«Apenas había pasado allí unos cinco minutos, cuando llegó un paje con la orden de que el Kizlar Agá acudiera a la presencia de la Sultana Validé. El Kizlar Agá estaba disfrutando de su descanso del mediodía y no le hizo ninguna gracia el tenerse que levantar para satisfacer el capricho de su Sultana. Bostezó y maldijo a Safiye entre dientes. ¡Tendrías que haber visto su rostro cuando regresó! Yo le pregunté que qué ocurría, pero él se negó a responderme. Pero después de una pausa embarazosa, me dijo:
»—La Sultana Validé quiere que reunamos a todos los hijos del difunto Sultán para una audiencia con el nuevo Sultán esta tarde.
»—¿Con sus madres?
»—No, ellos solos.
»Se me cayó el alma a los pies. Aunque no era sorprendente que el Sultán deseara ver a los hermanos a los que no había visto nunca, sí era extraño el que pidiera verlos sin que sus madres o sus nodrizas estuvieran presentes. Cuatro de sus hermanos tenían menos de cuatro años, el mayor sólo unos once. El corazón me dijo que se estaba fraguando algo terrible.»
Como el consumado narrador que era, Lale exhaló un profundo suspiro y se calló, como si no se diera cuenta de que todos los jóvenes eunucos que estábamos sentados a su alrededor teníamos las bocas abiertas y los ojos clavados en él. Durante unos momentos fijó su mirada en la distancia. Después, exhalando otro suspiro, dijo:
—¡Necesito un poco de café!
Varios jóvenes eunucos se levantaron con prontitud y se precipitaron a la cocina para preparárselo, mientras que él entretenía a los eunucos mayores (que debían de haber oído su historia un millón de veces) con una conversación trivial. Jaja no se había precipitado a preparar el café de Lale. Estaba en actitud soñadora y muy cansado después de un día de duro trabajo. Encontraba muy difícil despertarse todos los días antes del amanecer para decir la primera oración y aún más difícil concentrarse en la escuela para aprender a leer, a escribir y a recitar el Corán de memoria. Era su segundo invierno en el harén y no se había ambientado todavía. Todo le parecía moverse demasiado deprisa. La opinión general que se tenía sobre él, tanto en la escuela como en los aposentos de los eunucos, era la de que era un muchacho listo y aplicado. Pero él no era aún consciente de que estaba causando esa impresión. Y ahora el calor de la chimenea y la voz de Lale le estaban produciendo un estado de semiinconsciencia, lleno de recuerdos distantes e indistintos. Debía de haberse quedado dormido porque de repente oyó decir a Lale:
«… Y mientras observaba a los niños besando la mano del Sultán, empecé a temblar, porque yo era el único que había adivinado lo que iba a pasar. Sí, el Sultán les dijo que había que circuncidarlos inmediatamente para que fueran auténticos musulmanes. Y al ir pasando uno a uno a la habitación contigua para ser circuncidados, los hombres mudos que los estaban esperando los fueron estrangulando con una cuerda de arco de seda… ¡Diecinueve hermosos niños estrangulados en menos de una hora!»
Jaja oyó castañetear de dientes. ¿Eran los suyos o los del muchacho que estaba a su lado? Y acto seguido oyó la carcajada de uno de los eunucos mayores mientras que otro gritaba:
—¡Que Alá y el Profeta te maldigan, Lale! ¡Cállate y no asustes a estos niños!
Lale contestó, fingiendo resentimiento:
—No los asusto. Estoy simplemente enseñándoles nuestra historia. ¿Es que quieres que crezcan sin conocer nuestro pasado?
Y entonces les contó a los muchachos cómo a la mañana siguiente, el Sultán, conforme a la costumbre, recibió la notificación oficial de la muerte de sus hermanos escrita con tinta blanca sobre papel negro. Sólo entonces fue a inspeccionar los diecinueve pequeños ataúdes hechos de madera de ciprés antes de que los enterraran al lado de su padre. El Kuloglu no derramó ni una lágrima. Y eso no fue todo. El Sultán ordenó a continuación que a las siete concubinas de su padre que estaban embarazadas se las atara en sacos y se las arrojara al Bosforo. Así y todo, desde aquel momento en adelante, Mahomet III estuvo sometido a su madre Safiye, de la casa veneciana de Baffo. Ella le suministraba un número interminable de jóvenes para debilitarle, como a su padre. Gobernó apenas nueve años y murió dejando solamente un heredero cuerdo, Ahmed I, el padre del actual Sultán y otro hijo medio loco llamado Mustafá.
Esa noche Jaja no pudo dormir. Al principio lo mantenía despierto el reflejo de la luna a través de los cristales de la ventana. Volvió la cara hacia la pared, pero por una razón u otra, la luna seguía brillando directamente sobre su rostro. Peor aun: de vez en cuando la luna tenía la cara de la vieja arpía que lo había castrado, con su boca desdentada torcida hacia un lado por el esfuerzo que requería su tarea. Eso le hacía temblar. Intentó pensar en cosas que le habían proporcionado placer. Los exquisitos azulejos de Iznick, con las inscripciones del Corán, que cubrían las paredes de los recintos de los eunucos. ¡Cómo le gustaba pasar las manos sobre ellos para notar su suavidad! Y ¡cómo parecía ofrecerle siempre protección el pórtico de sólido mármol del que colgaban linternas de bronce! Las ventanas enrejadas parecían invitarle siempre a entrar. Los frescos corredores de mármol lo llevaban todas las mañanas a la Puerta de la Pajarera que se encontraba en la esquina del tercer patio, más allá de la Puerta de la Felicidad.
¡Cuánto le gustaba estar en el tercer patio! Era un paraíso de jardín. A un lado, entre los árboles bajos, se alzaba un edificio rectangular de un solo piso, de mármol blanco, con su tejado dorado que sobresalía un poco, sujeto por magníficas columnas. Esta era la Sala del Trono, utilizada pocas veces y sólo para recibir a embajadores. Al otro lado del patio se hallaban los edificios de la cámara del Sultán que ocultaban los apartamentos del harén. Aquí, en el tercer patio, había que observar órdenes estrictas de no detenerse y de mantener absoluto silencio. Pero Jaja no podía por menos que demorarse en el jardín cuando pasaba en su camino de ida y vuelta de la escuela de palacio, que estaba situada en el lado norte de éste. No podría haber otro lugar en el mundo más tranquilo ni más bello. El silencio era tal que Jaja podía oír el crujir de una rama bajo sus pies o el revuelo de una dorada hoja al caer al suelo. Pensaba, cada vez que caminaba a lo largo de las cuidadas aceras, entre los macizos de flores, que este lugar debía de ser el paraíso mencionado en el Corán.
Pero ninguna de estas imágenes de una vida afortunada tenían esa noche el poder de tranquilizar su espíritu. La imagen de los diecinueve pequeños ataúdes se le había metido en el alma y lo atormentaba.
¿Había pasado todo este tiempo en un sueño? ¡No cabía duda! Durante todo el tiempo que llevaba ya en el harén, apenas se había dado cuenta de hechos de importancia general. Sus inmediatos alrededores físicos habían absorbido toda su atención: la gorra y el caftán rojos con que iba ataviado, la excelente comida que tomaba, su alacena empotrada en la pared, su habitación, los azulejos de Iznick, las sólidas columnas de mármol, los frondosos jardines, las extrañas y hermosas flores y, sobre todo, el aprender a leer y a escribir, indudablemente la cosa más extraña que había inventado jamás el hombre.
Y mientras los otros muchachos disfrutaban de un sueño profundo, él temblaba y daba vueltas en su colchón. Hacia el amanecer empezó a vomitar y los ruidos que hacía despertaron a un viejo eunuco en el segundo piso, que vino a ver lo que le pasaba. Al tocar el brazo de Jaja, el eunuco se dio cuenta de que tenía una temperatura peligrosamente elevada.
Se llevaron a Jaja a la enfermería de los eunucos. Cuando fallaron todos los esfuerzos para que dejara de vomitar, mandaron a buscar al médico de palacio. Era éste un viejo judío español, deseoso de agradar, que hablaba todavía con el acento de sus antepasados, que habían encontrado refugio entre los turcos después de haber sido expulsados de España.
—No tengas miedo, muchacho. ¡No llevo nada con lo que pueda hacerte daño!
Ésas fueron las primeras palabras que le dijo a Jaja, levantando sus brazos nudosos en el aire, con las palmas hacia arriba para transmitir con más elocuencia el significado de sus palabras. Aun así, Jaja lo miraba con sospecha, sospecha que se intensificó cuando el médico judío pidió verlo solo y desnudo. Jaja había sido ya objeto de ciertas provocaciones por parte de algunos estudiantes que asistían a las clases más avanzadas de la escuela de palacio. Eran todos blancos, hijos de los visires y de los bajás.
—No te pasa nada ni en el estómago ni en los muslos —murmuró el viejo doctor, fingiendo que no se había dado cuenta de que le faltaban los genitales y haciendo presión con sus dedos en la ingle de Jaja—. Ahora date la vuelta y déjame que te examine la espalda.
Jaja apretó los dientes y se puso boca abajo.
—Tu espalda tiene un aspecto perfectamente sano —fue el diagnóstico.
Lo que el anciano doctor estaba buscando eran las manchas oscuras en la piel o los bultos en las glándulas linfáticas, primeras señales de ese visitante que acudía con frecuencia a Estambul, la Plaga.
—¿Sientes una sed insoportable? Es otro síntoma de la muerte negra.
—No.
—¿Estás muy cansado?
—No mucho. Lo único que me pasa es que no puedo beber nada sin vomitarlo enseguida.
—¡Hum…!
Desconcertado, el médico movió varias veces de posición su negro solideo que llevaba asentado en la coronilla y clavó en Jaja una mirada prolongada e inquisitiva. Resignado, movió la cabeza y le recetó una poción para calmarle el estómago, y compresas de vinagre para bajarle la fiebre.
Transcurrió una semana. La temperatura de Jaja había vuelto a la normalidad. Pero su estómago se resistía a calmarse. Era incapaz de digerir alimento alguno y durante esa semana se quedó delgadísimo. Por añadidura se estaba comportando de una manera extraña. Durante horas, se cubría la cabeza con una manta y se negaba a hablar con nadie. Se hizo venir otra vez al médico. Jaja estaba esperándole con cierta irritación cuando se abrió de par en par la puerta del cuarto y el cuerpo inmenso de Lale llenó el umbral. Este suceso era totalmente inesperado y a Jaja le dio un vuelco el corazón. Lale tuvo que moverse de lado por el estrecho pasillo. Detrás de él venía un humilde paje con un taburete. Hacía mucho tiempo que Lale no se podía sentar en el suelo y levantarse sin que le ayudaran. Con una voz brusca, Lale dio órdenes de que pusieran el taburete a los pies del colchón de Jaja y ordenó al paje que se marchara.
—¡Ahora me vas a decir qué es lo que realmente te pasa! —dijo Lale después de haberse sentado en el taburete con gran dificultad. El tono de su voz era duro, pero paternal.
—No lo sé, Agá… Creo que es mi estómago.
—¡El estómago! —repitió Lale con un gruñido de mofa—. Dime, Nergis, ¿no será que te asusté el otro día con lo que conté?
—No sé lo que quieres decir, Agá.
—¡No me mientas, muchacho! —La voz de Lale se elevó, enojada—. Tengo probablemente dos veces la edad de tu padre, quienquiera que fuera. Te di un susto de muerte, ¿no es verdad?
—Sí, Agá, me asustaste un poco.
—Y ahora no puedes dormir por la noche, ¿no?
—Así es, Agá.
—Porque te imaginas que te van a estrangular con un arco de cuerda de seda, como a esos pobres diecinueve niños, ¿no es eso?
Jaja no respondió.
—Bien, no es preciso que digas nada. Tú y yo sabemos muy bien lo que te pasa, ¿verdad? ¡Pero escúchame atentamente, muchacho! Tengo noticias que comunicarte. Eso ocurrió hace unos veinte o treinta años y desde entonces se ha revocado la Ley de Fratricidio. Ya no se estrangula a niños en este palacio. El sultán Ahmed, descanse su alma en paz, se quedó tan horrorizado por lo que hizo su padre que le conservó la vida a su hermano Mustafá, quien llegó a ser también Sultán. Pero, claro está, tenía aun así la obligación de impedir cualquier ocasión de una revuelta armada por parte de su hermano, así que dictaminó que el sultán reinante tenía el derecho de mantener a los otros herederos confinados en los Kafes para el resto de sus vidas. Tal vez hayas visto los Kafes, es el edificio en la esquina noroeste de palacio. La unidad del reino es demasiado importante para permitir que disputas mezquinas entre hermanos, o tíos, o sobrinos, la hagan pedazos, como ocurre siempre entre los infieles de Europa. Aquí no se permiten guerras así. Naturalmente si un sultán no tiene hijos, el mayor entre los herederos que residen en los Kafes tiene suerte y se le corona como al nuevo sultán. ¿No te parece, teniendo en cuenta todas las circunstancias, que es un sistema humanitario? El bien del reino debe tenerse en cuenta por encima de todo lo demás. Ahora, por ejemplo, hay hijos del sultán Ahmed en los Kafes. No pueden salir de allí pero a mí no me parece que vivan tan mal.
—Pero… —Jaja quería decir que esto era cruel, pero Lale no le dio oportunidad de continuar.
—Lo sé…, tú crees que es cruel el mantener encerrados al resto de los herederos del Sultán en los Kafes, durante toda su vida. En ese caso ¡la vida es cruel! Ya es hora de que te des cuenta de esto —dijo Lale con una voz que rezumaba amargura. Y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírle, bajó la voz y añadió—: ¡Tienen cada uno de ellos dos odaliscas estériles para entretenerse! ¡Eso no es más cruel que el que se le haya castrado a uno!
Jaja empezó a llorar. Avergonzado de su debilidad e incapaz de reprimir sus violentos sollozos, ocultó su rostro en el colchón. Lale permaneció en silencio y dejó que Jaja desahogara la terrible angustia que se había ido almacenando dentro de él. Habló otra vez solamente cuando juzgó que Jaja estaba lo suficientemente tranquilo como para escucharlo.
—Nergis —dijo con un tono tranquilizador—, tú eres un muchacho inteligente. Prueba de ello es que después de tan sólo un año aquí, puedes hablar turco mejor que yo y recitar de memoria más versículos del Corán de los que yo he sido capaz de recitar en toda mi vida. No olvides que tú eres uno de los afortunados. Estás al servicio de un sultán y no de cualquier amo miserable en cualquier país de mala muerte. Aquí verás grandes cosas, algunas crueles, algunas que son hasta locuras. ¡Pero no te deben preocupar, no son cosa tuya! No puedes ir por la vida atemorizado de tu propia sombra, por causa de ellas. Nuestra suerte es bastante mejor que la de muchos. ¡No estamos expuestos a que nos estrangulen con una cuerda de arco de seda, porque no formamos parte del orden del universo! Como mucho, somos un pobre apéndice, siempre dispuestos a servir a un amo tras otro. Si morimos antes del momento que nos corresponde, será sólo por casualidad, nunca por un plan premeditado. Dejemos que aquellos que asumen la responsabilidad de hacer girar esta gran rueda corran el riesgo de ser aplastados por ella. Lo único que tenemos que hacer nosotros para sobrevivir es cumplir con nuestro deber y no aspirar a demasiado por encima de nuestra condición.