…levantó la espingarda por encima de la cabeza.
A ratos acomodado en el lomo de Tantor, a ratos transitando en solitario por la selva, Korak fue abriéndose camino sin prisas hacia el sur y el oeste. Sólo avanzaba unos cuantos kilómetros diarios, porque, con toda la vida por delante, no tenía ningún lugar determinado al que ir. Posiblemente su ritmo de marcha habría sido más rápido de no acosarle continuamente la idea de que cada kilómetro que recorría le alejaba más de Meriem, que ya no era su Meriem, como lo fue en otro tiempo, pero a la que seguía queriendo con la misma intensidad de antes.
Llegó así al camino que la cuadrilla del jeque había recorrido, río abajo, desde el punto donde el árabe había capturado a Meriem hasta su propia aldea de sólida empalizada. Korak supo en seguida quiénes habían pasado por allí, porque, aunque hacía años que no llegaba tan lejos por el norte, eran pocos los moradores de la gran jungla con los que no estuviese familiarizado. Sin embargo, no tenía ningún asunto de particular interés que tratar con el anciano jeque, de modo que no se molestó en seguirle. Pensaba que cuanto menos roce tuviera con los hombres, más satisfecho se sentiría y, a decir verdad, se podía pasar muy bien sin volver a ver rostro humano alguno. Los hombres no le procuraban más que desgracia y dolor.
El río le sugirió la posibilidad de dedicarse un rato a la pesca, así que anduvo por la orilla, cogió unos cuantos peces mediante un sistema de propia invención y se los comió crudos. Cuando llegó la noche, se acurrucó en lo alto de un árbol gigante, junto a la corriente fluvial en la que había estado pescando, y no tardó en dormirse. Le despertó Numa, cuando empezó a rugir a sus pies. Estaba a punto de protestar airadamente y ordenar al felino que callara de una vez, cuando algo llamó su atención. Aguzó el oído. ¿Habría alguien más en el árbol? Sí, oyó el ruido de alguien que desde abajo intentaba trepar. Luego percibió el chasquido de unas mandíbulas de cocodrilo que se cerraban en el agua y acto seguido, en tono bajo, pero audible, una exclamación: «¡Por san Jorge! ¡Ese desgraciado casi me hinca el diente!». Creyó haber oído antes aquella voz.
Korak bajó la mirada hacia el que había hablado. Contra la tenue claridad del agua vio recortada la figura de un hombre suspendido de una de las ramas inferiores del árbol. Rápida y silenciosamente, el muchacho mono se descolgó hacia allí. Notó una mano bajo la planta del pie. Se agachó, agarró a la persona que estaba debajo y tiró de ella hacia la enramada. El individuo se resistió débilmente y llegó a golpearle, pero Korak no le prestó más atención de la que Tantor prestaría a una hormiga. Trasladó su carga a la seguridad y la comodidad de una ancha horqueta en la parte alta de la enramada y dejó al hombre sentado, con la espalda apoyada en el tronco del árbol. Numa seguía rugiendo en el suelo, seguramente indignadísimo al ver que le habían escamoteado la presa. Korak le gritó, motejándole, en el lenguaje de los grandes monos, de:
—Vejestorio devorador de carroña… Asqueroso gato de ojos verdes… Hermano de Dango, la hiena…
Y otros escogidos epítetos propios del léxico insultante de la selva.
Al escucharle, el honorable Morison Baynes tuvo la certeza de que había caído en poder de un gorila. Tanteó en busca del revólver y estaba sacándolo a hurtadillas de la funda cuando una voz le preguntó en correcto inglés:
—¿Quién eres?
El respingo que dio Baynes estuvo en un tris de lanzarlo fuera de la rama.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Es usted un hombre?
—¿Qué creías que era? —preguntó Korak.
—Un gorila —repuso Baynes con toda sinceridad.
Korak se echó a reír.
—¿Quién eres? —repitió.
—Un inglés que atiende por el apellido de Baynes, ¿pero quién diablos eres tú? —se decidió a tutearle también el honorable Morison.
—Me llaman «el matador» —contestó Korak, traduciendo al inglés el nombre que le había asignado Akut Luego, tras una pausa que el honorable Morison dedicó a atravesar con los ojos la oscuridad para echarle una mirada a las facciones de la extraña criatura en cuyas manos había caído, Korak inquirió—: ¿Eres el mismo hombre al que vi besar a la chica en la linde de la gran llanura del este aquella vez en que os atacó el león?
—Sí —confirmó Baynes.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Secuestraron a la chica… Intento rescatarla.
—¡Secuestrada! —Fue como si disparasen la palabra como se dispara una bala—. ¿Quién la secuestró?
—Hanson, el traficante sueco —aclaró Baynes.
—¿Dónde está?
Baynes relató a Korak todo lo sucedido desde que llegó al campamento del sueco. Los primeros albores grises del amanecer empezaron a atravesar la oscuridad antes de que hubiese terminado. Korak puso al inglés lo más cómodo posible en el árbol. Le llenó la cantimplora de agua del río y le llevó una buena provisión de frutas para que se alimentase. Después se despidió de él.
—Voy al campamento del sueco —anunció—. Rescataré a la chica y te la traeré aquí.
—En tal caso, iré contigo elijo Baynes. —Es mi derecho y mi deber, ya que iba a hacerla mi esposa. Korak dio un respingo.
—Estás herido. No podrías resistir el trayecto. Y yo iré mucho más deprisa solo.
—Ve solo, pues —repuso Baynes—, pero te seguiré. Es mi derecho y mi deber…
—Como quieras —Korak se encogió de hombros—.
Si aquel hombre quería que lo matasen, era asunto suyo. Él le hubiera liquidado con mucho gusto y si no lo hacía era por Meriem. Si la muchacha quería a aquel sujeto, él, Korak, lo cuidaría, pero no iba a prohibirle que le siguiera; lo único que podía hacer era advertirle que no lo hiciese, cosa que había hecho, con toda su buena voluntad.
De modo que Korak avanzó rápidamente en dirección norte, mientras despacio, cojeando y sufriendo lo suyo, cada vez más rezagado, marchaba el exhausto y herido Baynes. Korak había llegado a la orilla del río en cuya ribera opuesta estaba el campamento de Malbihn antes de que Baynes hubiese recorrido tres kilómetros. Bastante entrada la tarde, el inglés continuaba su penosa marcha, dando tumbos y deteniéndose a descansar cada dos por tres, cuando oyó el tableteo de los cascos de un caballo que se acercaba al galope por detrás de él. Instintivamente, el inglés se ocultó entre la maleza y, al cabo de un momento, pasó raudo un árabe cubierto de blanco albornoz. Baynes tuvo el buen acuerdo de no saludar al jinete. Tenía noticias de la naturaleza de los árabes que se adentraban tanto por el sur y lo que había oído le convenció de que era mucho más fácil y rápido trabar amistad con una serpiente o con una pantera que con uno de aquellos malhechores renegados de las tierras septentrionales.
Cuando Abdul Kamak se hubo perdido de vista en su galope hacia el norte, Baynes reanudó la marcha. Media hora después volvió a sorprenderle el inconfundible fragor de más caballos lanzados a galope tendido. Esa vez eran muchos. Buscó de nuevo un escondite, pero por desgracia en aquel momento atravesaba una zona descubierta y no había cerca ningún sitio apropiado para ocultarse. Emprendió un trotecillo corto… que era lo máximo que le permitía su debilitada condición física. No fue suficiente para ponerle a salvo y, antes de que pudiera llegar al extremo del claro, una cuadrilla de jinetes vestidos de blanco apareció tras él.
Al verle, empezaron a lanzar gritos en árabe, gritos que, como es lógico, Baynes no entendía, y luego le rodearon, amenazadores y furiosos. Sus preguntas le resultaban ininteligibles, lo mismo que para ellos el inglés de Baynes. Por último, evidentemente agotada su paciencia, el cabecilla de la partida ordenó a sus hombres que lo apresaran, orden que los secuaces no perdieron tiempo en cumplir. Lo desarmaron y le ordenaron que subiese a la grupa de uno de los caballos. A continuación los dos sujetos destinados a custodiarle dieron media vuelta y regresaron hacia el sur, mientras los demás reemprendían la persecución de Abdul Kamak.
Al llegar al punto de la ribera desde el que se avistaba el campamento de Malbihn, a Korak se le presentó el problema de cómo cruzar el río. Vio hombres moviéndose entre las chozas construidas dentro de la
boina
… No cabía duda de que Hanson seguía allí. Korak ignoraba la verdadera identidad del secuestrador de Meriem.
¿Cómo iba a atravesar el río? Ni siquiera se atrevía a exponerse a los peligros que bullían en aquellas aguas: una muerte casi segura. Reflexionó unos instantes y luego giró sobre sus talones, irrumpió precipitadamente en la selva y emitió su grito peculiar, agudo y penetrante. Lo repitió varias veces mientras, de vez en cuando, se detenía a escuchar, como si esperase la respuesta a su extraña llamada. Se fue adentrando cada vez más en la espesura del bosque.
Por último, su oído obtuvo la recompensa deseada: el trompeteo de un elefante macho. Al cabo de un momento, Korak salió de la arboleda y se plantó ante Tantor, que le saludó con la trompa levantada y batiendo eufóricamente sus grandes orejas.
—¡Rápido, Tantor! —gritó «el matador», y el paquidermo lo levantó del suelo y se lo pudo encima de la cabeza—. ¡Deprisa!
El enorme animal avanzó pesadamente por la jungla, guiado por las indicaciones que los desnudos talones de Korak le daban con sus golpes.
Korak condujo a su gigantesca montura hacia el norte, hasta que llegaron al río, a un par de kilómetros por encima del campamento del sueco, en un punto donde Korak sabía que el elefante podía vadear la corriente. Sin un segundo de pausa, «el matador» ordenó a su montura meterse en el río y, alzada la trompa, Tantor emprendió con paso firme la marcha hacia la otra orilla. Un incauto cocodrilo cometió el error de atacarle, y como premio a su osadía consiguió que el elefante hundiera la trompa en el agua, cogiera al saurio por el centro de su alargado cuerpo, lo sacara al aire y lo arrojase a unos cuantos metros, corriente abajo. Y así, con la más absoluta seguridad, llegaron a la ribera opuesta, sin que a Korak, en lo alto de aquella mole viva, le mojase una sola gota de agua.
Tantor emprendió a continuación la marcha hacia el sur, con paso firme, ondulante y continuo, sin encontrar en su camino más obstáculos que los de los grandes árboles. En algunos trechos, Korak se veía obligado a abandonar la cabeza del proboscidio y desplazarse por las ramas de los árboles, ya que éstas estaban tan bajas que rozaban el lomo del elefante. Llegaron por fin al borde de la explanada donde el renegado sueco tenía su campamento y ni siquiera entonces vacilaron o se detuvieron. La entrada estaba en el lado oriental de la
boma
, de cara al río. Tantor y Korak se aproximaron por el norte. Allí no había puerta. Pero a Tantor y a Korak les tenían completamente sin cuidado las puertas.
A una orden de Korak, Tantor levantó la delicada trompa por encima de los espinos y embistió la
boina
con el pecho, atravesándola como si no existiese. Al oír el estrépito que armó su llegada, la docena de negros sentados en cuclillas delante de sus chozas alzaron la cabeza para ver qué ocurría. Entre repentinos alaridos de sorpresa y terror, se pusieron en pie como impulsados por un resorte y corrieron hacia la salida. A Tantor le hubiera encantado perseguirlos. Odiaba al hombre y creía que Korak había ido allí para cazar a aquellos indígenas, pero «el matador» refrenó los impulsos del elefante y lo guió hacia una gran tienda de lona montada en el centro del claro: allí debían de estar la muchacha y su secuestrador.
Malbihn descansaba tendido en una hamaca, a la sombra de un toldo, delante de la tienda. Las heridas le dolían enormemente y había perdido mucha sangre. Estaba muy débil. Levantó la cabeza sorprendido al oír los gritos de sus hombres y verlos salir de estampida hacia la puerta. Y entonces, por una esquina de la tienda, apareció una mole colosal y Tantor, el gigantesco elefante, avanzó impresionante sobre él. Al asistente de Malbihn, que no apreciaba precisamente a su amo ni sentía lealtad alguna hacia él, le faltó tiempo para emprender rápida retirada en cuanto le echó el ojo a aquel monstruo monumental y Malbihn se quedó allí solo e indefenso.
El elefante se detuvo a un par de pasos de la hamaca del herido. Acobardadísimo, Malbihn emitió un gemido. Estaba demasiado débil para huir. Lo único que pudo hacer fue continuar tendido allí y mirar con ojos desorbitados por el horror las órbitas ribeteadas de rojo sangre, coléricas, del animal que lo contemplaba implacable. Malbihn se dispuso a morir.
De pronto, con gran asombro, vio un hombre que desde el lomo del paquidermo se deslizaba hasta el suelo. El sueco reconoció casi instantáneamente a aquel ser que se codeaba con los babuinos y los grandes simios, el guerrero blanco de la jungla que había liberado al rey babuino y que acaudilló a la enfurecida horda de peludos demonios que se lanzaron contra Jenssen y él. El pánico amilanó a Malbihn un poco más.
—¿Dónde está la chica? —preguntó Korak, en inglés.
—¿Qué chica? —se hizo de nuevas Malbihn—. Aquí no hay ninguna chica… sólo las mujeres de mis indígenas. ¿Buscas a alguna de ellas?
—La chica blanca —replicó Korak—. No me mientas… La separaste de sus amigos con engaños. Tú la tienes. ¿Dónde está?
—No fui yo —alegó Malbihn—. El inglés me contrató para que la secuestrara. Quería llevársela consigo a Londres. Ella iba a acompañarle voluntariamente. El inglés se llama Baynes. Ve por él, si quieres saber dónde está la chica.
—Acabo de estar con él —dijo Korak—. Me ha dirigido a ti. La chica no está con él. Deja, pues, de soltar mentiras y confiesa la verdad. ¿Dónde está la chica?