—¿Qué aspecto tiene? —insistió Bwana—. ¿Qué edad le calculas?
—Diría que es inglés y que tiene aproximadamente los mismos años que yo —repuso Baynes—, aunque tal vez sea un poco mayor. Posee una musculatura extraordinaria y su piel está muy bronceada.
—¿Te fijaste en el color de sus ojos y de su pelo? —Bwana hablaba con rapidez, casi excitadamente.
Meriem se adelantó a responder:
—Korak tiene el pelo negro y los ojos grises.
Bwana se dirigió a su capataz negro:
—Acompaña a casa a la señorita Meriem y al señor Baynes. Yo me adentraré en la jungla.
—Déjame ir contigo, Bwana —pidió Meriem—. Si vas en busca de Korak, déjame ir contigo.
—Tu sitio —repuso Bwana— está al lado del hombre al que quieres.
Hizo una seña al capataz, indicándole que montara a caballo y emprendiera el regreso a la granja. Meriem subió lentamente a lomos del fatigado corcel árabe que la había llevado desde la aldea del jeque. Prepararon una camilla para Baynes, que tenía fiebre, y la partida emprendió el regreso a lo largo del camino que corría paralelo al serpenteante río.
Bwana los estuvo contemplando hasta que se perdieron de vista. Meriem no volvió la cabeza ni una sola vez. Avanzaba con la cabeza inclinada y los hombros caídos. Bwana suspiró. Quería a aquella jovencita árabe como hubiese podido querer a una hija propia. Comprendía que Baynes se había redimido, de forma que ahora él, Bwana, no podía interponer obstáculo alguno, si Meriem realmente estaba enamorada del honorable Morison, pero, sin saber cómo ni por qué, no acababa de estar seguro de que el muchacho fuese digno de la pequeña Meriem. Bwana se llegó, despacio, a un árbol cercano. Dio un salto y se agarró a una rama baja, desde la que se izó hasta otras más altas. Sus movimientos eran ágiles, felinos. En la copa del árbol procedió a quitarse la ropa. De una bolsa de piel de gamo que llevaba colgada del hombro sacó una alargada tira de gamuza, una cuerda esmeradamente enrollada y un cuchillo de aspecto impresionante. Convirtió la piel de gamuza en un taparrabos, se colgó del hombro el rollo de cuerda e introdujo el cuchillo entre la piel y el cinto.
Cuando se irguió, echó hacia atrás la cabeza y abombó su enorme pecho, una torva sonrisa pasó fugazmente por sus labios. Se le dilataron las ventanas de la nariz al olfatear los olores de la selva. Se entornaron sus ojos grises. Se agachó, saltó a una rama inferior y empezó a desplazarse de árbol en árbol, hacia el sudoeste, alejándose del río. Avanzaba con rapidez y de vez en cuando se detenía para lanzar al aire un grito singular y penetrante, después de lo cual permanecía a la escucha unos instantes, a la expectativa de la posible respuesta.
Al cabo de varias horas de aquella marcha de rama en rama percibió una débil contestación que le llegaba de algún punto situado por delante de él, ligeramente a la izquierda, muy lejano en la selva: el alarido de un mono macho que correspondía a su grito. Un hormigueo recorrió su sistema nervioso y se le iluminaron las pupilas al captar aquel sonido. Volvió a emitir su aullido estremecedor y aceleró el ritmo de sus saltos, desviándose hacia la nueva dirección.
Korak llegó finalmente a la conclusión de que si continuaba allí, limitándose a esperar la llegada de una hipotética ayuda, lo más seguro es que acabara muriendo por inanición o por consunción. De modo que, en aquel extraño lenguaje que entendía el enorme paquidermo, ordenó a Tantor que lo levantara del suelo y lo trasladase hacia el nordeste. Por allí había visto Korak recientemente hombres blancos y negros. Si tropezaba con alguno de estos últimos, podría indicar sencillamente a Tantor que lo capturase y entonces Korak le obligaría a soltarle del poste al que estaba atado. Merecía la pena intentarlo…, siempre era mejor que seguir allí, en la jungla, hasta que llegase la muerte. Mientras Tantor le llevaba por el bosque, Korak profería su llamada a intervalos más o menos regulares, con la esperanza de que la oyera la tribu de antropoides de Akut, cuyo espíritu itinerante los impulsaba a veces a recorrer los territorios vecinos al suyo. Korak pensaba que posiblemente Akut pudiera desatar los nudos: lo había hecho en otra ocasión años atrás, cuando el ruso ató a Korak. Akut, que se encontraba al sur, oyó la llamada de Korak y acudió a ella. También la oyó alguien más.
Después de que Bwana dejara la patrulla, tras ordenar a sus hombres que regresaran a la granja, Meriem recorrió una corta distancia con la cabeza agachada. ¿Qué ideas daban vueltas en su activa cabeza? De súbito, adoptó una determinación. Llamó al capataz negro.
—Voy a regresar junto a Bwana —le anunció.
El negro meneó la cabeza negativamente.
—No —se opuso—. Bwana ha dicho que la lleve a casa.
Así que la llevo a casa.
—¿Te niegas a dejarme ir? —preguntó la muchacha.
El negro asintió con la cabeza, y se rezagó un poco para poder vigilarla mejor. Meriem esbozó una sonrisita. Al cabo de un momento, su caballo pasó por debajo de una rama que casi rozaba la cabeza de Meriem… y el capataz negro se quedó con la vista clavada en una silla de montar vacía. Corrió hacia el árbol entre cuya enramada había desaparecido la joven. No vio rastro de ella. La llamó a voces, pero no obtuvo respuesta, a menos que considerase como tal la risita apagada e irónica que le llegó de lejos, por su derecha. Envió sus hombres a la jungla para que registraran la espesura, pero volvieron con las manos vacías. Al cabo de un rato, reanudó la marcha hacia la finca, porque, por entonces, Baynes deliraba a causa de la fiebre.
Meriem regresó velozmente en dirección al punto donde imaginaba que podría haber ido Tantor, un lugar de las profundidades de la selva, al este de la aldea del jeque, donde la muchacha sabía que a menudo se concentraban los elefantes. Avanzó rápida y silenciosamente. Había expulsado de su cerebro toda idea que no fuese la de llegar junto a Korak y llevarlo de nuevo con ella. Consideraba su deber estar al lado de Korak. Luego le asaltó el angustioso temor de que él lo estuviera pasando mal en aquellos instantes. Se reprochó no haber pensado en ello antes, de permitir que su deseo de acompañar al herido Morison a la casa la cegase hasta el punto de no darse cuenta de que tal vez Korak la necesitara. Llevaba varias horas de infatigable carrera, sin concederse un minuto de descanso, cuando por delante de donde se encontraba resonó el alarido familiar de un gran mono macho que llamaba a sus congéneres.
No respondió, simplemente aceleró la marcha hasta convertirla casi en un vuelo. Su fino olfato captó el olor de Tantor y supo que estaba en el buen camino y muy cerca de la meta a la que se dirigía. Se abstuvo de emitir llamada alguna porque deseaba dar una sorpresa a Korak. Y se la dio. Apareció de pronto a la vista. Tantor avanzaba con su paso bamboleante, mientras con la trompa sostenía encima de la cabeza a Korak, que seguía atado a la estaca.
—¡Korak! —exclamó Meriem, desde lo alto de una rama, casi encima del muchacho.
Al momento, el elefante dio media vuelta, depositó su carga en el suelo, barritó salvajemente y se aprestó a defender a su camarada. «El matador» reconoció la voz de Meriem y se le formó un nudo en la garganta.
—¡Meriem! —respondió.
La muchacha saltó alegre y feliz al suelo y corrió hacia Korak para liberarle de las cuerdas, pero Tantor bajó la cabeza en plan amenazador y emitió un trompeteo de aviso.
—¡Atrás! ¡Vuelve atrás! —gritó Korak—. ¡Si no, te matará!
Meriem se detuvo.
—¡Tantor
! —se dirigió al inmenso proboscidio—. ¿No te acuerdas de mí? Soy la pequeña Meriem. Solías llevarme encima de tu lomo.
Pero el elefante macho respondió con un sordo gruñido que retumbó en su garganta y agitó los colmillos en furioso desafío. Korak intentó apaciguarlo. Intentó decirle, que, si se apartaba de allí, la chica podría acercarse y librarle de las ligaduras. Pero Tantor no estaba dispuesto a retirarse. Veía un enemigo en todo ser humano que no fuese Korak. Creía que la muchacha había ido allí a hacerle daño a su compañero y no estaba dispuesto a correr el riesgo de permitirlo. Meriem y Korak pasaron una hora tratando de encontrar algún modo de buscarle las vueltas a aquel guardián equivocadamente celoso en el cumplimiento de lo que consideraba su deber. Era inútil. Tantor seguía inmóvil allí, firmemente decidido a impedir que alguien se acercase a Korak.
El hombre creyó haber dado con la solución.
—Simula que te vas —aleccionó a Meriem—. Te alejas y te sitúas en un punto desde el que tu olor no llegue a Tantor. Luego nos sigues. Al cabo de un rato, le pediré a Tantor que me deje en el suelo y buscaré algún pretexto para que se aleje yendo en busca de algo. Mientras esté ausente, te me acercas y cortas las cuerdas… ¿Tienes cuchillo?
—Sí, llevo un cuchillo —dijo Meriem—. Fingiré que me voy… Creo que soy capaz de engañarle, pero tampoco estoy muy segura… Tantor es el inventor de la astucia.
Korak sonrió; sabía que la muchacha tenía razón. Meriem ya había desaparecido. El elefante puso en estado de alerta el oído y levantó la trompa para captar el olor de la joven. Korak le ordenó que lo acomodara otra vez encima de la cabeza y reanudasen la marcha. Tras unos segundos de titubeo, el elefante obedeció. Fue entonces cuando Korak oyó la distante llamada de un mono macho.
«¡Akut!»., pensó. «¡Estupendo!». Tantor conocía bien a Akut. Le permitiría acercarse.
A pleno pulmón, Korak respondió a la llamada del simio, pero dejó que Tantor siguiera su camino a través de la selva: tampoco se perdía nada si se contaba con un plan adicional. Llegaron a un claro y Korak percibió el olor del agua. Era un buen sitio y una excusa no menos buena. Ordenó a Tantor que lo depositara en el suelo y que fuese a buscarle agua con la trompa. El enorme paquidermo lo colocó encima de la hierba, en el centro de la pequeña explanada y permaneció un momento con la trompa y las orejas atentas. Trataba de detectar cualquier indicio de peligro y, al llegar a la conclusión de que no existía ninguno, se alejó rumbo al arroyuelo que Korak sabía que circulaba a unos doscientos cincuenta o trescientos metros de allí. El muchacho mono a duras penas logró reprimir una sonrisa al pensar en lo listo que había sido al embaucar a su amigo. Pero con todo lo que conocía a Tantor, ni por asomo se le ocurrió la treta que el astuto Tantor tenía en la cabeza. El elefante atravesó el claro y desapareció en la espesura vegetal de la jungla, rumbo al arroyo; pero apenas la densa cortina del follaje ocultó la montaña de su cuerpo, dio media vuelta y se dispuso a vigilar el claro, Tantor es receloso por naturaleza. Temía que aquella tarmangani volviera para atacar a su Korak. Permanecería allí un momento para asegurarse de que la chica no rondaba por allí y luego él reanudaría la marcha hacia el agua. ¡Ah, qué bien había obrado al desconfiar y quedarse! Allí estaba la tarmangani. Se descolgaba de un árbol y corría a través del claro hacia el muchacho mono. Tantor esperó. La dejaría llegar hasta Korak antes de lanzarse al ataque… Se aseguraría de que ella no tuviese la menor posibilidad de escapar. Fulguraron salvajemente los ojillos de Tantor. La cola se levantó rígida. Le costaba trabajo contener las ganas de lanzar a las alturas el barrito feroz de su rabia, para que se enterase el mundo entero. Meriem estaba casi al lado de Korak cuando
Tantor vio
el largo cuchillo que empuñaba y entonces surgió de la selva y rugió espantosamente mientras se precipitaba hacia la frágil muchacha.
…ordenó a Tantor que lo levantara del suelo.
Korak gritó a su monumental defensor una serie de órdenes, en un desesperado esfuerzo para detenerlo, pero fue inútil. Meriem corrió hacia la orla de árboles que bordeaban el claro, con toda la rapidez que podían desarrollar sus piernas… Pero Tantor, pese a su inmenso volumen, le ganaba terreno con la velocidad de un tren expreso.
Tendido en el suelo, Korak no podía hacer más que contemplar la inminente tragedia. Un sudor frío le empapaba todo el cuerpo. Su corazón parecía haber dejado de latir. Era posible que Meriem llegara a los árboles antes de que Tantor la alcanzase, pero ni siquiera su agilidad podía ponerla a tiempo fuera del alcance de aquella trompa inexorable, que la arrastraría hasta el suelo y la zarandearía bestialmente. Korak se imaginaba la escalofriante escena. Tantor se ensañaría con ella, le atravesaría repetidamente con los terribles colmillos y acabaría pisoteándole hasta convertir su frágil cuerpo en una irreconocible masa de carne aplastada bajo las pesadas patas.
Casi se le había echado encima ya. Korak quiso cerrar los ojos, pero no pudo. Tenía la boca seca y agostada. En toda su existencia había sufrido un terror tan espantoso. Una docena de pasos más y la bestia la habría cogido. Pero ¿qué era aquello? Korak tuvo la impresión de que los ojos se le escapaban de las cuencas. Una extraña figura había saltado del árbol cuya sombra acababa de alcanzar Meriem y se colocó a espaldas de la muchacha, en mitad del camino del elefante lanzado a la carga. Era un desnudo gigante blanco. Colgado del hombro llevaba un rollo de cuerda. Al cinto, un cuchillo de monte. Aparte de eso, iba desarmado. Se enfrentó con las manos desnudas al enloquecido Tantor. De los labios del desconocido brotó una aguda orden… La bestia se detuvo en seco, y Meriem se elevó a la salvación del árbol. Korak dejó escapar un suspiro de alivio en el que se mezclaba un sentimiento de maravillada admiración. Clavó la mirada en el salvador de Meriem y en su mente empezó a filtrarse un reconocimiento acompañado de incredulidad y sorpresa.