Lentos y cansinos fueron transcurriendo los días, pero al menos él consiguió recuperar suficientes energías para arrastrarse fuera del refugio y descender hasta el suelo sin ayuda ajena. Ahora se mantenía principalmente de carne cruda, por lo que dependía por completo de las habilidades y de la generosidad de Akut. Con aquella dieta a base de carne, sus energías volvieron con gran rapidez, hasta que, finalmente, se consideró en condiciones de emprender una marcha que le llevase hasta la aldea de los negros.
…se apresuró a coger a Meriem…
Dos hombres blancos, altos y con barba habían salido de su campamento, situado a la orilla de un ancho río, y avanzaban cautelosamente a través de la jungla. Eran Carl Jenssen y Sven Malbihn, cuyo aspecto físico apenas había cambiado desde aquel día, años atrás, en que Korak y Akut les propinaron tan monumental susto, a ellos y a su safari, al presentarse inopinadamente porque Korak deseaba el refugio de su compañía.
Desde entonces, año tras año, los suecos no habían dejado de recorrer la selva para comerciar con los indígenas o para expoliarlos; para poner trampas y cazar; o para contratarse como guías al servicio de otros hombres blancos, por unas tierras que Jenssen y Malbihn conocían a fondo. Desde la experiencia que tuvieron con el jeque, siempre se cuidaron con especial empeño de operar a prudente distancia del territorio del árabe.
En aquel momento se encontraban más cerca de su aldea de lo que habían estado durante años, aunque lo suficientemente lejos como para tener la certeza de que no iban a descubrirlos, porque aquella zona de la jungla estaba prácticamente deshabitada y porque el pueblo de Kovudoo temía y odiaba al jeque, quien, en el pasado, saqueó la aldea de los negros y a punto estuvo de exterminar a la tribu.
Los suecos se dedicaban aquel año a cazar fieras vivas para un parque zoológico europeo y ahora se aproximaban a una trampa que tendieron con ánimo de conseguir un ejemplar de babuino de los que en gran número frecuentaban las inmediaciones. Al aproximarse a la trampa, los ruidos que llegaban de allí les informaron de que el éxito había coronado sus esfuerzos. Los aullidos y chillidos de centenares de babuinos no podían significar otra cosa que uno de ellos o acaso varios habían caído víctimas del señuelo que pusieron.
Las precauciones que tomaban los dos hombres estaban justificadas por los anteriores encuentros que tuvieron con aquellas criaturas inteligentes y tenaces. Más de un trampero había perdido la vida al pelear con babuinos enfurecidos, que en ocasiones no vacilaban en lanzarse a un despiadado ataque, mientras que otras veces bastaba la detonación de un disparo de rifle para que centenares de ellos huyesen a la desbandada.
Hasta entonces, los suecos siempre habían preparado sus trampas personalmente, con sumo cuidado, ya que, por norma, sólo caían en ellas los machos más fuertes que, en su glotona voracidad, impedían a los débiles acercarse al codiciado cebo. Pero una vez se encontraron con que, aprovechando que la trampa de ramas entretejidas no resultó lo bastante consistente, los que habían caído en ella consiguieron, con la ayuda de sus congéneres exteriores, destrozar la celda y escapar. En esta ocasión, sin embargo, los cazadores habían utilizado una jaula hecha de acero especial capaz de resistir la potencia física y la astucia de un babuino. Los suecos no tenían que hacer más que alejar a la manada que sabían que iba a estar concentrada alrededor de la prisión y aguardar a que los servidores que integraban la partida, que marchaban tras ellos, les acompañaran hasta la trampa.
Al acercarse al lugar comprobaron que todo estaba tal como esperaban encontrarlo. Un macho gigantesco bregaba desesperadamente con los barrotes de acero de la jaula que lo mantenía cautivo. Por fuera, varios centenares de babuinos daban tirones y trataban de romper el metal, en inútil esfuerzo para ayudarle. Todo ello sin dejar un segundo de parlotear, rugir y aullar con toda la potencia de sus pulmones.
Pero ni los suecos ni los simios vieron la figura medio desnuda del muchacho oculto en el follaje de un árbol próximo. Había llegado a aquel lugar casi al mismo tiempo que Jenssen y Malbihn y observaba con evidente interés las actividades de los babuinos.
Las relaciones de Korak con los babuinos nunca fueron amistosas. Una especie de tolerancia hostil caracterizaba sus ocasionales encuentros. Los babuinos y Akut, cuando se cruzaban, erguían el cuerpo y se saludaban a base de gruñidos, mientras que Korak manifestaba su amenazadora neutralidad enseñándoles los dientes. En consecuencia, al Matador le tenía más bien sin cuidado el apuro en que se hallaba el rey de aquella tribu. La curiosidad le indujo a detenerse unos segundos y en aquel momento su rápida mirada de lince percibió el extraño color de las ropas que vestían los suecos, apostados detrás de unos arbustos, cerca del puesto de observación de Korak. Automáticamente, el muchacho se puso en estado de alerta. ¿Quiénes eran aquellos intrusos? ¿Qué andaban haciendo en la selva de los manganis? Korak se desplazó sigilosamente, dando un rodeo para situarse en un punto desde el que pudiera verlos bien y olfatear su olor. Apenas había llegado a su nueva atalaya cuando los reconoció: eran los individuos que años atrás habían disparado contra él. Llamearon los ojos de Korak. Notó que los pelos de la nuca se le ponían de punta desde la raíz. Los observó con la atención de la pantera que se dispone a saltar sobre su presa.
Vio que se ponían en pie y empezaban a gritar, a fin de ahuyentar a los babuinos mientras ellos se acercaban a la jaula. Luego, uno de ellos se echó el rifle a la cara y disparó sobre la parte central de la sorprendida y furibunda manada. Durante un momento, Korak creyó que los babuinos estaban a punto de lanzarse al ataque, pero dos disparos de rifle más por parte de los hombres blancos los dispersaron entre los árboles. Los dos europeos se llegaron entonces a la jaula. Korak creyó que iban a matar al rey. Korak no apreciaba gran cosa al rey, pero todavía apreciaba menos a los dos hombres blancos. El rey nunca había intentado matarle, los hombres blancos, sí. El rey era un habitante de su amada selva, los hombres blancos eran forasteros. La lealtad de Korak, por lo tanto, estaba del bando de los babuinos, en contra de los humanos. Él hablaba el lenguaje de los babuinos, que era idéntico al de los grandes monos. Vio al otro lado del calvero la horda de parloteantes simios que contemplaban la escena.
Los llamó a gritos. Los blancos se volvieron al oír las voces de aquel nuevo elemento que surgía a su espalda. Pensaron que se trataba de algún babuino que había dado un rodeo, pero aunque sus ojos escrutaron con toda atención la arboleda no percibieron el menor rastro de la silenciosa figura que ocultaba el follaje. Korak volvió a gritar.
—¡Soy «el matador»! —anunció—. Esos hombres son enemigos vuestros y enemigos míos. Os ayudaré a liberar a vuestro rey. Corred hacia los forasteros cuando me veáis hacerlo a mí y entre todos los pondremos en fuga y libertaremos a vuestro rey.
De los babuinos brotó la respuesta en resonante coro:
—Haremos lo que nos digas, Korak.
«El matador» descendió del árbol y corrió hacia los dos suecos. De inmediato, trescientos babuinos imitaron su ejemplo. A la vista de la extraña aparición de aquel guerrero blanco semidesnudo que se precipitaba sobre ellos con el venablo en ristre, Jenssen y Malbihn alzaron sus rifles y apretaron el gatillo, pero la agitación del momento les hizo fallar el tiro y un segundo después los babuinos ya se les habían echado encima. Su única esperanza estribaba en intentar la huida, de modo que salieron corriendo en dirección a la espesura, regateando, esquivando a los babuinos como Dios les daba a entender y manoteando para quitarse de encima de los hombros los babuinos que se les posaban allí. Pero ni siquiera en el interior de la jungla estaban a salvo y hubieran perecido de no presentarse en aquel momento sus hombres, a los que encontraron a unos doscientos metros de la jaula.
Una vez los blancos emprendieron la huida, Korak dejó de prestarles atención y se dispuso a liberar al enjaulado rey de los babuinos. Los cerrojos que habían eludido la capacidad mental de los babuinos desvelaron inmediatamente sus secretos a la superior inteligencia humana d«el matador» y al cabo de un momento el rey babuino quedaba en libertad. No gastó saliva ni perdió tiempo dando las gracias a Korak, ni el muchacho esperaba que lo hiciese. Korak sabía que ni un solo babuino olvidaría nunca el favor, aunque la verdad es que al hijo de Tarzán eso le tenía sin cuidado. Había hecho aquello impulsado por el deseo de vengarse de los dos hombres blancos. Los babuinos nunca le servirían de nada. Los que se habían quedado en tomo a la jaula corrían ya en dirección al lugar donde sus congéneres batallaban con los suecos y los secuaces de éstos. El fragor del combate empezaba a perderse en la distancia. Korak dio media vuelta y reanudó su marcha rumbo a la aldea de Kovudoo.
Encontró a su paso una manada de elefantes que apacentaba en un claro de la selva. Los árboles crecían allí tan separados unos de otros que a Korak le era imposible desplazarse por el aire, de rama en rama, sistema que prefería porque le proporcionaba mucha más libertad de movimientos que la vía terrestre —donde la espesura de la maleza era de lo más embarazoso—, un campo visual mucho más amplio y, además, la sensación de orgullo de sus habilidades como águila humana. Volar de árbol en árbol resultaba estimulante; poner a prueba el vigor de sus músculos poderosos; recoger con las ágiles maniobras que la práctica le permitió desarrollar las deliciosas frutas de las enramadas. A Korak le encantaban las emociones de aquellos vuelos por las altas copas de los árboles, donde sin que nada ni nadie le molestara u obstaculizara sus desplazamientos, podía reírse de los animales de mayor tamaño, condenados eternamente a moverse a ras del suelo, sin poder abandonar su lobreguez y humedad.
Sin embargo, por aquel claro en el que Tantor agitaba sus enormes orejas y trasladaba de un lado a otro su voluminoso cuerpo, el hombre mono no tenía más remedio que caminar por la superficie, como un pigmeo entre gigantes. Un macho inmenso alzó la trompa para lanzar al aire un barrito de aviso, como dando a entender que había advertido que se acercaba un intruso. Sus débiles ojos miraron a un lado y a otro, pero fueron su agudo sentido del olfato y su extraordinaria capacidad auditiva los que descubrieron la presencia del muchacho mono. La manada se removió inquieta, dispuesta para la lucha, porque el viejo macho había percibido el olor del hombre.
—¡Tranquilo, Tantor! —voceó «el matador»—. ¡Soy Korak, tarmangani!
El macho bajó la trompa y la manada reanudó sus interrumpidas meditaciones. Korak pasó a treinta centímetros del impresionante macho. Una sinuosa trompa onduló en su dirección y tocó la morena piel de uno de sus hombros; un roce que era medio caricia. Korak correspondió con una afectuosa palmada en la paletilla, al pasar junto al proboscidio. Durante años, sus relaciones con Tantor y su pueblo habían sido estupendas. De todos los moradores de la jungla al que más apreciaba Korak era a aquel poderoso paquidermo, el más pacífico y al mismo tiempo el más terrible de todos. La gentil gacela no le tenía miedo y, en cambio, Numa el señor de la selva, se desviaba de su camino y le cedía amplio terreno para evitarlo. Korak avanzó entre los machos jóvenes, las hembras y las crías. De vez en cuando, una trompa se acercaba a tocarle y en una ocasión una cría con ganas de jugar le puso la zancadilla con la trompa y le hizo dar un traspié.
Atardecía cuando Korak llegó a la aldea de Kovudoo. Numerosos indígenas holgazaneaban en las partes sombreadas de las chozas de tejado cónico y bajo las ramas de los árboles que crecían dentro del recinto. Se veían bastantes guerreros por allí. No era precisamente el momento más oportuno para que un enemigo solitario emprendiese una búsqueda por el interior del poblado. Korak decidió esperar a que cayera la noche. Podía enfrentarse a muchos guerreros, pero lo que no podía era, sin ayuda de nadie, vencer a toda una tribu… ni siquiera para rescatar a su querida Meriem. Mientras aguardaba oculto entre las ramas y el follaje de un árbol próximo, su aguda mirada recorría continuamente la aldea. Dio dos vueltas completas al poblado y olfateó los efluvios que el aire impulsaba erráticamente en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Se vio finalmente recompensado cuando, entre los diversos olores peculiares de una aldea indígena, su sensible olfato percibió el delicado aroma del ser que buscaba. ¡Meriem estaba allí, en alguna de aquellas chozas! Pero, sin una previa investigación de cerca, le iba a ser imposible determinar en cuál de ellas, así que esperó, con obstinada paciencia, a que las negruras de la noche se hubiesen enseñoreado de la aldea.
Las fogatas de los negros salpicaban la oscuridad con puntitos de luz que irradiaban sus débiles círculos de claridad para arrancar tenues reflejos al relieve de los cuerpos desnudos sentados alrededor de las fogatas. Korak se deslizó silenciosamente del árbol en que estaba y se dejó caer en el suelo, dentro del recinto de la empalizada.
Manteniéndose entre las sombras de las chozas, bien oculto a la vista, Korak emprendió el registro sistemático del poblado… Vista, oído y olfato en constante alerta, trató de percibir el más leve indicio de la presencia de Meriem. Debía proceder con lentitud, puesto que ni siquiera los salvajes perros de la tribu, con sus oídos agudísimos, tenían que sospechar la presencia de un extraño dentro de la aldea. «El matador» sabía muy bien lo cerca que había estado en más de una ocasión de que varios de ellos lo detectaran y lo delataran con sus inquietos ladridos.