Por encima de ellos, en el árbol, donde antes estuvo un muchacho conmovido se agazapaba ahora una auténtica fiera, una bestia salvaje de dilatadas fosas nasales y colmillos al aire, un animal rabioso, que temblaba de furor.
El jeque se agachaba para coger a la niña cuando «el matador» se dejó caer en el suelo, junto a él. Korak aún empuñaba el venablo, pero se había olvidado del arma. Lo que sí tenía era el puño derecho apretado y, cuando el jeque dio un paso hacia atrás, estupefacto ante aquella súbita aparición, materializada como por arte de magia en el aire, dicho puño se estrelló en plena boca del árabe, con toda la terrible fuerza del joven gigante y con toda la potencia de sus músculos sobrehumanos.
Inconsciente y manando sangre, el jeque se desplomó contra el suelo. Korak se volvió hacia la niña. Meriem se había puesto en pie y permanecía inmóvil, aterrada y con los ojos desorbitados. Miró primero a la cara del desconocido y después contempló llena de horror la desplomada figura del jeque. Con instintivo gesto protector, Korak pasó el brazo por los hombros de la niña y aguardó a que el árabe recobrara el conocimiento. Continuaron así durante unos momentos, y luego Meriem dijo, en árabe:
—Cuando recupere el sentido, me matará.
Korak no la entendió. Sacudió la cabeza, se dirigió a la niña en inglés y luego en el lenguaje de los grandes monos; pero ninguno de los dos resultaba inteligible para Meriem. La niña se inclinó hacia adelante y tocó la empuñadura del largo cuchillo que el árabe llevaba al cinto, Después levantó la mano cerrada hasta llevarla por encima de la cabeza y acto seguido la bajó con brusca rapidez, clavándose en el pecho, por encima del corazón, una hoja imaginaria. Korak comprendió. El viejo la mataría. Meriem se acercó de nuevo a Korak y permaneció allí, temblorosa. Aquel desconocido no le inspiraba ningún temor. ¿Por qué iba a asustarla? La había salvado de una terrible paliza a manos del jeque. Que recordase, nadie la había protegido nunca así. Alzó la cabeza para mirar el rostro del muchacho. Era una cara juvenil y atractiva, de color avellana como la suya. Observó con admiración la moteada piel de leopardo que envolvía aquel cuerpo ágil desde un hombro hasta las rodillas. Las ajorcas y los aros metálicos que adornaban sus extremedidades despertaron cierta envidia en el ánimo de la chica. Siempre había anhelado algo como aquello, pero el jeque nunca le permitió ponerse más que aquella prenda de algodón que a duras penas cubría su desnudez. No se habían hecho, no existían las pieles, las sedas y las joyas para la pequeña Meriem.
Y Korak miró a la niña. Siempre había considerado a las chicas con algo muy parecido al desdén. En su opinión, los muchachos que alternaban con jovencitas del sexo débil eran unos afeminados. Se preguntó qué debía hacer. ¿Dejarla allí para que aquel viejo canalla árabe la maltratase y posiblemente la matara? ¡No! Pero, por otra parte, ¿podía llevarla consigo a la selva? ¿Qué hazañas podría llevar a cabo si se hacía cargo de una chiquilla débil y asustada? Una criatura que chillaría aterrada al ver su propia sombra, cuando la luna se elevara por la noche sobre la jungla, las grandes fieras depredadoras salieran de caza y sus ruidos, rugidos y gemidos atravesaran la oscuridad.
Korak permaneció varios minutos sumido en sus pensamientos. La niña no quitaba ojo de su semblante, mientras se preguntaba qué intentaría hacer con ella. También Meriem pensaba en el futuro inmediato. Temía quedarse allí y sufrir la venganza del jeque. En todo el mundo no había nadie a quien pudiese recurrir en busca de ayuda, aparte de aquel desconocido medio desnudo que había caído del cielo, milagrosamente, para salvarla de uno de los acostumbrados vapuleos del jeque. ¿La dejaría abandonada allí su nuevo amigo? Siguió contemplando anhelante y atenta las facciones del muchacho. Se acercó a él un poco más y posó su mano fina y morena en el brazo de Korak. El contacto sacó al muchacho de su ensimismamiento. Bajó la mirada sobre la niña y luego volvió a pasarle el brazo por los hombros, al ver las lágrimas que le humedecían las pestañas.
—Vamos —dijo—. La jungla es mucho más bondadosa que el hombre. Vivirás en la selva, donde Akut y Korak te protegerán.
Meriem no entendió sus palabras, pero la presión de la mano del joven sobre su brazo, que la apartaba del postrado árabe y de las tiendas de la aldea, le resultó completamente inteligible. El bracito de la niña rodeó la cintura de Korak y juntos echaron a andar en dirección a la empalizada. Bajo el árbol desde el que Korak estuvo contemplando a la niña y su juego, el muchacho la cogió en brazos, se la echó a la espalda y saltó ágilmente a las ramas inferiores. Los brazos de Meriem pasaron alrededor del cuello de Korak. De una de las manitas de la niña colgaba Geeka, que se balanceaba y chocaba contra la juvenil espalda de Korak.
Y así entró Meriem en la jungla; en su infantil inocencia e influida por esa inexplicable intuición de que están dotadas las mujeres, confiaba plenamente, con una fe ciega, en aquel extraño que la había ayudado. No tenía la más remota idea de lo que pudiera reservarle el futuro. Tampoco sabía, ni sospechaba siquiera, la clase de existencia que llevaba su protector. Tal vez la niña se imaginara una lejana aldea similar a la del jeque, en la que vivían otros hombres blancos como el desconocido. Ni por asomo se le ocurrió que pudiera llevarla a la primitiva existencia de una selva poblada de bestias salvajes. De haberlo supuesto, el terror habría acelerado los latidos de su corazón. En muchas ocasiones había deseado huir de las crueldades del jeque y de Mabunu, pero pensar en los peligros de la jungla siempre frenaba sus impulsos.
Se habían alejado una corta distancia de la aldea cuando Meriem vislumbró las proporciones gigantescas de Akut. Al tiempo que exhalaba un grito medio sofocado, se oprimió más contra Korak y su índice temeroso señaló al simio.
Con la idea de que «el matador» regresaba con un prisionero, Akut se les acercó… Rezongó, disgustado, una niña no despertaba en su corazón de fiera más simpatía que un mono macho adulto. Era un ser extraño y por lo tanto había que matarlo. Enseñó los amarillentos colmillos mientras se acercaba a la criatura pero, ante su sorpresa, «el matador» también puso al descubierto sus dientes y dedicó a Akut un gruñido amenazador.
«¡Ah!», pensó Akut. «"El matador" ha tomado compañera».
De modo que, de acuerdo con las leyes tribales de su especie, los dejó en paz y dedicó súbitamente toda su atención a una oruga que se deslizaba por allí y tenía todo el aspecto de constituir un bocado de lo más sabroso. Una vez dio buena cuenta de la larva, lanzó una mirada a Korak, por el rabillo del ojo. El muchacho había depositado su carga sobre una gruesa rama, a la que la niña se aferraba desesperadamente, temerosa de ir a parar al suelo.
—Vendrá con nosotros —informó Korak al simio, a la vez que señalaba a Meriem con el pulgar—. No se te ocurra hacerle daño. La protegeremos.
Akut se encogió de hombros. No le hacía ninguna gracia responsabilizarse de un cachorro humano. Al observar las miradas de terror que le dirigía y el evidente miedo a caerse de la rama en que estaba, Akut se daba perfecta cuenta de que aquella hembra era una inútil integral. Conforme a la ética que le habían inculcado y a la herencia ancestral que le habían legado, el simio opinaba que era cuestión de eliminarla, pero si «el matador» deseaba que estuviese allí, con ellos, no había más remedio que soportar a aquella cría. Desde luego, Akut no la deseaba para sí, de eso no podía estar más seguro. Aquella criatura tenía la piel demasiado tersa y carecía de pelo. A decir verdad, parecía una serpiente y su cara resultaba muy poco atractiva. Distaba mucho, pero mucho de ser tan adorable como algunas de las monas que había visto la noche anterior en el anfiteatro. ¡Ah, aquellas hembras sí que eran dechados de belleza femenina! ¡Boca generosamente grande, maravillosos colmillos amarillentos y costados recubiertos del pelo más suave y estupendo! A Akut se le escapó un suspiro. Luego se, irguió, ensanchó su voluminoso pecho y empezó a desplazarse muy ufano de un extremo a otro de la robusta rama que ocupaba, porque incluso una hembra tan insignificante como la elegida por Korak tenía derecho a admirar el fino pelaje y la airosa gallardía de Akut.
Pero lo único que hizo Meriem fue apretarse aún más contra Korak y casi desear verse de vuelta en la aldea del jeque, donde los terrores de la existencia tenían origen humano y le resultaban más o menos familiares. Aquel espantoso mono la empavorecía. Era enorme y tenía un aspecto feroz impresionante. Todos y cada uno de sus actos no podían interpretarse más que como otras tantas amenazas porque, ¿cómo iba Meriem a adivinar que aquellas exhibiciones pavoneantes las hacía el simio para provocar su admiración? Por otra parte, la niña desconocía los lazos de amistad y compañerismo existentes entre aquella bestia colosal y el joven semejante a un dios que la había rescatado de las garras del jeque.
Meriem pasó una tarde y una noche dominada por un terror que le fue imposible aplacar. Korak y Akut, en su búsqueda de alimento, la llevaban por caminos que le producían vértigo. Una vez la dejaron oculta entre las ramas de un árbol, mientras ellos acechaban a un ciervo que andaba por las cercanías. Incluso el terror de verse sola en mitad de la jungla quedó sumergido bajo el pánico, infinitamente mayor, que le produjo ver al hombre y a la bestia saltar de modo simultáneo sobre la presa y acabar con ella, ver el hermoso semblante de su salvador contraído por una mueca animalesca, ver la blanca y fuerte dentadura clavarse en la carne blanda del ciervo y acabar con su vida.
Cuando Korak regresó junto a ella, manchados de sangre el rostro, las manos y el pecho, cuando la ofreció una enorme tajada de aquella carne cruda y aún palpitante, la niña retrocedió, sin saber dónde meterse. Evidentemente, el que Meriem se negase a comer preocupó mucho a Korak y cuando, poco después, el muchacho se adentró por la jungla para volver cargado de frutas, la niña se vio obligada a cambiar de nuevo la opinión que tenía del chico. En esa ocasión no retrocedió asustada, sino que le agradeció el presente dedicando a Korak una sonrisa que, aunque la niña lo ignoraba, representó una recompensa más que magnánima para aquel joven anhelante de afecto.
El descanso nocturno representaba un problema que turbaba a Korak, Sabía que a la niña no le era posible dormir en la horquilla de una rama, no era un lecho seguro para ella, como tampoco resultaba nada seguro que durmiese en el suelo, expuesta a los ataques de los depredadores. Sólo se le ocurrió una solución posible: mantenerla cogida en brazos toda la noche. Y eso fue lo que hizo, con Akut sosteniéndola por un lado y él por el otro, de forma que los cuerpos de ambos calentasen el de la niña.
Meriem no durmió gran cosa hasta que la noche estuvo mediada pero, al final, la Naturaleza se impuso sobre los terrores que le inspiraban el negro abismo que tenía a sus pies y el peludo cuerpo de la fiera selvática que estaba a su lado, y la niña se hundió en un sueño profundo que se prolongó hasta rebasar incluso las horas de oscuridad. Cuando abrió los ojos, el sol estaba bastante alto. Al principio, Meriem no podía creer que de verdad se encontrara allí arriba. Había apartado la cabeza del hombro de Korak y su vista fue a caer directamente sobre la peluda espalda de Akut. Su primer impulso fue echarse hacia atrás. Pero al instante comprendió que alguien la sostenía y, al volver la cabeza, se tropezó con los sonrientes ojos del joven, que la estaban observando. Cuando aquel extraño le sonreía, Meriem no podía tenerle ningún miedo y en aquel momento volvió a apretarse contra él, como gesto de rechazo natural de la piel áspera del simio tendido al otro lado.
Korak le habló en el lenguaje de los monos, pero la chiquilla sacudió la cabeza y le respondió en el idioma de los árabes, que para Korak era tan ininteligible como el de los monos para la niña. Akut se sentó en la rama y se dedicó a observarlos. Entendía las palabras de Korak, pero las que pronunciaba Meriem le parecían ruidos estúpidos, ridículos y absolutamente incomprensibles. Akut era incapaz de comprender que Korak encontrase en aquella criatura algo que le resultara atractivo. Contempló a Meriem larga y fijamente, la evaluó con todo cuidado y detalle. Luego se levantó, se rascó la cabeza y se estremeció.
Sus movimientos provocaron un leve sobresalto en la niña: se había olvidado de Akut momentáneamente. Se apartó de él una vez más. El antropoide captó el miedo que su brutal presencia inspiraba a la niña y eso llenó de eufórica satisfacción su alma de animal salvaje. Se agachó y alargó subrepticiamente su manaza en dirección a Meriem, como si pretendiese coger a la niña. Ella se retiró aún más. Atareados como estaban disfrutando de la gracia de la situación en que se regodeaba su dueño, los ojos de Akut no se percataron de la ominosa manera en que Korak entrecerraba los párpados al contemplarla a su vez, ni de la forma en que reducía su longitud el cuello del muchacho al elevarse los anchos hombros en su actitud característica de preparación para el ataque. Cuando los dedos del mono estaban a punto de cerrarse en tomo al bracito de la niña, Korak se irguió repentinamente, a la vez que emitía un breve y avieso gruñido. Un puño cerrado pasó por delante de los ojos de Meriem y se estrelló en los morros del atónito Akut. El antropoide lanzó un mugido restallante, salió despedido hacia atrás y cayó del árbol.
Korak le contemplaba de pie encima de la rama cuando una súbita sacudida que se produjo en la maleza atrajo su atención. La niña también miraba hacia abajo, pero sólo veía al furioso mono, que bregaba para incorporarse. Y entonces, como un proyectil disparado por una ballesta, apareció a la vista, surcando el aire, una masa de piel amarilla moteada de manchas negras, que se precipitaba sobre la espalda de Akut. Era Sheeta, el leopardo.