—¿Eres capaz de encontrar el camino de regreso?
—No lo sé —respondió Meriem—. Pero él lo encontrará para volver a mi lado.
—Entonces tengo un plan —dijo el desconocido—. Vivo a pocas jornadas de marcha de aquí. Te llevaré a mi casa y allí mi esposa te atenderá y te cuidará hasta que estemos en condiciones de encontrar a Korak o Korak nos encuentre a nosotros. Si puede dar contigo aquí, también dará contigo en mi aldea, ¿verdad?
Meriem pensó que era así, pero no le hacía ninguna gracia la idea de no salir de inmediato en busca de Korak. Por otra parte, el hombre no estaba dispuesto de ninguna manera a permitir que aquella pobre chiquilla, a la que parecía faltar un tornillo, continuase vagando sin rumbo entre los peligros de la selva. No le era posible adivinar de dónde procedía ni qué contrariedades había sufrido, pero de lo que no cabía duda era de que aquel Korak suyo, así como el cuento de que vivían entre los monos sólo eran fantasías producto de una mente desequilibrada. Conocía bien la jungla y no ignoraba que existían hombres que se pasaban años enteros viviendo solos y medio desnudos entre las fieras salvajes. ¡Pero aquella muchachita frágil y delicada! No, no era posible.
Salieron juntos de la tienda. Los servidores de Malbihn levantaban el campamento, preparando la rápida partida. Los negros del desconocido conversaban tranquilamente con ellos. Malbihn se mantenía a distancia, furioso y echando chispas por los ojos. El desconocido se acercó a uno de sus hombres.
—Averigua de dónde sacaron a esta chica —ordenó.
El negro fue a plantear la pregunta a uno de los servidores de Malbihn. Al cabo de un momento volvió junto a su jefe.
—Se la compraron al viejo Kovudoo —informó—. Eso es todo lo que aquel hombre está dispuesto a decirme. Asegura que no sabe nada más, y me parece que es cierto. Esos dos blancos son gente malvada. Hacían muchas cosas cuya finalidad los servidores ignoraban. Sería una buena acción,
bwana
, si matases al otro.
—Me gustaría poder hacerlo, pero en esta parte de la selva han entrado en vigor nuevas leyes. Ya no es como en los viejos tiempos, Muviri —respondió el jefe.
El desconocido permaneció con la niña hasta que Malbihn y su safari desaparecieron en la selva, rumbo al norte. Meriem, más confiada ya, se quedó a su lado, con Geeka bien sujeta en su mano delgada y morena. Charlaron, y el hombre se extrañó de que la chica hablase un árabe tan balbuceante, aunque acabó atribuyendo tales titubeos al hecho de que la joven no estaba en sus cabales. De haber sabido la cantidad de años que transcurrieron desde que dejó de utilizar esa lengua hasta que los suecos se hicieron cargo de Meriem, al hombre no le habría sorprendido que la joven la hubiese olvidado. Existía además otro motivo que explicaba el que el lenguaje del jeque se le hubiera difuminado tan pronto, pero la chica no habría sospechado siquiera tal motivo, así que mucho menos iba a adivinarlo un desconocido.
El hombre intentó convencerla para que le acompañase a su aldea, como él la llamaba, o
aduar
, en árabe, pero Meriem insistió en ir inmediatamente a buscar a Korak. En última instancia, el hombre decidió llevarla consigo aunque ella no quisiera, opción que le pareció preferible a sacrificar la vida de la joven a la insana alucinación que parecía tenerla embrujada. Así que, como persona sensata que era, empezó a seguirle la corriente, de momento, para intentar luego conducirla por la ruta que en opinión de él debía seguir la muchacha. De modo que, al emprender la marcha, lo hicieron en dirección sur, aunque el rancho del hombre se encontraba más bien al este.
De manera gradual, fue desviándose hacia oriente y observó con satisfacción que la joven no se daba cuenta del paulatino cambio de rumbo. Poco a poco, la confianza de Meriem fue aumentando. Al principio, sólo la intuición guió su creencia de que aquel gran tarmangani no pretendía hacerle daño, pero a medida que fueron pasando los días y comprobó que su bondad y consideración no vacilaban empezó a compararlo con Korak y a tomarle afecto, aunque la lealtad hacia su muchacho mono en ningún instante sufrió menoscabo.
Al quinto día llegaron de pronto a una extensa llanura y, desde la linde de la selva, Meriem vio a lo lejos campos cercados y muchos edificios. Dio un respingo y retrocedió, sobresaltada y atónita.
—¿A dónde vamos? —preguntó, extendido el índice hacia allí.
—No conseguiríamos encontrar a Korak —repuso el hombre— y como nuestro camino nos llevaba hacia las proximidades de mi
aduar
te he traído aquí para que descanses un poco junto a mi esposa hasta que nuestros hombres encuentren a tu mono, o él te encuentre a ti. Con nosotros estarás más segura y serás más feliz.
—Tengo miedo,
bwana
—repuso la niña—. En tu
aduar
me pegarán como me pegaba mi padre, el jeque. Déjame que vuelva a la selva. Allí Korak me encontrará. Nunca se le ocurriría ir a buscarme al
aduar
del hombre blanco.
—Nadie te pegará, chiquilla —replicó el hombre—. ¿Verdad que yo no lo he hecho? Bueno, pues aquí todo me pertenece. Te tratarán bien. Mi esposa te llevará en palmitas y, hasta que Korak aparezca, enviaré hombres en su busca.
La joven sacudió la cabeza.
—No podrán traerlo, porque él los mataría, ya que todos los hombres han intentado matarle. Déjame marchar,
bwana
.
—No conoces el camino que lleva a tu región. Te perderías. La primera noche, los leopardos y los leones se precipitarían sobre ti y, después de todo, no encontrarías a tu Korak. Es mejor que te quedes con nosotros. ¿No te salvé del hombre malvado? ¿No crees que me debes algo por haberte librado de él? Bueno, pues entonces quédate con nosotros al menos unas semanas, en tanto decidimos qué es lo que más te conviene. No eres más que una niña…, sería una barbaridad permitirte ir sola por la selva.
Meriem se echó a reír.
—La selva —dijo— es mi padre y mi madre. La selva se ha portado conmigo mucho mejor que las personas. No me asusta la selva. Ni me asustan el leopardo y el león. Cuando me llegue la hora, moriré. Puede que me mate un leopardo o un león, o tal vez un bicho insignificante que no sea mayor que la yema de mi dedo meñique. Cuando el león se me eche encima o el insecto me clave su aguijón me asustaré… Ah, entonces tendré un miedo terrible, lo sé. Pero la vida sería un tormento horroroso si tuviera que pasármela aterrada por algo que aún no ha sucedido. Si me mata el león, mi terror será breve, pero si es el insecto el que me produce la muerte, es posible que antes de morir pase varios días de sufrimiento. Lo que menos miedo me produce es el león. Es grande y arma bastante ruido. Se le oye, se le ve y se le huele con tiempo para escapar de él; pero en cualquier momento se puede apoyar la mano o el pie en algún bicho tan pequeño que una no se da cuenta de que está allí hasta que le clava su mortífero aguijón. No, no me asusta la selva. La adoro. Prefiero morir antes que abandonarla para siempre. Claro que tu
aduar
está cerca de la selva. Has sido bueno conmigo. Haré lo que deseas que haga y me quedaré aquí una temporada a esperar que venga mi Korak.
—¡Estupendo! —exclamó el hombre.
Echó a andar con la chica en dirección a una casita de campo cubierta de flores, más allá de la cual se alzaban los graneros y dependencias de una granja africana bien organizada.
Al acercarse, una docena de perros empezaron a ladrar y corrieron a recibirlos: feroces perros lobo, un gigantesco danés, un pastor escocés de ágiles patas y cierto número de escandalosos raposeros. Al principio parecieron hostiles y agresivos, pero en cuanto reconocieron a los guerreros negros que iban en vanguardia su actitud experimentó un cambio notable. El escocés y los raposeros se tornaron frenéticos de alegría, mientras que el danés y los perros lobo no se mostraron menos contentos del regreso de sus amos, pero su saludo de bienvenida fue de naturaleza más digna. Olfatearon por turno a Meriem, que no manifestó el menor indicio de temor hacia ninguno de ellos.
Los perros lobo se erizaron y gruñeron al percibir el olor de las fieras cuyas pieles vestían a Meriem, pero cuando la muchacha les acarició la cabeza y murmuró una serie de palabras en tono suave, los perros entrecerraron los ojos y alzaron el labio superior en satisfecha sonrisa canina. El hombre los observaba y también sonrió, porque en muy raras ocasiones recibían aquellos animales semisalvajes tan amablemente a los desconocidos. Era como si, de una manera sutil, la muchacha hubiese susurrado un mensaje de afinidad selvática, transmitido directamente al corazón salvaje de aquellos perros.
Agarrados con los dedos los collares de dos perros lobo, uno a cada lado, Meriem anduvo hacia la casita de campo, en cuyo porche una mujer vestida de blanco agitaba los brazos dando la bienvenida a su marido. A los ojos de la chica asomó un miedo que superaba el que sintiera en presencia de los hombres desconocidos o las bestias salvajes. Titubeó, volvió la cabeza y dirigió una mirada suplicando al desconocido que la había salvado de los suecos.
—Es mi esposa —aclaró el hombre—. Se alegrará mucho de conocerte y te recibirá con los brazos abiertos.
La mujer bajó al sendero y salió a su encuentro. El hombre la besó y luego le presentó a Meriem. Habló en árabe, que era la lengua que Meriem entendía.
Meriem observó que era una señora preciosa. Vio que la dulzura y la bondad aparecían indeleblemente estampadas en su bonito rostro. Dejó de inspirarle temor y cuando el hombre refirió brevemente la historia de la chica y la mujer la rodeó con sus brazos y la llamó «pobrecita mía» algo estalló en el corazón de Meriem. Hundió la cara en el seno de aquella nueva amiga, cuya voz matizaba un tono maternal que la muchacha llevaba tantos años sin oír que se le había olvidado su existencia. Enterró su rostro en aquel pecho bondadoso y lloró como jamás había llorado en toda su vida: lágrimas de alivio y alegría, de unos sentimientos cuya intensidad la propia Meriem era incapaz de entender.
Así fue como Meriem, la pequeña salvaje mangan, abandonó su adorada selva y entró en el seno de un hogar culto y refinado. «Bwana» y «Querida», como oyó que los llamaban y como ella continuó llamándolos, fueron para Meriem como padre y madre. Una vez calmados sus salvajes temores iniciales pasó rápidamente al extremo contrario de la confianza y el cariño. Ahora ya estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese preciso hasta que encontraran a Korak o hasta que Korak la encontrase a ella. Nunca renunciaba a esa idea. Korak, su Korak siempre era lo primero.
…y ambos hombres dispararon a la vez.
Y en la selva, a mucha distancia de allí, cubierto de heridas y de sangre seca que acartonaba su cuerpo, encendido de furia y de dolor, Korak regresaba siguiendo las huellas de los grandes babuinos. No los había encontrado en el lugar donde los viera por última vez, ni en ninguno de los parajes que solían frecuentar, pero los siguió a lo largo del bien señalado rastro que iban dejando hasta que, al final, los alcanzó. En el momento de divisarlos, los cuadrumanos avanzaban sin prisa pero sin pausa hacia el sur, lanzados en una de esas migraciones periódicas cuyo motivo sólo el babuino podría explicar, al menos mejor que nadie. A la vista del guerrero blanco que se les acercaba a favor del viento, el centinela que lo había descubierto dio un grito de aviso y la manada se detuvo. Entre los simios se produjeron oleadas de gruñidos y murmullos. Los machos empezaron a andar en círculo, envaradas las piernas. En tono nervioso y estridente, las madres ordenaron a sus hijos que volvieran a su lado y luego buscaron la protección de sus dueños y señores colocándose con sus retoños detrás de los machos.
Korak voceó el nombre del rey, quien, al oír aquella voz familiar, avanzó despacio, cautelosamente, con paso rígido. Su olfato debía proporcionarle la confirmación de una prueba convincente antes de aventurarse a confiar de modo implícito en el testimonio de los ojos y del oído. Korak permaneció en la más absoluta inmovilidad. Avanzar en aquel momento podía precipitar un ataque inmediato o, lo que también era fácil, un pánico provocador de la huida. Las fieras salvajes son animales nerviosos. Resulta relativamente sencillo arrojarlos a una especie de histeria susceptible de inducirles a la locura asesina o a un estado de abyecta cobardía… Es cuestión, sin embargo, de determinar si el animal salvaje es en realidad cobarde.
El rey babuino se acercó a Korak. Anduvo a su alrededor, en círculos cada vez más estrechos, mientras gruñía y olfateaba. Korak le dirigió la palabra.
—Soy Korak —dijo—. Abrí la jaula en la que te tenían prisionero. Te salvé de los tarmanganis. Soy Korak, «el matador». Soy tu amigo.
—¡Jiu! —gruñó el rey—. Mis oídos me dijeron que eres Korak. Mis ojos me dijeron que eres Korak. Y ahora mi nariz me dice que eres Korak. Mi nariz no se equivoca nunca. Soy tu amigo. Vamos, cazaremos juntos.
—Korak no puede ir ahora de caza —replicó Korak—. Los gomanganis se han llevado a mi Meriem. La tienen atada en su aldea. No van a soltarla. Korak, solo, no puede liberarla. Korak te liberó a ti. Ahora tienes que acudir con tu tribu y ayudar a liberar a la Meriem de Korak.
—Los gomanganis tienen palos agudos que arrojan contra los demás. Atraviesan los cuerpos de los miembros de mi tribu. Nos matan. Los gomanganis son gente mala. Nos matarán si entramos en su aldea.
—Los tarmanganis tienen palos que meten ruido y matan a gran distancia —replicó Korak—. Empuñaban esos palos cuando Korak te sacó de su trampa. Si Korak hubiese huido de ellos, tú seguirías prisionero de los tarmanganis.