El hijo de Tarzán (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Una noche estaba sentado con Meriem en el porche, después de que todos los demás se hubiesen retirado a descansar. Habían estado jugando al tenis, deporte en el que el honorable Morison brillaba con luz propia, como, a decir verdad, le ocurría en la mayor parte de esos ejercicios de competición. Le contaba a Meriem anécdotas y detalles de Londres y París, le hablaba de bailes y banquetes, de mujeres maravillosas que lucían modelos no menos maravillosos, de los placeres, diversiones y pasatiempos en que se entretenían los ricos y poderosos. El honorable Morison era un consumado maestro en el arte de la fábula insidiosa y exagerada. Su narcisismo ególatra nunca resultaba flagrante ni aburrido… Nunca caía en la ordinariez, porque la ordinariez era cosa de plebeyos y lo plebeyo era algo que el honorable Morison tenía buen cuidado en evitar. Lo que no era óbice para que cualquiera que escuchase al honorable Morison, sacara jamás la impresión de que lo que oía restaba un ápice de gloria al linaje de los Baynes o a su representante en aquel momento.

Meriem estaba hechizada. Para aquella doncella de la jungla, los relatos del honorable Morison eran como cuentos de hadas. Ante los ojos de su imaginación, el honorable Morison aparecía impresionante, alto, magnífico, esplendoroso. La fascinaba, y cuando el hombre se le acercó, tras una breve pausa de silencio, y le tomó una mano, la muchacha se estremeció como hubiera podido estremecerse al contacto de una divinidad. Fue un escalofrío de arrebatada exaltación en el que no faltaba cierto temor.

El hombre se inclinó para acercar sus labios al oído de la joven.

—¡Meriem! —susurró—. ¡Mi pequeña Meriem! ¿Me permites que te llame «mi pequeña Meriem»?

Con los ojos muy abiertos, la joven alzó la mirada hacia su rostro, pero las sombras lo oscurecían. La muchacha tembló, pero no se apartó. El honorable Morison la rodeó con el brazo y la atrajo más hacia sí.

—¡Te quiero! —murmuró.

Meriem no contestó. No sabía qué decir. Lo ignoraba todo acerca del amor. Nunca se le ocurrió pensar en él, aunque sí sabía que le gustaba que la quisieran, significara eso lo que significase. Era estupendo que la gente fuera bondadosa y amable con una. ¡Había conocido tan poca bondad y tan poco cariño!

—Dime —pidió el hombre— que tú también me quieres.

Los labios del honorable Morison estaban casi pegados a los de Meriem. Casi iban a tocarse cuando la imagen de Korak se irguió milagrosamente ante los ojos de la muchacha. Vio el rostro de Korak muy cerca del suyo, sintió sus ardientes labios contra su boca y entonces, por primera vez en su vida, Meriem supo lo que significaba el amor. Se apartó despacio del honorable Morison.

—No estoy segura de quererte —dijo—. Esperemos. Disponemos de mucho tiempo. Aún soy demasiado joven para casarme y tampoco estoy segura de que pudiera ser feliz en Londres o París… Más bien me asustan.

¡Con qué facilidad y naturalidad había relacionado el amor con la idea del matrimonio! El honorable Morison tenía la certeza absoluta de no haber mencionado el matrimonio para nada: tuvo un cuidado especial en evitarlo. Y encima la chica decía que no estaba segura de quererle. ¡Eso sí que era un impacto que dejaba temblando su vanidad! Parecía increíble que aquella pequeña salvaje tuviese dudas acerca de si deseaba o no al honorable Morison Baynes.

Una vez se enfrió el primer arrebato de pasión, el honorable Morison estuvo en condiciones de razonar de modo más lógico. El principio no podía haber sido más catastrófico. Sería mejor aguardar e ir preparando gradualmente el cerebro de Meriem para plantearle la única propuesta que su exaltación le permitiría ofrecer a la muchacha. Habría que ir poco a poco. Contempló el perfil de Meriem. La plateada claridad de la luna tropical caía sobre él de lleno. El honorable Morison se preguntó si le iba a resultar tan fácil «ir poco a poco». ¡Era tan atractiva!

Meriem se levantó. Aún tenía frente a sí la imagen de Korak.

—Buenas noches —deseó—. Esto es casi demasiado bonito para dejarlo así como así, pero…

Movió el brazo en un ademán que abarcaba el estrellado cielo, la enorme luna llena, la amplia llanura teñida de plata y las espesas negruras que, a lo lejos, representaban a la selva.

—¡Me encanta! —añadió Meriem.

—Londres te gustaría aún más —se apresuró a afirmar el hombre—. Y Londres se quedaría prendado de ti. Tu belleza se haría célebre en cualquier capital de Europa. Tendrías el mundo a tus pies, Meriem.

—¡Buenas noches! —repitió ella, y se retiró.

El honorable Morison sacó un cigarrillo de la pitillera decorada con su escudo, lo encendió, exhaló una bocanada de humo azul en dirección a la luna y sonrió.

Uno tras otro fueron acercándose a la joven.

XVIII

Al día siguiente, Meriem y Bwana estaban sentados en el porche cuando apareció a lo lejos un jinete que cruzaba la llanura en dirección a la casa. Bwana se puso la mano sobre los ojos para hacerse sombra y observó al caballista. En el África central eran contados los forasteros. Bwana conocía incluso a los negros de la región en muchos kilómetros a la redonda. Era difícil que un blanco desconocido se presentase a ciento cincuenta kilómetros de distancia y que la noticia de su aparición no llegase a oídos de Bwana mucho antes de que el forastero se acercase a la casa del colono. El Gran Bwana tenía cumplida y puntual información de todos los movimientos del recién llegado: qué piezas mataba y el número de las mismas que cobraba de cada especie, cómo las sacrificaba —ya que Bwana no permitía el empleo de ácido prúsico ni de estricnina— y el modo en que trataba a sus servidores.

A causa de la crueldad que ejercían sobre los negros de su partida, varios cazadores europeos se vieron obligados a regresar hacia la costa, al ordenar el corpulento inglés que se los rechazara, y hubo uno, cuyo nombre se había hecho famoso en las comunidades civilizadas donde se le consideraba un gran cazador, al que se le expulsó de África, con la expresa prohibición de volver a pisar el continente, porque Bwana se enteró de que los catorce leones producto de su cacería los había conseguido mediante el expeditivo procedimiento del cebo envenenado.

Como consecuencia de ello, todos los buenos cazadores, así como los indígenas de la región, querían y respetaban a Bwana. Su palabra era ley allí donde nunca la hubo. De costa a costa difícilmente podría encontrarse un solo guía o cacique que no obedeciese las órdenes del Gran Bwana antes que las de los cazadores que hubieran contratado sus servicios, de forma que despedir a cualquier indeseable resultaba de lo más sencillo: a Bwana le bastaba con ordenar a sus servidores que lo abandonasen.

Sin embargo, era evidente que aquel extraño se había filtrado en el territorio sin que Bwana se enterase. Éste no imaginaba quién podría ser aquel desconocido. De acuerdo con las leyes de la hospitalidad que rigen en todo el globo, lo recibió en la puerta y le dio la bienvenida antes de que se apeara de la montura. Comprobó que se trataba de un hombre alto y bien plantado, de treinta y tantos años, cabello rubio y rostro recién afeitado. Irradiaba una seductora familiaridad que sugirió a Bwana que debía llamarlo por su nombre, pero no se decidió a hacerlo. Saltaba a la vista que el recién llegado era de origen escandinavo: tanto su apariencia física como su acento así lo indicaban. Sus modales eran toscos, pero abiertos. Causó una excelente impresión al inglés, siempre dispuesto a aceptar a los desconocidos de aquella región salvaje de acuerdo con la valoración que ellos hacían de sí mismos, sin formular preguntas y pensando siempre lo mejor de ellos, mientras no demostrasen ser indignos de su amistad y hospitalidad.

—Es bastante inusitado que se presente aquí un blanco sin que se me haya avisado previamente de su presencia —dijo Bwana, mientras ambos caminaban en dirección al prado donde había sugerido que el forastero dejase su caballo—. Mis amigos, los indígenas, me suelen tener informado.

—Probablemente eso se deba a que he venido por el sur —explicó el desconocido—, lo que ha impedido que me localizasen y le anunciaran mi llegada. Llevo varias jornadas de marcha sin avistar poblado alguno.

—No, por el sur no hay ninguna aldea en bastantes kilómetros —convino Bwana—. Desde que Kovudoo abandonó el territorio dudo mucho que en esa dirección se pueda ver un indígena en una distancia de cuatrocientos o quinientos kilómetros.

Bwana se estaba preguntando cómo era posible que un jinete solitario hubiera sido capaz de cubrir todos aquellos kilómetros de terreno inhóspito que se extendían por el sur. Como si adivinara lo que cruzaba por el cerebro de su interlocutor, el desconocido explicó:

—Bajé desde el norte para cazar y comerciar un poco. Me desvié de las rutas que se suelen utilizar. El capataz de mi equipo, que era el único miembro del safari que había estado antes en la región, se puso enfermo y falleció. No conseguimos dar con indígenas que nos guiasen, de modo que decidí emprender el regreso hacia el norte. Llevamos más de un mes viviendo del producto de nuestros rifles. Anoche, cuando acampamos en un abrevadero que hay al borde de la llanura, no tenía la menor idea de que hubiese un hombre blanco en mil kilómetros a la redonda. Y esta mañana, cuando me disponía a salir de caza, vi la columna de humo que salia de la chimenea de su casa, de forma que me apresuré a enviar de vuelta al campamento a mi ayudante, para que anunciase allí la buena noticia, y sali disparado hacia aquí. Desde luego, he oído hablar de usted —cuantos vienen al África central le conocen— y me llevaría un alegrón si me permitiera descansar y cazar por aquí durante quince días.

—No faltaría más —accedió Bwana—. Traslade su campamento a la orilla del río, debajo del de mis muchachos, y considérese en su casa.

Ya habían llegado al porche y Bwana presentó el forastero a Meriem y a Querida, que acababa de salir del interior de la casa.

—El señor Hanson —dijo Bwana, pronunciando el nombre que el desconocido le había dado—. Es un traficante que se extravió en la selva, por el sur.

Querida y Meriem correspondieron al saludo de presentación del hombre. Éste parecía sentirse algo incómodo en su presencia. El anfitrión lo atribuyó al hecho de que su huésped no estaba acostumbrado al trato social con damas cultas, de modo que buscó rápidamente un pretexto para sacarle de aquel atolladero y conducirlo al estudio, donde le ofreció un coñac con soda, lo cual evidentemente le resultaría mucho menos embarazoso al señor Hanson.

Cuando se hubieron alejado, Meriem se dirigió a Querida.

—¡Qué extraño! —articuló—. Casi estaría dispuesta a jurar que conocí al señor Hanson en algún momento del pasado. Es extraño, pero absolutamente imposible…

Lo apartó de su mente y no volvió a pensar en ello.

Hanson no aceptó la invitación de Bwana de trasladar el campamento más cerca de la casa del colono. Dijo que sus muchachos eran bastante camorristas y que valia más guardar las distancias. Por su parte, el señor Hanson aparecía por allí de vez en cuando, aunque no demasiado, y siempre evitaba el trato con las señoras. Circunstancia que, como es lógico, no pudo por menos que suscitar chistes y comentarios burlones acerca de la falta de mundología del tosco traficante. Éste acompañó a los cazadores en varias expediciones, donde demostró a todos que allí sí se encontraba a gusto, en su terreno, y que conocía bien los secretos de la caza mayor. Durante las veladas solía pasar largas horas con el capataz blanco de la extensa finca, y era a todas luces evidente que alternar con aquel hombre del campo le resultaba mucho más interesante que frecuentar a los cultos huéspedes de Bwana. De forma que no tardó en ser una figura familiar, por las noches, dentro del recinto de la granja. Entraba y salia a su antojo y a menudo paseaba por el amplio jardín, alegría y orgullo especial de Querida y Meriem. La primera vez que se tropezaron con él, murmuró unas torpes excusas, como si le hubieran sorprendido haciendo algo malo, y explicó que siempre le habían robado el corazón las espléndidas flores del norte de Europa que con tanto éxito Querida había trasplantado a suelo africano.

Aunque, lo que le atraía a aquel pensil ¿eran aquellos preciosos polemonios y malvalocas que perfumaban el aire o aquella otra flor, infinitamente más hermosa, que a menudo paseaba entre las flores, bajo los rayos de la luna: la bronceada Meriem, de negra cabellera?

Hanson llevaba allí tres semanas. Dijo que durante ese tiempo sus servidores descansaban y recuperaban fuerzas después de las terribles pruebas que habían tenido que superar en la enmarañada vegetación de la selva virgen del sur. Sin embargo, él no estuvo tan ocioso como había aparentado. Dividió su equipo en dos grupos y a la cabeza de cada uno de ellos puso a un hombre de su confianza. Les explicó sus planes y les prometió una sustanciosa recompensa si llevaban a buen término las órdenes que se les daban. Una de las dos partidas emprendió lenta marcha hacia el norte, por el camino que enlazaba con las importantes rutas de las caravanas que entraban en el Sahara desde el sur. Al otro grupo lo envió directamente hacia el oeste, con la orden precisa de que se detuviera y montasen un campamento permanente al otro lado del gran río que señala la frontera natural del territorio que el Gran Bwana consideraba casi de su entera y legítima propiedad.

Explicó a su anfitrión que trasladaba su safari lentamente hacia el norte, pero no dijo nada del grupo que se dirigía hacia el oeste. Luego, un día, anunció que la mitad de sus hombres había desertado. Se consideró obligado a dar tal explicación porque una partida de caza procedente de la casita de campo de Bwana pasó por el campamento del norte y el señor Hanson temió que se hubiera dado cuenta de lo reducido de su equipo.

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