¿Y Meriem? Era una mujer. A la mujer le asiste el divino derecho de amar. Pero… Siempre quiso a Korak. Era su hermano mayor. Meriem no experimentaba ningún cambio. Seguía siendo feliz en compañía de Korak. Aún le quería —como una hermana quiere a un hermano indulgente— y se sentía muy, muy orgullosa de él. En toda la jungla no había un ser tan fuerte, ni tan guapo, ni tan valiente.
Korak se acercó a la joven. En los ojos del chico brilló una luz nueva cuando hundió sus pupilas en las de Meriem, pero ella no lo entendió. No se daba cuenta de lo cerca que estaban de la madurez, ni se percató de la diferencia que en sus vidas podía representar aquella mirada nueva de los ojos de Korak.
—¡Meriem! —susurró Korak con voz ronca, al tiempo que apoyaba una bronceada mano en el hombro desnudo de la muchacha—. ¡Meriem!
La atrajo hacia sí de pronto. Ella alzó la cara, le miró y se echó a reír. Y Korak inclinó la cabeza y la besó en la boca. A pesar de todo, Meriem continuó sin comprender. No recordaba que nadie la hubiera besado nunca. Era muy agradable. A Meriem le gustó. Pensó que era la forma que tenía Korak de demostrarle lo alegre que se sentía porque aquel simio gigante no hubiera logrado huir con ella, secuestrarla. Meriem también se alegraba, así que pasó los brazos alrededor del cuello d«el matador» y le besó, una y otra y otra vez. Luego, al ver la muñeca que colgaba del cinto de Korak, la hizo suya y la besó también, como había besado al joven.
Korak deseó decir algo. Deseó confesarle que la quería; pero la misma emoción de su amor le sofocó y, por otra parte, el vocabulario de los manganis era limitado.
Se produjo una repentina interrupción. La había provocado Akut con un súbito gruñido en tono bajo, un rumor que emitió al mismo tiempo que bailoteaba alrededor del cadáver del simio. Era apenas un murmullo pero su timbre llegó directamente a las facultades perceptivas del animal de la selva que anidaba en el fondo de Korak. Era un aviso. Korak apartó inmediatamente la mirada de la preciosidad que constituía para él la dulce cara de Meriem, muy cerca de la suya. Todas sus otras facultades cobraron vida. El oído y el olfato se pusieron en alerta roja. ¡Algo se aproximaba!
«El matador» fue a situarse junto a Akut. Meriem quedó detrás de ambos. Los tres permanecieron como estatuas talladas en piedra, clavada la vista en la maraña vegetal de la selva. El ruido que había despertado su atención fue aumentando de volumen y, al cabo de un momento, se abrió la maleza a unos pasos del punto donde se hallaba el trío y apareció un antropoide enorme. El cuadrumano se detuvo al verlos. Lanzó un gruñido de advertencia por encima del hombro y, segundos después, otro macho salia cautelosamente de la jungla. Le siguieron varios más: machos y hembras, con algunas crías, hasta que se congregaron allí unos cuarenta monstruos peludos, que se dedicaron a mirar fijamente al trío. Era la tribu del rey que acababa de morir. Akut rompió el silencio. Señaló el cadáver del macho.
—¡Korak, el poderoso luchador, ha matado a vuestro rey! —gruñó—. En toda la selva no hay nadie tan grande como Korak, hijo de Tarzán de los Monos. Korak es ahora rey. ¿Qué macho es más grande que Korak?
Se trataba de un reto dirigido a todo macho adulto dispuesto a poner en entredicho el derecho al trono que tenía Korak. Los simios intercambiaron parloteos y gruñidos durante unos momentos. Por último, un macho joven se adelantó despacio, balanceándose sobre sus cortas extremidades, erizado el pelo, terrible, gruñón y ominoso.
Una bestia colosal, joven, en la plenitud primaveral de sus facultades físicas. Pertenecía a una familia de simios casi extinta, sobre la que el hombre blanco llevaba mucho tiempo buscando información entre los indígenas de las selvas más inaccesibles. Ni siquiera los negros veían con frecuencia ejemplares de aquellos enormes y peludos antropoides primitivos.
Korak salió al encuentro del monstruo. También gruñía amenazadoramente. Daba vueltas en la cabeza a un plan. Después de la encarnizada pelea que acababa de sostener, enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo con aquella bestia impresionante y descansada equivaldría a verse derrotado. Debía idear algún método más sencillo para conseguir la victoria. Encogió el cuerpo, a la espera de la embestida que sabía que iba a producirse en seguida y, en efecto, no tuvo que aguardar mucho. Su adversario sólo se demoró el tiempo imprescindible para resumir rápida y brevemente su historial de victorias y proezas. Recordaba así a su público lo formidable que era, a la vez que sembraba el desconcierto y el temor en el ánimo de Korak. O eso creía él. Luego explicó lo que iba a hacer con su enemigo, aquel miserable tarmangani. A continuación, desencadenó su ataque.
Convertidos los dedos en garras y entreabiertas las mandíbulas asesinas se precipitó sobre el expectante Korak con la impetuosa velocidad de un tren expreso. Korak no entró en acción hasta que el antropoide alargó los brazos en toda su envergadura para cerrarlos sobre él. Entonces se deslizó por debajo de ellos y, al tiempo que esquivaba la acometida, descargaba un demoledor derechazo en la mandíbula del simio. Luego se revolvió con celeridad, listo para afrontar la siguiente carga del mono al que había enviado a morder el polvo.
Trabajosamente, el sorprendido antropoide intentaba incorporarse. Espumarajos de rabia brotaban de sus labios. Tenía los ojos ribeteados de rojo. De las profundidades de su pecho surgían rugidos sanguinarios. Pero no llegó a ponerse en pie. «El matador» le estaba esperando y en el mismo instante en que el peludo mentón ascendió hasta alcanzar la altura adecuada, otro puñetazo implacable, que hubiera derribado a un buey, despidió al simio hacia atrás.
Una y otra vez, la bestia bregó por levantarse, pero en cada ocasión el poderoso tarmangani le aguardaba con el puño dispuesto, una especie de martillo pilón cuya descarga volvía a dejar tendido de espaldas al enorme antropoide. Los esfuerzos del mono macho fueron cada vez más débiles. Tenía el rostro y el pecho manchados de sangre. De la nariz y de la boca se deslizaban sendos riachuelos escarlata. La multitud que al principio le animaba con alaridos salvajes, ahora se burlaba de él y dedicaba sus aclamaciones al tarmangani.
—¿
Kagoda
? —preguntó Korak, al tiempo que volvía a derribar al mono macho.
El empecinado simio trató de levantarse otra vez. Y una vez más el puño d«el matador» le asestó un terrible golpe. Volvió a formularle la misma pregunta:
¿
Kagoda
?… ¿No tienes bastante?
El mono permaneció inmóvil en el suelo. Luego, de sus triturados labios salió la palabra:
—¡
Kagoda
!
—Entonces ponte en pie y regresa junto a tu pueblo —dijo Korak—. Yo no quiero ser rey de una tribu que me rechazó una vez. Seguid vuestro camino y nosotros seguiremos el nuestro. Si alguna vez volvemos a encontrarnos, seremos amigos, pero no conviviremos.
Un mono viejo anduvo despacio hacia Korak.
—Mataste a nuestro rey —dijo—. Has vencido al que iba a sucederle. También pudiste matarlo, de haber querido hacerlo. ¿A quién elegiremos ahora como rey?
Korak se volvió hacia Akut.
—Ahí tenéis a vuestro rey —propuso.
Pero Akut no quería separarse de Korak, aunque, por otro lado, se perecía por quedarse con su propia tribu. Le hubiera gustado que Korak se quedase también. Se lo dijo así.
El muchacho pensaba en Meriem, en lo que sería mejor y más seguro para ella. Si Akut se marchaba con los monos, entonces no quedaría más que uno para cuidarla y protegerla. Por otra parte, en el caso de que se integraran en la tribu, nunca se sentiría tranquilo cada vez que saliera de caza dejándola allí, porque los instintos de los simios son difíciles de controlar. Era posible incluso que, impulsada por los celos, una hembra joven alimentase un odio endemoniado por la espigada joven blanca y la matase durante la ausencia de Korak.
—Viviremos cerca de vosotros —articuló el chico por último—. Cuando cambiéis de territorios de caza, nosotros haremos lo mismo. De esa forma, Meriem y yo no nos separaremos demasiado de ti. Pero, desde luego, no viviremos con vosotros.
Akut planteó algunas objeciones a ese plan. No quería separarse de Korak. Al principio se negó a abandonar a su amigo humano para convivir con los individuos de su misma especie, pero cuando vio adentrarse en la jungla a los integrantes de la retaguardia de la tribu y observó la esbelta figura de la compañera del rey muerto y las ojeadas de admiración que la hembra dirigía al sucesor de su difunto señor, no pudo resistir la llamada de la sangre. Tras lanzar una mirada de despedida a su querido Korak, dio media vuelta y siguió a la hembra hacia el interior de los enmarañados laberintos de la selva.
Cuando Korak se retiró de la aldea de los negros, tras su última incursión de pillaje, los gritos de las víctimas y de las otras mujeres y niños atrajeron de inmediato a los guerreros que se encontraban en el bosque o en el río. El nerviosismo y agitación de los hombres fue enorme, igual que su cólera, al enterarse de que el diablo blanco había vuelto a invadir sus hogares, donde aterró a las mujeres y se llevó flechas, adornos y alimentos.
Hasta el supersticioso terror que les inspiraba aquel ser sobrenatural que cazaba acompañado de un gigantesco mono macho se vio superado por el deseo de vengarse y librarse de una vez por todas de la amenaza que constituía su presencia en la jungla.
Así, una veintena de los guerreros más ágiles, rápidos y curtidos de la aldea salieron en persecución de Korak y Akut, escasos minutos después de que «el matador» hubiese dejado la escena de muchas de sus últimas rapiñas.
El simio y el muchacho se alejaron despacio, sin adoptar precauciones de ninguna clase contra una Posible persecución. Ni su actitud ni su negligente indiferencia respecto a los negros tenían nada de extraño. Habían llevado a cabo tantas incursiones similares a aquélla, siempre en la más absoluta impunidad, que no podían por menos que despreciar a los indígenas. Hicieron el trayecto de vuelta con el viento de cara. La consecuencia fue que no pudo llegarles el olor de los guerreros que iban tras ellos, por lo que avanzaron ignorantes por completo de que unos indígenas incansables y casi tan expertos como ellos en el conocimiento de las peculiaridades de la jungla seguían tenazmente su rastro con salvaje obstinación.
Kovudoo, el jefe, acaudillaba la pequeña partida de guerreros. Era un indígena de mediana edad, extraordinariamente astuto y valeroso. Él fue quien avistó la presa a la que llevaban varias horas siguiendo mediante los métodos misteriosos de sus casi mágicos poderes de observación e intuición, a los que había que añadir su formidable sentido del olfato.
Kovudoo y sus hombres llegaron hasta el paraje donde estaban Korak, Akut y Meriem inmediatamente después de la muerte del mono rey; el ruido de aquella pelea los condujo directamente hasta su presa. Ver allí a aquella juncal jovencita blanca sorprendió al cabecilla indígena, que estuvo contemplándola unos instantes, sin decidirse a dar a los guerreros la orden de que se abalanzasen sobre el trío. En aquel momento entraron en escena los grandes simios y el terror volvió a dejar paralizados a los negros, convertidos a continuación en espectadores del diálogo y de la batalla entre Korak y el joven macho de la tribu de antropoides.
Pero los simios ya se habían ido y los dos jóvenes blancos, el muchacho y la doncella, se quedaron solos en la jungla.
Uno de los hombres de Kovudoo acercó los labios al oído de su jefe y le susurró, al tiempo que le señalaba algo que pendía del costado de la chica:
—¡Mira! Cuando mi hermano y yo éramos esclavos en la aldea del jeque, mi" hermano le hizo esa muñeca a la hijita del árabe… La niña siempre jugaba con ella y la llamaba como mi hermano, cuyo nombre es Geeka. Poco antes de que escapáramos de aquella aldea, alguien golpeó al jeque y le raptó a la hija. Si esa es la chica, el jeque nos dará una buena recompensa por devolvérsela.
El brazo de Korak rodeaba de nuevo los hombros de Meriem. El amor era una ardorosa corriente que fluía por sus jóvenes venas. La civilización no pasaba de ser algo nebuloso, que sólo recordaba a medias, y Londres le parecía tan remoto como la antigua Roma. Sobre la Tierra sólo existían ellos: Korak, «el matador», y Meriem, su compañera. De nuevo la atrajo contra sí y cubrió de cálidos besos los anhelantes labios de la muchacha. Entonces estalló a sus espaldas una espantosa algarabía de salvajes gritos de guerra y una veintena de negros ululantes cargó hacia ellos.
Korak se volvió para plantear batalla. Meriem se mantuvo junto a él, listo el venablo en su mano. Una lluvia de proyectiles de afilada punta voló a su alrededor. Uno de ellos se clavó en el hombro de Korak, otro le alcanzó en una pierna y el muchacho se fue al suelo.
Meriem no recibió impacto alguno, porque los negros no deseaban herirla. Se precipitaron hacia adelante para rematar a Korak y hacer efectiva la captura de la chica. Pero cuando se acercaban a la pareja, irrumpió desde otro punto de la selva Akut, seguido por los gigantescos machos de su nuevo reino.
Gruñones y rugientes corrieron hacia los guerreros negros al advertir el desaguisado que estaban cometiendo. Kovudoo se dio cuenta de lo arriesgado que sería entablar combate con aquellos imponentes antropoides, así que se apresuró a coger a Meriem y ordenar a sus hombres que emprendiesen la retirada. Los monos los siguieron durante un trecho y, antes de que la partida de los indígenas lograse escapar varios de sus miembros resultaron malheridos y uno de ellos muerto. No les hubiera salido la fuga tan relativamente bien de no preferir Akut comprobar cuanto antes el estado de Korak, en vez de preocuparse de la suerte que pudiera correr la joven, a la que siempre había considerado una especie de intrusa y una carga incuestionable.
Cuando Akut llegó junto a él, Korak yacía en el suelo, ensangrentado e inconsciente. El simio retiró los gruesos venablos clavados en la carne del muchacho y, tras lamerle las heridas, cogió en brazos a Korak y lo trasladó al refugio que el joven había construido para Meriem. Era todo lo que el animal podía hacer por su amigo. El resto coma a cargo de la naturaleza. Si ésta no se mostraba a la altura de las circunstancias, Korak moriría.
Sin embargo, el muchacho no murió. La fiebre lo tuvo postrado durante varias jornadas, mientras Akut y los monos cazaban por los alrededores, sin alejarse demasiado porque los pájaros y algunas fieras podían llegar a las alturas donde estaba la cabaña. De vez en cuando, Akut le llevaba jugosas frutas que contribuían a apagar su sed y a mitigar la fiebre. Poco a poco, la constitución robusta de Korak empezó a superar los efectos de las heridas causadas por los venablos. Empezaron a sanar y Korak fue recuperando las energías. Durante sus momentos de lucidez, tendido encima de las pieles con las que había decorado y arreglado el nido de Meriem, sufría más por la suerte que pudiera correr la muchacha que por el dolor de sus propias heridas. Por ella tenía que sobrevivir. Por ella tenía que recobrar sus fuerzas para poder salir luego en su busca. ¿Qué le habrían hecho los negros? ¿Continuaba con vida o la habrían sacrificado en aras de su afán de torturas y de su sed de sangre y carne humana? Korak casi temblaba de terror ante las más espantosas posibilidades que sobre el destino de Meriem afluían a su imaginación, sugeridas por su conocimiento de las costumbres de la tribu de Kovudoo.