El hijo de Tarzán (24 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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El babuino se rascó la cabeza. Los machos de su tribu formaban un círculo irregular sentados en cuclillas alrededor de Korak y de él. Pestañeaban, se empujaban con el hombro unos a otros para conseguir una posición más ventajosa, escarbaban en la vegetación putrefacta con la esperanza de poner a la vista algún sabroso gusano o se limitaban a permanecer sentados y a mirar apáticamente a su rey y al extraño mangani, que se hacía llamar así pero que en realidad se parecía mucho a los odiados tarmanganis. El rey lanzó una mirada a algunos de los súbditos más viejos, a guisa de invitación a opinar sobre el asunto.

—Somos muy pocos —refunfuñó uno.

—La región de las colinas está rebosante de babuinos —sugirió otro—. Son tantos como las hojas del bosque. Ellos también odian a los gomanganis. Les encanta pelear. Son muy salvajes. Pídeles que se sumen a nosotros. Entonces podremos matar a todos los gomanganis de la jungla.

Se puso en pie y lanzó un gruñido aterrador, erizada la rígida pelambrera de su cuerpo.

—Muy bien dicho —gritó «el matador»—, pero no necesitamos a los babuinos de la región de las colinas. Nos bastamos nosotros. Tardaríamos demasiado en reunirlos. Es muy posible que hubieran matado y se hubieran comido a Meriem antes de que pudiéramos rescatarla. Pongámonos en marcha inmediatamente hacia la aldea de los gomanganis. Si nos apresuramos estaremos allí en seguida. Luego, todos a una, nos lanzaremos sobre la aldea, gruñendo y aullando. Los gomanganis se asustarán y saldrán corriendo. Cuando hayan huido, cogeremos a Meriem y la sacaremos de la aldea. No tenemos que matar a nadie ni exponemos a que alguien nos mate a nosotros… Lo único que quiere Korak es recuperar a Meriem.

—Somos muy pocos —volvió a rezongar el mono viejo.

—Sí, somos muy pocos —repitieron los demás.

Korak no lograba convencerlos. Le ayudarían de buena gana, pero debían hacerlo a su modo y, como condición indispensable, querían agenciarse los servicios de sus congéneres, parientes y aliados de la región de las colinas. Así que Korak no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer. Lo único que podía hacer era meterles prisa. A sugerencia suya, el rey de los babuinos y una docena de los machos más fuertes accedieron a acompañarle al país de las colinas. El resto de la tribu se quedaría detrás.

Una vez comprometidos en la empresa, los babuinos desplegaron todo su entusiasmo. La delegación partió de inmediato. Avanzaban con extraordinaria rapidez, pero el muchacho mono no tuvo dificultad alguna en mantenerse a su altura. Armaban un estruendo impresionante al desplazarse por los árboles, lo que era un aviso para los posibles enemigos, a los que daban a entender que formaban un ejército numeroso y que lo mejor era que se quitasen de en medio, porque cuando los babuinos viajan en grandes cantidades no hay criatura de la selva que se atreva a molestarlos. Cuando las condiciones del terreno los obligaban a marchar a ras del suelo y cuando las arboledas estaban muy separadas entre sí, los babuinos se movían silenciosamente, sabedores de que el león y el leopardo no se dejarían engañar por el alboroto, puesto que sus ojos les indicarían que sólo marchaba por la senda un reducido puñado de babuinos.

La partida recorrió durante dos días una región salvaje, pasando de la espesura de la jungla al espacio abierto de una planicie, en cuyo extremo empezaban las laderas arboladas de los montes. Korak nunca había estado en aquella zona. Era una región nueva para él y le resultó agradable el cambio respecto a la monotonía del limitado horizonte de la selva. Pero en aquel momento no tenía deseos de disfrutar de las bellezas naturales del paisaje. Meriem, su Meriem, estaba en peligro. Hasta que la muchacha hubiera recobrado la libertad y la tuviera junto a sí, Korak no pensaría en otra cosa.

Una vez en la foresta que cubría las laderas montañosas el avance de los babuinos aminoró el ritmo de marcha. No cesaban de lanzar llamadas quejumbrosas a sus parientes de los montes. Luego, después de cada llamada, se detenían a escuchar hasta que, débil, apagada por la distancia, les llegaba la respuesta.

Los babuinos continuaron desplazándose en dirección a las voces que surcaban el bosque durante los intervalos de su propio silencio. Así, llamando y escuchando, fueron acercándose a sus congéneres que, como Korak estaba seguro que iba a ocurrir, acudían a su encuentro en gran número. Pero cuando, por fin, los babuinos de la región de los montes aparecieron ante sus ojos, Korak se quedó atónito frente a la realidad que tenía a la vista.

Del suelo se elevó lo que parecía una inmensa muralla sólida de babuinos, la cual ascendía a través del follaje hasta las ramas de las copas que los animales consideraban lo bastante sólidas como para soportar su peso. Se fueron acercando despacio, al tiempo que emitían ininterrumpidamente su extraña y quejumbrosa llamada. Los ojos de Korak vieron alzarse, tras el primer muro, otras densas cortinas sólidas de cuadrumanos que llegaban pisando los talones a los que les precedían. Miles y miles de ellos. Korak no pudo por menos que pensar en el triste destino de su pequeña partida de babuinos, en el desdichado caso de que surgiera algún incidente o diferencia de criterio que provocara la rabia o el temor en uno solo de los miembros de aquel ejército.

Pero no ocurrió tal cosa. Los dos reyes se acercaron el uno al otro, de acuerdo con la costumbre, y se olfatearon y erizaron a gusto. Cuando ambos quedaron satisfechos de la identidad del otro, procedieron a rascarse la espalda mutuamente. Al cabo de un momento, empezaron a hablarse. El amigo de Korak explicó el motivo de su visita y, por primera vez, Korak se dejó ver. Había permanecido oculto detrás de unos arbustos. Al verle, una intensa excitación recorrió las nutridas filas de los babuinos de las colinas. Durante un momento, Korak temió que se lanzasen sobre él y lo destrozaran, pero su miedo era por Meriem, porque, de morir él, nadie iría a rescatar a la muchacha.

Sin embargo, los dos reyes se las arreglaron para calmar a la multitud y a Korak se le concedió permiso para acercarse. Poco a poco, los babuinos fueron aproximándosele. Le olfatearon desde todos los ángulos. Korak se dirigió a ellos en su propio lenguaje y eso los encantó y llenó de asombro. Le contestaron y le escucharon cuando él tomaba la palabra. Les habló de Meriem y de la vida que habían llevado en la selva, donde siempre mantuvieron relaciones amistosas con todos los simios, desde los pequeños manus hasta los manganis, los grandes monos.

—Los gomanganis que mantienen prisionera a Meriem no son amigos vuestros —dijo—. Os matarán. Los babuinos de las tierras bajas son demasiado escasos en número para enfrentarse a ellos. Me han dicho que vosotros sois muchos y muy valientes… Que sois tantos como los tallos de hierba de las praderas o las hojas de los árboles del bosque y que es tal vuestro valor que hasta Tantor, el elefante, os teme. Me han dicho que os alegrará acompañarnos a la aldea de los gomanganis para castigar a esos malvados mientras yo, Korak, «el matador», rescato a mi Meriem.

El rey de los babuinos sacó pecho y anduvo unos pasos, pavoneándose sobre sus rígidas patas. Varios de los grandes machos de la tribu imitaron su ejemplo. Se sentían complacidos y halagados por las palabras de aquel extraño tarmangani que se llamaba a sí mismo Mangani y se expresaba en el lenguaje de los peludos progenitores del hombre.

—Sí —dijo uno—, nosotros los moradores de las colinas somos luchadores formidables. Tantor nos teme. Numa nos teme. Sheeta nos teme. Los gomanganis del país de las colinas se cuidan mucho de meterse con nosotros. Yo, por mi parte, iré contigo a la aldea de los gomanganis que viven en las tierras bajas. Soy el hijo mayor del rey. Yo solo soy capaz de matar a todos los gomanganis de esas tierras bajas.

Abombó el pecho y dio unos paseos en plan presuntuoso, hasta que el prurito que un congénere suyo sentía en la espalda reclamó su aplicada atención.

—Yo soy Goob —exclamó otro—. Mis colmillos son largos y afilados. Se han hundido ya en la carne blanda de muchos gomanganis. Yo solo maté a la hermana de Sheeta. Goob bajará contigo a las tierras bajas y matará tantos gomanganis que no quedará ninguno con vida para contar los muertos.

También ejecutó el paseo de exhibición fanfarrona ante los admirados ojos de las hembras y los jóvenes.

Korak miró interrogadoramente al rey.

—Tus machos son muy valientes —dijo—, pero el rey es más valiente que cualquiera de ellos.

Aludido así, el peludo macho, que se encontraba en la primavera de la vida —y cuyo reinado era más bien reciente—, gruñó con ferocidad. Sus estentóreos alaridos de desafío resonaron en el bosque. Los babuinos que no pasaban de cachorros se aferraron temerosos a los peludos cuellos de sus madres. Los machos, electrizados, empezaron a dar saltos enormes en el aire y a hacerse eco de los rugientes gritos retadores de su rey. El estruendo resultaba aterrador.

Korak se acercó al rey y le dijo al oído:

—¡Vamos!

Emprendió la marcha a través de la foresta y descendió hacia la llanura que debían atravesar en su largo camino de vuelta a la aldea de Kovudoo, el gomangani. Siempre rugiendo y aullando, el rey dio media vuelta y le siguió. Tras ellos echaron a andar el puñado de babuinos de las tierras bajas y los millares de cuadrumanos de la región de las colinas, un clan de seres salvajes, fuertes, sedientos de sangre.

Llegaron a la aldea de Kovudoo en el transcurso de la segunda jornada, a media tarde. El poblado permanecía sumido en la quietud que imponen los ardorosos rayos del sol ecuatorial. La impresionante multitud de babuinos avanzaba en silencio. Bajo los miles de manos de palma acolchada el suelo del bosque no producía más ruido que el que pudiese dejar oír la brisa más fuerte al susurrar a través del follaje de los árboles.

Korak y los dos reyes marchaban en cabeza. Se detuvieron cerca de la aldea y aguardaron hasta que se reunieron con ellos los más rezagados. Reinaba ahora un silencio absoluto. Korak se deslizó sigilosamente por las ramas del árbol que se extendía por encima de la empalizada. Miró a su espalda. Vio que el ejército de babuinos le seguía de cerca. Había llegado el momento. Les había advertido repetidamente, durante la prolongada marcha, que la muchacha blanca que estaba prisionera en la aldea no debía sufrir el menor daño. Todos los demás eran presas legítimas. Levantó el rostro hacia el cielo y lanzó al aire un solo grito. Era la señal.

En respuesta, tres mil peludos babuinos machos, gritando y aullando, se precipitaron sobre la aldea de los empavorecidos negros. Todos los guerreros salieron de sus chozas. Las madres cogieron en brazos a sus hijos y echaron a correr hacia las puertas para huir de aquella espantosa horda que llovía sobre la calle del poblado. Kovudoo tomó el mando de la defensa y con sus gritos y saltos trató de infundir valor a los guerreros que le rodeaban, los cuales presentaron un frente erizado de venablos puntiagudos a la turba lanzada al ataque.

De la misma manera que había encabezado la marcha, Korak dirigía el asalto. Al ver a aquel joven de piel blanca que capitaneaba el ejército de espantosos babuinos, el horror y el desaliento se apoderó de los negros. Aguantaron a pie firme unos instantes y luego lanzaron sus venablos sobre la muchedumbre que se les echaba encima. Pero antes de montar las flechas en los arcos, su ánimo se vino abajo, giraron sobre sus talones y se lanzaron a una frenética huida. Los babuinos se lanzaron entre sus filas, saltaron sobre sus espaldas y hundieron los afilados colmillos en los músculos del cuello. Y el más feroz de todos los atacantes, el más sanguinario y el más terrible era Korak, «el matador».

En las puertas de la aldea, por las cuales salian los negros atropelladamente, impulsados por su pánico cerval, Korak los dejó a merced de sus aliados y se volvió para dirigirse, impaciente y anhelante, a la choza en que Meriem estaba prisionera. La encontró vacía. Uno tras otros, los sucios interiores de las demás viviendas mostraron la misma descorazonadora circunstancia: Meriem no se hallaba en ninguna de ellas. Korak sabía que los negros no se la habían llevado consigo en su precipitada huida, porque había observado atentamente a todos los fugitivos.

El muchacho, que conocía bien las inclinaciones de los salvajes, dedujo que no podía existir más que una explicación: los salvajes habían matado a Meriem y luego se la habían comido. Con el convencimiento de que Meriem había muerto, el cerebro de Korak se vio anegado por una oleada de rojo furor contra los que creía asesinos de la muchacha. Oyó a lo lejos los gruñidos de los babuinos mezclados con los chillidos de sus víctimas. Se dirigió hacia allí. Cuando llegó, los babuinos ya empezaban a estar un poco hartos de aquel deporte de la batalla, mientras los negros habían formado un nido de resistencia y se defendían utilizando sus garrotes con bastante eficacia frente a los escasos machos que aún se empeñaban en seguir atacándolos.

Entre aquellos combatientes irrumpió Korak, dejándose caer desde las ramas de un árbol… Se precipitó rápido, implacable, terrible sobre los salvajes guerreros de Kovudoo. Una furia ciega le poseía. Como una leona herida se movía de aquí para allá, descargando terribles puñetazos con la oportuna precisión de un pugilista experto y bien entrenado. Una y otra vez sus dientes se hundían en la carne de un enemigo. Acababa con uno y se abalanzaba con celeridad sobre otro, antes de que éste pudiera alcanzarle a él. Sin embargo, con todo lo decisiva que pudiera ser su demoledora actuación en el resultado del combate, ésta se veía superada por el terror que su propia persona imbuía en las mentes sencillas y supersticiosas de los adversarios. Para ellos, aquel guerrero blanco, que hacía causa común con los grandes monos y con los feroces babuinos, que gruñía, aullaba y golpeaba como una fiera más, no era un ser humano. Era un diablo del bosque, un terrible dios del mal al que habían ofendido y que había abandonado su santuario de las profundidades de la selva para ir a castigarlos. Y debido a tal idea, los negros ofrecían poca resistencia: comprendían que era inútil plantar cara con sus pobres fuerzas mortales a una divinidad agraviada.

Los que pudieron hacerlo, huyeron a todo correr, hasta que finalmente no quedó nadie para expiar una culpa de la que, aunque entraba dentro de sus costumbres, eran inocentes. Jadeante y cubierto de sangre, Korak hizo un alto, ya que no tenía víctimas. Los babuinos se congregaron a su alrededor, saciados de sangre y de lucha. Se dejaron caer en el suelo, agotados.

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