despiadado acto que estaba a punto de cometer. En la segunda ocasión, Ahmed iba dándose un paseo una bella mañana de noviembre, rodeado de una bandada de favoritas, cuando Mustafá, flanqueado por dos carceleros, se acercó hacia su hermano arrastrando los pies. Fue el propio Ahmed quien había dado permiso para ese paseo semanal, pero en este momento lo lamentó.
Ahmed no había visto a su hermano desde hacía mucho tiempo y Mustafá ofrecía un aspecto repulsivo: cargado de hombros como un viejo, sin lavar y sin afeitar, con el sucio turbante mal colocado sobre su pequeña cabeza, el caftán arrugado por haber dormido con él puesto y las babuchas cubiertas de fango. Para enfurecer aún más a Ahmed, Mustafá, como el verdadero loco que era, se agachaba cada vez que daba unos pasos para olfatear e inspeccionar el suelo, como un animal hambriento.
Esta inesperada escena fue demasiado para Ahmed, sobre todo porque tuvo lugar delante de sus favoritas. Le arrebató a uno de sus pajes un arco y una flecha y apuntó contra su hermano.
Pero no pudo disparar. De repente, sintió un dolor insoportable en el brazo y en el hombro y tuvo que soltar el arco y la flecha, con gran asombro de las mujeres que iban con él. Esto le afectó de tal manera que le empezó a temblar todo el cuerpo y pidió que le trasladaran a palacio.
Kösem, su segunda Kadina, quiso llevárselo a su apartamento, pero con gran sorpresa suya, él insistió en que lo llevaran a su propio dormitorio. Kösem tenía seis años más que él y se la habían presentado cuando era casi una madura mujer de veinte años, mientras que él era sólo un muchacho de catorce. Aunque había tenido otras mujeres antes de ella, no tardó mucho tiempo en encapricharse de Kösem, que en rápida sucesión le dio cuatro hijos y varias hijas.
Kösem era griega de nacimiento y su verdadero nombre era Nasya o Anastasya. Se la llamó Kösem por la asombrosa suavidad de su piel. Dominante y calculadora no tardó en dominar, no sólo al Sultán, sino a todo el harén y el Diván. Tenía una acérrima rival, Mahfiruze Hadice, la Bashkadin o la principal Kadina, que era la primera que le había dado a Ahmed un heredero al trono. Pero la agilidad mental de Kösem y su insaciable apetito de intrigas iban a ganarle la batalla a su rival.
Ahora, sin embargo, mientras daba vueltas por su habitación, se sentía en extremo inquieta. Habían pasado dos días desde aquella mañana en que Ahmed se había sentido misteriosamente afectado al tratar de matar a su hermano, y no la había llamado todavía. Ella había intentado visitarlo pero el Kizlar Agá se lo había impedido. —El Sultán está indispuesto y ha dado órdenes estrictas de que nadie venga a verlo —había dicho el Kizlar Agá.
Kösem no sabía qué esperar. Sabía que el Sultán había sido siempre profundamente religioso y supersticioso. No obstante la alarmaba la manera en que no se sentía capaz de matar a su hermano. Estaba convencida de que Mustafá había adquirido ya la dignidad de un santo a los ojos del Sultán. Pero ¿qué consecuencia se podía sacar de esto? Se devanaba los sesos sin llegar a una conclusión definitiva, pero su infalible instinto le decía una y otra vez que la repentina aflicción del Sultán era mortal. Y si era así, no había tiempo que perder. Era preciso considerar la cuestión de la sucesión, de la cual dependía, no sólo el futuro de sus hijos, sino su propia posición.
Dejó de recorrer la habitación de un lado a otro a fin de forzarse a pensar más metódicamente. Normalmente Kösem no era mujer que permitiera que sus emociones le ofuscaran el juicio, a pesar de que la vida en el harén la había llevado más de una vez a accesos de celos y odio vengativo. Pero ahora tenía que hacer un supremo esfuerzo de voluntad para calmar su inquietud. Cuanto más pensaba en Mustafá, más absurdo le parecía el que pudiera suceder a su hermano en el trono. Que ella supiera, jamás en la historia de la dinastía otomana había habido un hermano que sucediera al Sultán en el trono. Por consiguiente, cuerdo o loco, Mustafá no presentaba ninguna amenaza ni para ella ni para sus hijos.
Esto dejaba el camino libre al violento Osmán, el hijo de su encarnizada rival Mahfiruze Hadice. Como primogénito de los Shahzades, Osmán era el heredero legítimo al trono. Y si finalmente esto ocurría, probablemente supondría la cuerda de seda del arco para sus hijos y el destierro de ella y sus hijas al viejo palacio. Y como le había dado al Sultán herederos varones, no se le permitiría volverse a casar, y tendría que pasar el resto de sus días en una muerte en vida en el viejo palacio.
Se apoderó de ella un temor mortal y su viejo e implacable odio hacia Mahfiruze le anegó el corazón. Lamentaba no haber hecho lo necesario para deshacerse del hijo de su rival, Osmán. ¿No había la sultana Khurrem obligado a su marido, Solimán el Magnífico, a matar a su primer hijo, Mustafá, para asegurar el trono para sus propios hijos? ¿Por qué no había hecho ella lo mismo? Y ahora era demasiado tarde… O ¿lo era realmente?
Envenenar a Osmán y a su madre era totalmente imposible. Tenían su propia cocina privada y una persona que probaba sus alimentos. Lo que se necesitaba era un acto de traición en el que se implicara a Osmán para de esa manera asegurar su muerte. No sería difícil arreglar esto si hubiera tiempo para hacerlo. Ella tenía amigos entre los visires, o ministros del Sultán, y los soldados del cuerpo de infantería. Probablemente el Mufti otorgaría su aprobación al asesinato de Osmán o al menos a su deposición, si es que subía al trono. ¿No había mostrado Osmán en muchas ocasiones su desprecio hacia el islam y los ulemas?
El sonido de pisadas en el espacioso patio fuera de su habitación interrumpió sus pensamientos. Se levantó de un salto y se dirigió a abrir la puerta.
Las facciones de su rostro se endurecieron cuando vio que era el Kizlar Agá. No era uno de sus amigos. De hecho, sospechaba que era un aliado de su rival y por lo tanto un enemigo. —¿Qué te trae aquí? —le preguntó con brusquedad. El Kizlar Agá, con las manos cruzadas frente al pecho, se inclinó y anunció que el Sultán deseaba ver a su estimada señora.
Kösem detectó una carencia de auténtico respeto en la actitud del Kizlar Agá y la mirada que le dirigió quería más o menos decir: «¡Hijo de perra, ya te llegará el turno!».
Pero se apresuró y cruzó el patio, bajando al Vestíbulo de la Tierra hasta llegar a la inmensa antesala del Salón Real.
La estancia estaba llena de gente: ministros, jefes del ulema militar, pajes y eunucos. Durante unos instantes se sintió apurada. Se había olvidado de ponerse su velo. Pero muchos de los que estaban presentes no se dieron cuenta de su llegada, ni de cómo se abrió paso hasta una puerta lateral que daba a la alcoba de Murat III, que Ahmed utilizaba ahora como la suya propia. Como si fuera un mal presagio, se encontró al entrar con un ulema cantando el Corán. Dentro, en la estancia ligeramente en penumbra, el aire despedía el hedor de una enfermedad mortal.
Ahmed I yacía en el lecho con las mejillas hundidas, sus inflamados párpados herméticamente cerrados y exhalando entrecortadamente su aliento. La palidez de su rostro asustó a Kösem. Porque era indudablemente la palidez de la muerte. El médico de palacio estaba de pie, en actitud desvalida, junto a la monumental chimenea. Su mirada estaba fija en el Sultán agonizante.
Kösem se arrodilló junto al lecho y tocó la mano de Ahmed. Estaba ardiendo. Levantó la mirada hacia el médico.
—Se acaba de quedar dormido, honorable Kadina, sería mejor no despertarle.
—¿Cuál es la dolencia que aflige al Sultán?
—Creo que es tifus, honorable Kadina, aunque puedo estar equivocado.
—¿Y podéis hacer algo por él?
—Alá es misericordioso, honorable señora.
Kösem comprendió lo que quería decir y le dio un vuelco el corazón, pero mantuvo los ojos fijos en el médico. Fuera porque quería evadir las preguntas que ella evidentemente deseaba hacerle, o fuera debido a una actitud de respeto, cruzó las manos delante del pecho, se inclinó profundamente y salió de puntillas de la habitación.
Sola con su señor agonizante, permaneció unos momentos agachada en el suelo, con la cabeza apoyada en el borde de la cama del Sultán.
Se había apoderado de ella una desesperada lasitud que hacía difícil hasta el mero acto de pensar. Tan sólo era consciente del ritmo irregular de la respiración del moribundo Sultán y del fúnebre canto del ulema a la entrada de la estancia. Pasó el tiempo, o quedó suspendido; las emociones, paralizadas. Entonces, de repente, se dio cuenta de que el silencio de la habitación era absoluto.
Con el corazón palpitante, se levantó de un salto y se inclinó sobre el Sultán. Éste había dejado de respirar. Por espacio de unos instantes, debatió si debía romper en sollozos, como exigía la costumbre. Pero Kösem no era ese tipo de mujer. En lugar de hacerlo, cruzó al otro lado de la habitación donde había una fuente de tres pisos y se refrescó la cara con un poco de agua fría, antes de volverse para hacer frente a la estancia.
Con ojos claros y firmes, empezó a inspeccionar cada rincón de la habitación: el techo, las paredes, las altas ventanas con vidrieras, la chimenea, el armario empotrado, la tapicería, el inmenso lecho; durante todo el tiempo se sentía consciente, al hacerlo, de la probabilidad de estar viendo todas esas cosas por última vez.
Era una habitación magnífica, grande y cuadrada, con una inmensa cúpula sujeta por arcos triangulares. La cúpula estaba decorada con relieves que representaban millares de pétalos de hojas de palmera y arabescos pintados en lapislázuli y oro, sobre un fondo rojo. Pequeños espejos en forma de estrellas, incrustados en las decoraciones, hacían que toda la cúpula resplandeciera. Las paredes estaban totalmente revestidas de azulejos y en la parte superior, a lo largo de las tres paredes, había una inscripción del Corán. Kösem la leyó, como si la viera por primera vez:
¡ALÁ! NO HAY MAS DIOS QUE ÉL, EL DIOS VIVIENTE, EL QUE EXISTE POR SÍ MISMO, EL ETERNO. NI EL SOPOR NI EL SUEÑO PUEDEN APODERARSE DE ÉL…
Respiró hondo. El leer esto le proporcionó cierto consuelo y fortaleció su voluntad. «Ni el sopor ni el sueño pueden apoderarse de Él…», se repitió a sí misma. ¿No era esto, al mismo tiempo, un mensaje y un precepto para ella? Su supervivencia en el harén dependía de una eterna vigilancia. De no ponerla en práctica, la cogerían desprevenida y se hundiría. ¿De qué servían los gemidos y los golpes en el pecho? Éstas eran las muestras de la debilidad de su sexo; pero Kösem no era como otras mujeres.
Dirigiendo una última mirada al sultán muerto, se ajustó sobre la cabeza su turbante salpicado de joyas y salió del cuarto. Fuera estaban el Kizlar Agá, el ulema canturreando su fúnebre retahila y varios de los más importantes eunucos. «Vuestro amo», anunció Kösem, «ha muerto.»
Así murió Ahmed I a la edad de veintisiete años y durante trece de ellos Kösem había vivido con él.
Su relación fue tormentosa desde el principio. Ella había estado en el harén cinco años antes de que Ahmed se fijara en ella. Raptada cuando era joven, la había comprado a bajo precio en el mercado de esclavos su primer amo, que le había dado una buena educación. Pero con el paso de los años se había aburrido de ella y le había irritado sobremanera su creciente insolencia. La vendió finalmente, con considerable provecho, al Kizlar Agá, a quien le había impresionado su asombrosa belleza, especialmente su brillante cabello color de azabache y su suave cutis del color del marfil. En el largo proceso de regateo acerca del precio, el astuto mercader afirmó, como hacían a menudo, que era virgen, pero indudablemente él sabía que no lo era. Por otra parte el Kizlar Agá era demasiado perezoso para comprobarlo. De hecho, Kösem había adquirido una intensa experiencia en el lecho del mercader y esto la había dejado con una opinión muy baja de los apetitos carnales de los hombres.
Como novicia en el harén, dormía por la noche en una habitación que compartía con otras diez jóvenes, una de las cuales, que era una especie de fideicomisario, tenía la misión de informar a la Kahya, la persona encargada de las muchachas, sobre cualquier comportamiento indecoroso de éstas. Durante el día Kösem estaba asignada a un Oda (un departamento del harén), donde recibió su aprendizaje bajo el Hazineder Usta, el Departamento del Tesoro del harén. Demostró pronto ser una administradora capaz y se la encargó de controlar los gastos del harén, tarea muy complicada que llevó a cabo casi sin ayuda de nadie. De hecho sus sugerencias acerca de un método más organizado de pagar las pensiones a aquellas mujeres que habían salido ya de Topkapi para entrar en el viejo palacio, causó una gran sensación.