El harén de la Sublime Puerta (2 page)

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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Las antorchas humeaban y despedían brillantes destellos al arder. Se había metido a las muchachas en una de las tiendas, y con las portezuelas bien sujetas a la tierra permanecían en una oscuridad absoluta. Dos árabes guardaban la tienda, uno en la parte de delante y otro en la de detrás. En otra de las tiendas los muchachos estaban también en una oscuridad total, con las manos atadas detrás de la espalda. Muchos de ellos gritaban y llamaban a sus madres. Pero los ojos de Jaja estaban secos. Aun así, no podía dominar un estremecimiento al oír los gritos terribles que venían de fuera de la tienda, ni encogerse de miedo cuando las portezuelas se abrían y unos brazos fuertes sacaban a otro de los muchachos.

Le llegó el turno. Unas manos lo alzaron del suelo y lo pusieron en una especie de mesa que estaba colocada fuera de la tienda. Apenas tuvieron tiempo sus ojos de acostumbrarse a la luz de las antorchas, cuando una mano le abrió violentamente la boca derramando en ella un fuerte líquido que le abrasó, primero la garganta y luego el estómago. Otros dos hombres se ocupaban de la parte inferior de su cuerpo. Le ataron fuertes ligaduras alrededor del bajo abdomen y de la parte superior de los muslos. Entonces derramaron agua caliente sobre sus genitales. No se defendió. No podía hacerlo. Porque innumerables manos lo sujetaban a la mesa. Pero sí podía ver lo que le estaban haciendo. No experimentó temor, solamente sentía la cabeza embotada y un cansancio extremo. Tampoco se le ocurrió gritar o pedir ayuda, como había oído hacer a otros muchachos. Tenía clavados los ojos en esa parte de su cuerpo que parecía ser, en ese momento, el centro de su ser. Seguía sin creer que le pudiera pasar nada. Entonces apareció en su campo de visión una silueta negra bien conocida y sus ojos percibieron el resplandor de su cuchillo, un cuchillo con forma de hoz. Fue entonces cuando, desde lo más profundo de su alma miserable, exhaló el único grito que iba a dejar escapar antes de perder el conocimiento.

Fue la total castración, conocida con el nombre de Sandali; cortaron los genitales de un solo golpe de cuchillo. Y después, como se hacía en aquellos días, se insertó una aguja de peltre en el orificio principal en la base del pene, para bloquear el paso de la orina, antes de cubrir la herida con polvo de café y una venda.

Los tres días que siguieron fueron días de un dolor terrible, de una agonía imposible de imaginar. Tirado en el suelo de la tienda, Jaja yacía víctima de un dolor insoportable causado por la imposibilidad de orinar y por la intolerable sed, ya que por una razón desconocida el agua les estaba prohibida a los castrados. Se les dio alimento a los que lo deseaban, pero pocos estaban en condiciones de ingerirlo. La segunda noche, dos de los niños más pequeños tuvieron temperaturas muy altas y murieron. El único que tuvo la fuerza suficiente para superar su dolor fue Tombi. Estaba tumbado al lado de Jaja y por el motivo que fuera parecía estar enfadado con él. Cada vez que se encontraban sus miradas, le dirigía un rugido:

—Te lo dije, ¿no es verdad? ¡Estúpido! ¡Que no se te ocurra no creerme otra vez!

Pero al final del tercer día, sólo un prolongado gruñido salía de la garganta del propio Tombi. La insufrible presión a que estaba sometida su vejiga parecía enloquecerle. Había veces en que rugía y desvariaba como un auténtico loco. Entonces, inesperadamente, la portezuela de la tienda se abrió bruscamente y, recortada contra el fondo oscuro del cielo, apareció la negra silueta de la vieja arpía. El terror se volvió a apoderar de la tienda. Con ojos semientornados escudriñó a los jóvenes pacientes durante unos segundos y a continuación se agachó a los pies del muchacho que estaba más cerca de ella. Cortó las vendas y con expertos y rápidos movimientos de sus manos sacó la aguja que bloqueaba el conducto. Un grito rasgó el aire. Pero esta vez fue un grito de alivio, al salir la orina a raudales, como una fuente. Taciturna e impasible, como de costumbre, fue de paciente en paciente y una y otra vez se oyó el mismo grito de alivio cada vez que terminaba su tarea con cada uno de los niños, así como algunas carcajadas infantiles al ver brotar tan copiosa cantidad de orina. Solamente Tombi seguía quejándose. Su herida se había infectado y los conductos internos de la orina se habían inflamado. ¡Pobre Tombi! Estaba destinado a morir después de una insoportable agonía.

ALEJANDRÍA

Espaciosas playas de arena, serenas aguas azules y barcos de todo tipo cubriendo la línea de la costa, y más lejos, en alta mar, la goleta de tres mástiles,
Fátima
, disfrutando de las caricias del sol y esperando a que la ocuparan.

Jaja no había visto nunca ni el mar ni ningún barco. Como tampoco había visto una multitud tan variopinta de gente como la que estaba reunida en la playa. Se quedó sin habla. Habría tal vez unos cien esclavos, hombres y mujeres, encadenados de diez en diez y esperando a que los transportaran a bordo de la
Fátima
. Todos tenían el mismo color de ébano que tenía Jaja, porque los otomanos preferían estos a los esclavos de color cobrizo. Pero no.eran los esclavos la causa del asombro de Jaja. Aparte del inmenso mar y de la goleta
Fátima
, lo que atrajo sus miradas fueron las ropas que llevaban algunos de los hombres: gorros rojos, como feces, turbantes blancos redondos, otros rojos de forma cónica, caftanes de seda blanca con mangas largas que se balanceaban al moverse la persona, cinturones y fajas, vestiduras y botas de todas las formas y tonalidades imaginables.

Todo el mundo, excepto los desdichados y atónitos esclavos, parecía estar agitado y tener mucha prisa; porque había poco tiempo y mucho que hacer. Al ir los negreros transportando a bordo de la
Fátima
a los esclavos, era preciso marcar sobre estos, con un hierro candente, las iniciales de sus amos; a los hombres se les ponía la marca en los brazos, a las mujeres y a los niños en las nalgas. Había que afeitarles la cabeza y el cuerpo, tanto a los hombres como a las mujeres, como precaución contra los piojos. Hubo que cambiar las cadenas por hierros en las piernas, ya que las otras serían incómodas en un barco. Hasta era preciso cortarles las uñas, para restringir su uso cuando los esclavos se peleaban unos con otros por una pulgada de espacio en un barco que iba a estar pronto abarrotado.

Poco antes del caer de la tarde ya los habían metido a todos en la
Fátima
y a los adultos se los había estibado debajo en el acto. Se mantuvo aparte a hombres y mujeres: los hombres, amontonados en la cavidad inferior del barco, las mujeres, en los camarotes. A los niños de ambos sexos, se les permitió, no obstante, que se quedaran en cubierta. A continuación les dieron la primera comida del día. A cada montón de diez se les entregaba un bol que contenía arroz y, a una señal, cada uno de ellos metía en él sus manos y sacaba un puñado. Los marineros se turnaban de forma regular para vigilarlos. Una vez terminada la comida, se les ordenó que cantaran y uno de los marineros jóvenes marcaba el ritmo con una tuba o bugle. Como todas las escotillas y mamparos estaban enrejados, hacía un calor sofocante y pronto el aire se hizo más denso con el hedor acre de las filas de cuerpos apretados unos contra otros, un hedor tan fétido que los marineros subían por turnos a cubierta para respirar un poco de aire fresco.

No iba a ser un viaje muy feliz para Jaja. Se le dio su ración dos veces al día, ya de arroz, ya de ñame, y algunas veces hasta tenía la oportunidad de probar algo diferente cuando los marineros le tiraban un trozo de carne salada o una fruta medio podrida. De bebida, se le daba suficiente agua y cada dos días un poco de vinagre, que al parecer servía para prevenir enfermedades. El tiempo era muy agradable durante la mayor parte del viaje, porque había llegado ya la primavera al Mediterráneo. En noches excepcionales, cuando la temperatura era repentinamente fresca, se cobijaba debajo de unas viejas velas y desde allí contemplaba en silencio las parpadeantes estrellas del firmamento mediterráneo.

A los niños se les prohibió terminantemente ir debajo de cubierta. Jaja pudiera muy bien haber desconocido la existencia de los otros esclavos que estaban en el casco del barco, a no ser por el ritual matutino de arrojar al mar la basura del día anterior o el más truculento espectáculo de depositar a los muertos y los agonizantes en su acuosa sepultura. Pero pasado algún tiempo, todo esto dejó de excitarle porque había encontrado un lugar en el castillo de popa desde donde podía observar cómo limpiaban el barco. Se pasaba la mayor parte del día allí. Estaba fascinado, casi obsesionado, por la forzada separación de las aguas del mar, el fiero azote de las olas contra el casco del barco y los remolinos que se formaban cuando éste avanzaba hacia adelante. Y entonces, al mirar hacia atrás, le gustaba ver cómo el mar se volvía a serenar y regresaba la calma a sus aguas infinitas, como si nada hubiera pasado.

ESTAMBUL

Pero fue en el mercado de esclavos donde los grandes ojos negros de Jaja iban a salírsele de las órbitas, de puro asombro.

Ya en la
khan
o caravasar, donde había pasado los tres días precedentes desde que desembarcaron de la goleta
Fátima
, los viejos esclavos africanos que trabajaban allí . le habían enseñado muchas cosas. La primera fue lo importante que era para un esclavo el tener como amo a un poderoso turco. La segunda era que la sociedad de Estambul estaba muy rígidamente estratificada. Los turcos eran los primeros, seguidos por otros musulmanes, fueran las que fueran su raza y su color. Apenas se toleraba a una gente extraña llamados cristianos, mientras que otros llamados judíos ocupaban un lugar ligeramente mejor. Y por último se enteró de la importancia que tenía la ropa que uno llevaba. No solamente indicaba la riqueza y el poder del que la llevaba, sino que por añadidura proclamaba el grupo determinado de gente a quien se pertenecía. Los cristianos tenían que ir vestidos de negro y pintar sus casas de ese color, los judíos tenían que llevar zapatos de color azul pálido, los armenios de un color carmesí oscuro. Y en las raras ocasiones en que se les permitía ir a caballo, todos ellos tenían que bajarse de él cuando se encontraban con un musulmán.

Aprendió también algo sobre deberes civiles. Por ejemplo, uno debe obedecer al Sultán hasta exhalar el último aliento, pero a quien más debe temer es a los jenízaros (o
jenicheri
, la infantería del Sultán). Porque estos últimos eran no sólo veleidosos sino indisciplinados. Se enteró de que los spahis (la caballería del Sultán) eran especialmente desagradables y estaban casi siempre en malas relaciones con los jenízaros. Aunque Estambul era la capital de un gran imperio, era no obstante un lugar muy peligroso, hasta tal punto que los habitantes de los barrios acomodados de la ciudad pagaban a vigilantes especiales para que patrullaran sus calles por la noche. Había un suburbio en Estambul, donde vivían y trabajaban los curtidores, que debía evitar a toda costa cualquiera a quien le importara un bledo su vida en este mundo o en el otro. Los curtidores eran no sólo asesinos y criminales sino además intocables. Podían hasta mancillarle a uno con su aliento. Utilizaban en su trabajo excremento de perro, a pesar de que los perros, según los musulmanes, eran el colmo del sacrilegio y no digamos sus excrementos. Tal vez el consejo más práctico que se le dio a Jaja es el de que nada se podía ganar o realizar en Estambul sin pagar un soborno llamado
baksheessh
. Hasta el Sultán estaba dispuesto a recibir un buen
baksheessh
por un acto de amabilidad o por un acto de Estado. De hecho, era él a menudo quien lo exigía.

Pero todo esto era puramente conocimiento teórico que almacenó en su mente para cuando lo pudiera necesitar. Desde que había llegado a Estambul, no se le había permitido ver nada más allá del patio interior de la
khan
.

Y ahora, bien limpio y untado de aceite, se encontraba de pie a un lado del mercado de esclavos, con un grupo de esclavos negros, esperando un comprador. Era por supuesto inútil tratar de seguir las discusiones e interminables negociaciones y regateos que tenían lugar a su alrededor, puesto que no entendía una palabra de turco. Era mejor, pensó, regalarse los ojos con los otros artículos que se vendían en el mercado.

¡Y de repente un nuevo e increíble motivo de asombro! En la
khan
se había dado cuenta de que todas las mujeres turcas iban siempre casi totalmente cubiertas con un velo. Hasta la que lo lavó y untó de aceite, a pesar de no ser más que una humilde sirvienta, no se había quitado el yashmak o velo que llevaba apretadamente enrollado en torno a su cabeza. Pero ¡quién lo iba a decir! Contrariamente a lo que se esperaba, había mujeres blancas, jóvenes y extraordinariamente bellas, que no llevaban más que una túnica bordada, de gasa de seda blanca, que ponía de relieve sus encantos, hasta el negro triángulo entre las piernas.

Al principio no lo podía comprender, pero poco después se le ocurrió pensar que todas estas mujeres jóvenes, cuyo pelo y ojos, negros como el ébano, contrastaban llamativamente con su cutis, blanco como la nieve, eran también esclavas como él, destinadas a ser vendidas al mejor postor. Y al darse cuenta de esto, experimentó también un sentimiento extraño parecido a la envidia. Nunca, en toda su vida, se había encontrado tan desgarbado. Se sintió de repente dolorosamente consciente del gran vacío entre sus piernas, de su negrura, de la anchura de su nariz, de la aspereza de su piel y de la carencia general de atractivo de su raza, en. ese mundo de gran refinamiento que estaba empezando a descubrir. Pero aun así, y siendo joven como lo era, tenía ya una fuerte dosis de amor propio. Si lo iban a vender, quería que fuera a un alto precio que demostrara su valía ante sus propios ojos y ante los ojos de los demás. Pero ¿cómo iba a conseguir un precio digno de mención comparado con esas bellezas blancas? Él, por lo pronto, no podía apartar los ojos de ellas. Eran más hermosas que las flores en la primavera.

Un grupo de muchachas circasianas estaban reclinadas en una alfombra roja, a unos pocos metros de él y su perfume invadía las aletas de su nariz. Una de ellas se inclinó hacia adelante, sin doblar las rodillas y se quitó delicadamente una de sus chinelas, movió durante unos instantes sus dedos, a los que se había aplicado el tinte rojizo de la
henna
y se volvió a poner la chinela. Todo esto le partía el corazón a Jaja. La chinela era de lujoso terciopelo rojo, sin talones y con la parte de los dedos levantada hacia arriba. Por una razón desconocida le trajo a la memoria, tal vez más penosamente de lo que hubiera debido hacerlo, el hecho de que él iba descalzo. Y sintió ganas de llorar.

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