El hijo de Tarzán (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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La conciencia no le remordió en absoluto. En la selva, la fuerza es derecho, se trata de un axioma que en seguida se graba en el cerebro de los habitantes de la jungla, al margen de la educación que hubieran tenido antes. El muchacho sabía perfectamente que el negro le hubiera matado a él, de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Ni el negro ni él eran allí más sacrosantos que el león, el búfalo, la cebra o cualesquiera otras de las innumerables criaturas que merodeaban, acechaban sigilosamente o huían escabulléndose por los oscuros laberintos del bosque. Cada uno sólo disponía de su propia vida, que todos los demás trataban de arrebatarle. Cuantos más enemigos quitase uno de en medio, más probabilidades tendría de prolongar su existencia. Así que el joven Jack sonrió, se puso la magnífica prenda del vencido y reanudó la marcha en compañía de Akut, a la búsqueda, siempre a la búsqueda de los esquivos antropoides que los acogerían con los brazos abiertos. Al final, acabaron por encontrarlos. En las profundidades de la jungla, fuera de la vista del hombre, llegaron a un pequeño palenque natural como el escenario de la ceremonia salvaje del
dum dum
en la que el padre de Jack había participado hacía tantos años.

Primero, sonando aún a gran distancia de allí, oyeron el redoble de los tambores de los grandes monos. Akut y el muchacho dormían en la seguridad de la enramada de un árbol gigantesco cuando les despertó el resonante tableteo. Akut fue el primero en captar el significado de aquel extraño ritmo.

—¡Los grandes monos! —rezongó—. Danzan el
dum dum
. Vamos, Korak, hijo de Tarzán, vayamos a reunimos con nuestro pueblo.

Unos meses antes, Akut asignó al muchacho un nombre que el propio simio eligió, ya que no podía pronunciar el de Jack, impuesto por los hombres. En el lenguaje articulado de los monos, Korak era el nombre que fonéticamente más se aproximaba al Jack de los humanos. Para los simios, Korak significa “matador”. «El matador» se levantaba en aquel momento en la rama del enorme árbol sobre la que había dormido. Desentumeció los flexibles músculos juveniles mientras la luna, al filtrar sus rayos a través del follaje salpicó su piel bronceada de argentinas motas de luz.

El mono se incorporó también y se sentó medio en cuclillas, a la manera de los de su especie. Sordos gruñidos emergieron del fondo de su pecho…, gruñidos de excitación y deleite anticipados. El muchacho le hizo coro. Después, el antropoide se deslizó hasta el suelo. Allí mismo, en la dirección de donde llegaba el redoble del tambor, había un claro que era preciso atravesar. La luna lo inundaba con su blanco resplandor. Semierguido, el simio irrumpió en el calvero, bajo el foco selenita. A su lado, con un andar airoso que contrastaba con la torpeza de movimientos del mono, iba el muchacho. El pelaje hirsuto de uno rozaba la piel lisa y suave del otro. Korak canturreaba una pegadiza tonadilla de sala de fiestas que había logrado abrirse camino hasta el recinto de aquel colegio inglés que el muchacho no volvería a ver nunca más. Se sentía feliz e ilusionado. Estaba a punto de hacerse realidad el instante que tanto tiempo llevaba esperando. Iba a ser suyo. Estaba llegando a casa. A medida que habían ido pasando los meses, lentos o veloces, según predominasen en ellos las privaciones y el tedio o la emoción de la aventura, el recuerdo de su hogar en Inglaterra se fue difuminando, se hizo menos vivo. Su antigua vida le parecía más una fantasía más o menos soñada que una concreta realidad, y las frustraciones que sufrió en su determinación de alcanzar la costa y regresar a Londres habían acabado por situar la esperanza de materializarla en un punto tan remoto del futuro que ahora apenas le parecía poco más que un sueño, agradable pero imposible de cumplir.

Todos los recuerdos de Londres y de la civilización se encontraban ahora tan comprimidos en el fondo más recóndito de su cerebro que casi parecían haber dejado de existir. Con la salvedad de la figura y el desarrollo intelectual, Jack era tan simio como el gigantesco y feroz antropoide que marchaba a su lado.

Pletórico de alegría, dio a Akut una palmada en la parte lateral de la cabeza. Medio en broma, medio indignado, el antropoide se revolvió; su temible dentadura relucía al aire. Unos brazos largos y peludos se extendieron, dispuestos a coger al muchacho, como habían hecho en multitud de ocasiones. Jack y Akut rodaron por el suelo, abrazados, enzarzados en un simulacro de pelea salpicada de golpes, gruñidos y mordiscos, aunque los colmillos no se clavaban con fuerza suficiente como para lastimar al adversario. Era un estupendo entrenamiento para ambos. El muchacho ponía en práctica las presas y trucos de lucha libre que había aprendido en el colegio, muchos de los cuales Akut había aprendido también a utilizar y a contrarrestar. El chico, por su parte, aprendió del simio los sistemas que habían transmitido a Akut algunos de los ancestros comunes, que vagaban por la hormigueante tierra cuando los helechos eran árboles y los cocodrilos reptiles voladores.

Pero el muchacho dominaba un arte en el que Akut no conseguía hacer excesivos progresos, aunque, para ser un mono, llegó a bandeárselas bastante bien: el boxeo. Al mono siempre le producía una sorpresa tremenda comprobar que sus ataques más impetuosos se veían frenados en seco por un puño que chocaba brutalmente contra su hocico o que producía una sacudida dolorosa al hundírsele en un costado. Le sorprendía y le enfurecía y en tales ocasiones acercaba las poderosas mandíbulas a la carne de su amigo más de lo normal, porque seguía siendo un mono que actuaba de acuerdo con sus brutales instintos y la irascibilidad propia de su especie. Sin embargo, mientras le duraba el arrebato colérico era prácticamente imposible para él alcanzar a su adversario, porque al perder la cabeza, se precipitaba de un modo ciego contra Jack, y en seguida recibía una lluvia de golpes que contenían eficaz y dolorosamente sus belicosos furores. Entonces decidía retirarse, aunque sin dejar de emitir gruñidos amenazadores. Luego, se pasaba cosa de una hora enseñando los dientes, hosco y ominoso.

Aquella noche no hubo combate pugilístico. Lucharon durante un rato, hasta que llegó a su olfato el olor de Sheeta, la pantera; entonces se pusieron en pie, alertas y cautelosos. El enorme felino pasaba por la espesura, a escasa distancia de ellos. Hizo una breve pausa, atento el oído. El chico y el mono gruñeron al unísono, en plan intimidatorio, y el carnívoro reanudó la marcha.

A continuación, la pareja se puso en camino hacia el punto donde sonaba el
dum dum
. El redoble fue aumentando de volumen. Oyeron por fin los gruñidos de los simios danzantes y a sus fosas nasales llegaron los efluvios de los animales de su tribu. El muchacho vibraba, excitado. En la espina dorsal de Akut, los pelos se erizaron… Los síntomas de la felicidad y de la cólera a menudo son muy parecidos.

Se deslizaron sigilosamente a través de la espesura, acercándose poco a poco al lugar de la reunión. Se encontraban entre las ramas de los árboles, avanzando con precaución, mientras se esforzaban en localizar a los posibles centinelas. Un claro en el follaje puso repentinamente ante los ávidos ojos de Jack una escena impresionante. Para Akut era un cuadro familiar, pero para Korak resultaba algo absolutamente nuevo. Aquel panorama salvaje le tensó los nervios, se los puso a flor de piel. Los grandes machos bailaban a la luz de la luna, saltando y trazando con sus figuras un círculo irregular alrededor del tambor de barro cuya superficie batían resonantemente tres ancianas, sentadas en cuclillas, con palos desgastados por años y años de uso.

Conocedor del talante y de las costumbres de las tribus de su especie, Akut tuvo la suficiente sensatez como para abstenerse de manifestar su presencia hasta que la frenética danza hubiese concluido. Una vez acallado el tambor y lleno el estómago de los antropoides, se acercaría a saludarlos. Entonces celebraría una conferencia, tras la cual Korak y él presentarían su candidatura a miembros de la comunidad y los aceptarían. Era posible que algunos simios pusieran objeciones, pero se les convencería mediante la fuerza bruta para que se mostrasen favorables al ingreso. Tanto Akut como Jack tenían sobrados recursos físicos para eso. Durante semanas, tal vez meses, su presencia despertaría recelos entre los demás integrantes de la tribu, pero tal desconfianza iría disminuyendo paulatinamente, hasta que llegaría un momento en que los consideraran hermanos nacidos en el seno de aquella familia de monos extraños.

Confiaba Akut en que entre los miembros de aquella tribu figurase alguno que hubiera conocido a Tarzán, lo que facilitaría la presentación e integración del muchacho y, a su debido tiempo, la realización del sueño que con más ilusión acariciaba Akut que Korak se convirtiese en rey de los monos. Sin embargo, a Akut le costó trabajo impedir que el muchacho se lanzara al centro del corro de danzantes antropoides…, lo cual habría significado el exterminio automático de ambos, ya que el frenesí histérico con que los monos se manifiestan durante la ejecución de sus extraños ritos es de tan bestial naturaleza que hasta los carnívoros más feroces dan un amplio rodeo para pasar lejos del lugar donde están celebrándolos.

A medida que la luna declinaba despacio sobre la línea tendida por la fronda del horizonte que circundaba el anfiteatro, el retumbar del tambor fue haciéndose menos estruendoso, a la vez que decrecía el entusiasmo danzante de los simios, hasta que, finalmente, se elevó y murió en el aire la última nota y los gigantescos cuadrumanos se precipitaron sobre las piezas del festín que habían trasladado hasta allí para la orgía.

Akut tradujo a Korak lo que acababa de ver y oír, explicándole que los ritos proclamaban la elección de un nuevo rey y señaló al muchacho la impresionante figura del peludo monarca que, sin duda, había accedido al trono por el mismo procedimiento de que se valieron muchos de los reyes humanos para subir a los suyos: el asesinato de su predecesor.

Cuando los monos tuvieron el estómago lleno y muchos de ellos se habían acurrucado ya al pie del correspondiente árbol para entregarse al sueño, Akut cogió a Korak de un brazo.

—Ven —murmuró—. Acerquémonos despacio. Sígueme. Haz lo que haga Akut.

Avanzó a través de la enramada hasta situarse sobre una rama que se extendía por encima de uno de los lados del anfiteatro. Permaneció allí un momento, en absoluto silencio. Luego emitió un gruñido en tono bajo. Automáticamente, una veintena de simios se pusieron en pie como movidos por un resorte. Sus salvajes pupilas lanzaron una rápida y exploratoria mirada que cubrió toda la periferia del claro. El simio rey fue el primero en divisar a las dos figuras erguidas en la rama. Lanzó un siniestro rugido. Después avanzó unos pasos torpemente en dirección a los intrusos. Los pelos se le habían puesto de punta. Las piernas, rígidas, se movían con sacudidas convulsas, como si anduviera impulsado por un mecanismo. A su espalda, un puñado de machos parecían apremiarle.

Se detuvo poco antes de quedar debajo de la pareja, a la distancia suficiente para evitar que le saltasen encima. ¡Un rey precavido! Allí estaba, balanceándose sobre sus cortas extremidades inferiores, enseñando los dientes en espantosa mueca, aumentando poco a poco el volumen de sus gruñidos, que no tardaron en alcanzar la condición de rugidos. El viejo mono no había ido allí a luchar. Había ido a intentar integrarse en la tribu, junto con el chico.

—Soy Akut —declaró—. Este es Korak. Korak es hijo de Tarzán, que fue rey de los monos. Yo también fui rey de los monos que moraban en medio de las grandes aguas. Hemos venido a cazar con vosotros, a luchar junto a vosotros. Somos grandes cazadores. Somos poderosos luchadores. Acogednos en paz.

El rey dejó de balancearse. Bajo la espesura del hirsuto ceño sus pupilas observaron a la pareja. Sus ojos inyectados en sangre eran salvajes y ladinos. Acababa de conquistar el reinado y se sentía celoso de su recién estrenada soberanía. Recelaba de la intromisión de aquellos dos simios desconocidos. El cuerpo terso, bronceado y sin pelo del muchacho significaba «hombre» y él temía y odiaba al hombre.

—¡Marchaos! —rezongó—. Si no os marcháis, os mataré!

El inquieto adolescente situado detrás del gran Akut temblaba de ilusión y felicidad. Se moría de ganas de saltar al suelo, mezclarse con aquellos monstruos velludos y demostrarles que era amigo suyo, que era uno de ellos. Estaba seguro de que iban a recibirlos con los brazos abiertos, de modo que las palabras del rey mono le colmaron de tristeza e indignación. Los negros le habían atacado y puesto en fuga. Entonces se volvió hacia los blancos —los de su propia raza—, sólo para encontrarse con el silbido de las balas en vez de las palabras de cordial bienvenida que había esperado oír. Los grandes monos se convirtieron entonces en su última esperanza. Confió encontrar en ellos el afectuoso compañerismo que los hombres le habían negado. De súbito, la cólera le dominó.

El rey mono estaba casi inmediatamente debajo de él. Los demás simios formaban un semicírculo a varios metros de su soberano. Observaban muy interesados el desarrollo de los acontecimientos. Antes de que Akut adivinara sus intenciones, o pudiera tratar de impedirlas, el chico saltó al suelo y aterrizó delante del rey, cuyo ánimo se sintió estimulado hacia un furor demencial.

—¡Soy Korak! —gritó el muchacho—. ¡Soy «el matador»! Vine como amigo a vivir entre vosotros. Tú quieres echarme. Muy bien, pues, me iré. Pero antes de irme os demostraré que el hijo de Tarzán es vuestro señor, como su padre lo fue antes que él… Y que no teme ni a vuestro rey ni a ninguno de vosotros.

Durante unos segundos, el rey mono permaneció paralizado por la sorpresa. Ni por lo más remoto había supuesto una reacción así por parte de ninguno de los dos intrusos. Akut estaba tan sorprendido como el rey mono. Nerviosísimo, gritó imperiosamente a Korak que se retirara y volviera a subirse al árbol, porque sabía que en aquel circo sagrado los otros monos machos acudirían a ayudar a su rey contra el extraño, aunque era poco probable que el rey necesitara ayuda alguna. En cuanto aquellas formidables mandíbulas se cerraran sobre la suave garganta del chico, el final se produciría rápidamente. Saltar en su auxilio significaría también la muerte para Akut, pero el bravo simio no vaciló. Rampante y emitiendo gruñidos se lanzó al suelo en el preciso instante en que el rey mono desencadenaba su ataque.

Al tiempo que se abalanzaba sobre el chico, la fiera adelantó las manos para agarrar la presa. Las fauces se abrieron dispuestas a hundir profundamente los amarillentos colmillos en la bronceada piel del adolescente. Korak también saltó hacia adelante para hacer frente a la embestida, pero se agachó simultáneamente y pasó por debajo de los brazos extendidos de su rival. Una fracción de segundo antes del contacto, Jack giró sobre un pie y aplicó todo el peso de su cuerpo y toda la potencia de sus adiestrados músculos en el puñetazo que disparó contra la boca del estómago del macho. Un alarido jadeante, saturado de dolor, brotó de la garganta del mono rey, que se desplomó contra el suelo mientras agitaba los brazos en inútil tentativa de agarrar a su desnudo adversario, el cual se apartó ágilmente a un lado y esquivó la embestida.

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