El hijo de Tarzán (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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La idea llenó de tristeza al viejo simio. Quería al hijo de Tarzán con el mismo cariñoso afecto que había sentido por el padre, con la lealtad fiel de un perro hacia su amo. En su cerebro y en su corazón de antropoide había alimentado la esperanza de que el muchacho y él no volverían a separarse nunca. Comprendió que se desvanecían todos los planes que había estado acariciando, pero su fidelidad al muchacho y los deseos de éste no disminuyeron un ápice. Aunque le dominaba el desconsuelo, se plegó a la determinación de Jack, que estaba decidido a seguir al safari de los blancos, y le acompañó en la que creía que iba a ser su última expedición juntos.

El rastro sólo tenía un par de jornadas de antigüedad cuando lo descubrieron, lo que significaba que la lenta caravana se hallaba a unas cuantas horas de distancia de ellos, cuyos cuerpos surcaban rápidamente el espacio, de rama en rama, por encima de la enmarañada maleza del suelo que demoraba el avance de los cargados porteadores de los hombres blancos.

El chico iba delante; la excitación y el deseo de disfrutar cuanto antes de la alegría de avistar la cara vana le impulsaban a anticiparse a su compañero, para el que alcanzar aquel objetivo sólo significaba tristeza. De modo que Jack fue el primero en avistar la retaguardia de la columna y a los hombres blancos que tanto anhelaba alcanzar.

Tambaleándose y dando traspiés por el estrecho sendero que entre la maraña de vegetación iban abriendo los que marchaban en vanguardia, media docena de porteadores negros se habían rezagado, a causa del cansancio o porque estuviesen enfermos, y unos cuantos soldados, también negros, los acuciaban sin contemplaciones, los obligaban a levantarse cuando caían, sin escatimar puntapiés, y los empujaban con brusquedad para que continuasen adelante. A ambos lados de la columna marchaban dos gigantescos blancos, cuya espesa barba rubia casi les ocultaba totalmente el rostro. Cuando sus ojos descubrieron a los hombres blancos, los labios de Jack formaron un alegre grito de saludo… Un grito que no llegó a pronunciar, porque casi al instante fue testigo de algo que transformó su júbilo en indignación: los hombres blancos empuñaban sendos látigos con los que azotaban brutalmente las desnudas espaldas de los pobres diablos que vacilaban bajo la carga de unos fardos tan pesados que habrían puesto a prueba la fortaleza y resistencia de hombres muchos más robustos, al principio de una nueva jornada.

De vez en cuando, los guardianes que cubrían la retaguardia y los dos hombres blancos lanzaban miradas medrosas hacia atrás, como si temieran que de un momento a otro se materializase por allí algún peligro. Jack se había detenido al avistar la caravana, pero luego reanudó la marcha y siguió despacio a los protagonistas de aquel sórdido y bestial espectáculo. Akut llegó a su altura. Ver aquello horrorizó al antropoide mucho menos que al muchacho; sin embargo el simio dejó escapar un gruñido entre dientes ante la tortura inútil que se infligía a aquellos pobres esclavos indefensos. Miró a Jack. Ahora que había encontrado seres de su propia especie, ¿por qué no corría a saludarlos? Se lo preguntó al chico.

—Son seres malvados —murmuró Jack—. No me iría con gente como esa porque, de hacerlo, me precipitaría sobre ellos y los mataría en cuanto viese que golpeaban a sus servidores de la manera en que los están maltratando ahora. —Reflexionó durante unos segundos y luego añadió—: Les preguntaré dónde está el puerto más cercano, Akut, y después nos marcharemos.

El simio no replicó y Jack saltó al suelo y se encaminó con paso vivo hacia el safari. Se encontraba a cosa de un centenar de metros, cuando le vio uno de los blancos. El hombre emitió un grito de alarma, se echó automáticamente el rifle a la cara, apuntó al muchacho y disparó. Pero falló la puntería y la bala hizo impacto en el suelo, por delante de Jack, lanzando entre sus piernas trozos de hierba y de hojas secas. Antes de que hubiera transcurrido un segundo, el otro blanco y los soldados negros de la retaguardia ya estaban disparando con histérico frenesí contra el muchacho.

De un salto, Jack se refugió detrás de un árbol, sin recibir un solo balazo. Los días de continuos sobresaltos que llevaban Carl Jenssen y Sven Malbihn huyendo a través de la selva habían puesto tan de punta los nervios de los suecos y de sus criados indígenas que un pánico irracional los dominaba. En sus aterrados oídos, cada nota o rumor que sonase a sus espaldas les parecía anunciar la llegada del jeque y de sus esbirros sedientos de sangre. Estaban al filo de la desesperación y la vista de aquel guerrero blanco que surgía desnudo y silencioso de la selvática vegetación que acababan de dejar atrás constituyó un susto lo bastante impresionante como para que estallasen los nervios de Malbihn, que fue el primero en ver aquella aparición y, consecuentemente, le impulsaran a entrar en acción. Y el grito y el disparo de Malbihn desencadenaron la reacción de los demás.

Cuando toda su carga de energía nerviosa se agotó y empezaron a preguntarse contra qué habían estado disparando, resultó que Malbihn era el único que lo había visto con más o menos claridad. Algunos negros declararon que también echaron un buen vistazo a aquella extraña criatura, pero la descripción que dieron de la misma variaba tanto de uno a otro que Jenssen, el cual no había visto absolutamente nada, se sintió ligeramente inclinado al escepticismo. Uno de los negros aseguró que aquel ser medía casi tres metros y medio y que tenía cuerpo de hombre y cabeza de elefante. Otro había visto tres árabes inmensos, de enorme barbaza negra. Sin embargo, cuando lograron dominar su nerviosismo y los soldados de retaguardia se dirigieron a la posición enemiga para efectuar la oportuna investigación, allí no encontraron nada, porque Jack y Akut se habían retirado para ponerse lejos del alcance de las nada amistosas armas de fuego.

La tristeza y el desaliento cundieron en el ánimo de Jack. Aún no había acabado de recuperarse del deprimente efecto que le produjo la acogida hostil que le dispensaron los indígenas y ahora se encontraba con un recibimiento todavía más hostil por parte de hombres de su mismo color.

—Los animales menores huyen de mí, asustados —musitó medio para sí—, los de mayor tamaño están siempre dispuestos a hacerme pedazos así me echan la vista encima. Los negros quisieron matarme con sus venablos y flechas. Y ahora, los blancos, personas de mi propia raza, han disparado sobre mí y me han obligado a huir. ¿Es que todas las criaturas del mundo son mis enemigos? ¿Es que el hijo de Tarzán no tiene más amigo que Akut?

El viejo simio se acercó al muchacho.

—Quedan los grandes monos —recordó—. Ellos serán los únicos amigos del amigo de Akut. Sólo los grandes simios recibirán afectuosamente al hijo de Tarzán. Ya has comprobado que los hombres no quieren nada contigo. Vámonos… continuemos la búsqueda de los grandes monos, nuestro pueblo.

El lenguaje de los grandes antropoides es una combinación de monosílabos guturales, con señas y ademanes que amplían y desarrollan su significado. No es posible traducirlo literalmente a ninguna lengua humana, pero lo que se acaba de transcribir fue, más o menos, lo que Akut dijo a Jack.

Después de las palabras de Akut, reanudaron la marcha y avanzaron en silencio durante un rato. El muchacho iba sumido en profundas reflexiones; cruzaban su mente amargos pensamientos en los que prevalecía el odio y el afán de venganza.

—Muy bien, Akut —dijo por último—, iremos en busca de nuestros amigos, los grandes monos.

El antropoide se sintió inundado de alegría, pero no hizo demostración alguna de su placer. Su única respuesta fue un gruñido en tono bajo. Unos segundos después saltaba ágilmente encima de un pequeño roedor desprevenido y al que sorprendió a una distancia, fatal para el pobre animalito, de su madriguera. Akut desgarró en dos a la desdichada criatura y tendió a Jack la parte del león.

…dio un salto formidable y pasó por encima del león.

VIII

Había transcurrido un año desde que el jeque expulsó de sus salvajes dominios, empavorecidos, a los dos suecos. La pequeña Meriem seguía jugando con Geeka y seguía volcando toda su infantil capacidad de cariño sobre aquella irreparable ruina que ni siquiera en sus días más boyantes tuvo el más ligero asomo de belleza. Sin embargo, Geeka era para Meriem lo más dulce y adorable del mundo. En los sordos oídos de aquella maltrecha cabeza de marfil vertía la niña todas sus penas, esperanzas e ilusiones, porque incluso frente a la desesperanza más profunda, entre las garras de aquella terrible autoridad de la que no podía escapar, la pequeña Meriem alimentaba esperanzas e ilusiones. Cierto que esos sueños tenían más bien forma nebulosa y consistían principalmente en el deseo de huir con Geeka a algún lugar remoto y desconocido en el que no existieran jeques ni Mabunus… Un sitio al que el
adrea
no pudiese entrar y donde ella pudiera pasarse jugando todo el día rodeada de flores y pájaros mientras en las copas de los árboles los inofensivos micos retozaran alegremente.

El jeque había estado ausente largo tiempo, conduciendo una caravana de marfil, pieles y caucho hacia un lejano mercado del norte. Fue un periodo de paz y tranquilidad para Meriem. Claro que Mabunu se quedó con ella, y continuó pellizcándola, abofeteándola y amargándole la vida según se lo pedía su humor de bruja, pero Mabunu no era más que un solo verdugo. Cuando el jeque estaba allí, eran dos, y el jeque tenía más fuerza y un talante más brutal aún que Mabunu. La pequeña Meriem se preguntaba frecuentemente por qué la odiaría tanto aquel torvo y desagradable anciano. Desde luego, era cruel e injusto con todas las personas con las que tenía trato, pero reservaba a Meriem las mayores crueldades, las injusticias más retorcidas.

Aquel día, Meriem estaba sentada al pie de un enorme árbol que crecía dentro de la empalizada, junto al límite del poblado. Se dedicaba a hacer una tienda de hojas para Geeka. Delante del proyecto de tienda había unos trocitos de madera, unas cuantas hojas y varias piedrecitas. Éstas eran los supuestos utensilios de cocina de la casa. Geeka preparaba la comida. Mientras jugaba, la niña le decía cosas continuamente a su compañera, que se sostenía sentada gracias a unas ramas. Meriem estaba completamente absorta en las tareas domésticas de Geeka… Tan abstraída que no se dio cuenta de que por encima de su cabeza, las ramas del árbol se habían agitado levemente al recibir el peso del cuerpo de alguien que había saltado subrepticiamente sobre ellas, desde la selva.

En su feliz ignorancia, la niña continuó con sus juegos, mientras un par de ojos la contemplaban con fijeza, sin pestañear, sin apartarse de ella. Salvo la niña, no había nadie más en aquella parte de la aldea. Una aldea que casi estaba desierta desde que, largos meses atrás, el jeque se puso en camino hacia el norte.

Y en la jungla, a una hora de marcha del poblado, el jeque conducía su caravana de regreso a casa.

Había pasado un año desde que los blancos abrieron fuego sobre el muchacho y le obligaron a adentrarse de nuevo en la selva y emprender la búsqueda de los únicos seres entre los que esperaba encontrar abrigo y compañerismo: los grandes monos. Durante meses, Akut y Jack avanzaron en dirección este, profundizando en la espesura. El año transcurrido fortaleció extraordinariamente al muchacho, convirtiendo sus ya poderosos músculos en auténticos mecanismos de acero, desarrollando su conocimiento de la floresta hasta un punto que rozaba lo fantástico, perfeccionando su instinto selvático y adiestrándole en el empleo tanto de las armas naturales como de las artificiales.

Se transformó en una criatura de maravillosas facultades físicas y astucia intelectual fuera de lo común. Apenas era poco más que un muchacho, pero tenía una fuerza física tan impresionante que el formidable antropoide con el que a menudo entablaba combates simulados ya no era enemigo para él. Akut le había enseñado a luchar como luchan los simios machos y nunca hubo mejor maestro capaz de imbuir en un discípulo los secretos de la pelea salvaje del hombre primitivo, ni alumno mejor dispuesto a aprovechar las lecciones que le impartiera tal maestro.

Mientras la pareja buscaba una tribu de la casi extinguida especie de monos a la que Akut perteneciera, sobrevivían merced a lo mejor que la selva les proporcionaba. Cebras y antílopes caían abatidos por el certero venablo del muchacho o se veían derribados y trasladados por los dos implacables depredadores que se precipitaban sobre ellos desde la rama de un árbol o desde el escondite donde permanecían emboscados entre la maleza que flanqueaba la senda del vado o de la charca.

La piel de un leopardo cubría la desnudez del joven; pero si lo llevaba encima no era porque el pudor le instara a ponérsela. Los disparos de rifle con que los blancos le acogieron despertaron en Jack el instinto salvaje inherente a cada uno de nosotros, pero cuya ferocidad ardía de modo más intenso en aquel muchacho cuyo padre había crecido y se había criado como un animal de presa. Lucía la piel de leopardo principalmente como respuesta al deseo de hacer gala de un trofeo que proclamase su proeza, ya que había matado con su propio cuchillo en combate a brazo partido. Vio que aquella piel era soberbia, lo cual despertó su bárbaro sentido del adorno personal. Y cuando posteriormente se tomó rígida e inició su proceso de descomposición, dado que Jack desconocía el modo de adobarla y curtirla, renunció a ella, con todo el dolor de su corazón. Poco tiempo después, al tropezarse con un solitario guerrero negro que llevaba otra piel como la que él había desechado, suave y perfectamente curtida, Jack sólo tardó unos segundos en caer sobre los hombros del desprevenido negro, hundirle en el corazón la hoja del cuchillo y entrar en posesión de la adecuadamente curtida prenda de cuero.

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