El hijo de Tarzán (39 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Amenazador, Korak dio un paso hacia el sueco.

Al observar la cólera que contraía el rostro del «matador», Malbihn se encogió empavorecido.

—Te lo diré —chilló—. No me hagas daño y te contaré todo lo que sé. Tuve aquí a la muchacha, pero fue Baynes quien la persuadió para que abandonara a sus amigos… Le prometió que iba a casarse con ella. Él no sabe quién es esa chica, pero yo sí. Sé que hay una gran recompensa para la persona que la devuelva a su familia. Yo sólo quería esa recompensa. Pero la muchacha se escapó y cruzó el río en una de mis canoas. La seguí, pero el jeque estaba allí, Dios sabe cómo es que se encontraba en la orilla, se apoderó de la chica, me atacó y no tuve más remedio que emprender la retirada. Después llegó Baynes, hecho una furia porque había perdido a la chica, y la emprendió a tiros conmigo. Si quieres a esa chica, ve al jeque y pídesela… La ha hecho pasar por hija suya desde que era una niña.

—¿Y no es hija del jeque? —preguntó Korak.

—No lo es —respondió Malbihn.

—Entonces, ¿quién es? —quiso saber Korak.

Malbihn vislumbró allí su oportunidad. Era posible que, después de todo, pudiera sacarle partido a lo que sabía, incluso podía salvar la vida gracias a ello. Porque su confianza en el ser humano no llegaba hasta el punto de permitirle creer que aquel salvaje hombre mono dudara en matarle.

—Cuando la encuentres, te lo diré —propuso—, si prometes no matarme y compartir conmigo la recompensa. Si me matas, nunca te enterarás, porque el jeque es la única persona que lo sabe y jamás lo dirá a nadie. Incluso la propia chica ignora su origen.

—Si me has dicho la verdad, te perdonaré la vida —dijo Korak—. Iré ahora mismo a la aldea del jeque y si la chica no está allí, volveré para matarte. En cuanto al resto de la información que dices que tienes, si cuando hayamos encontrado a la chica, ella se muestra de acuerdo, encontraré el modo de comprártela.

El énfasis con que pronunció la palabra «comprártela» y el fulgor que brilló en las pupilas de Korak no fueron detalles tranquilizadores para Malbihn. Saltaba a la vista que, a menos que encontrase alguna vía de escape, aquel demonio se habría hecho dueño de su secreto y habría dispuesto de su vida antes de dar por concluida su relación. Deseó que se marchara de una vez, acompañado de aquella bestia de ojos diabólicos. La montaña móvil no dejaba de balancearse casi encima de él y los desagradables ojillos del paquidermo observaban malévolamente todos los movimientos del sueco, de modo que el nerviosismo de éste no cesaba de aumentar.

Korak entró en la tienda de Malbihn para cerciorarse de que no tenía escondida allí a Meriem. En cuanto desapareció de la vista, Tantor, sin apartar los ojos de Malbihn, dio un paso hacia el sueco. El elefante opinaba que nadie era demasiado bueno, pero no cabía duda de que, entre los seres de los que el gran proboscidio recelaba, el número uno de la lista era aquel blanco de barba rubia. Tantor alargó su trompa, ondulante como una serpiente, hacia el sueco, que se encogió sobre sí mismo un poco más.

El sensible miembro olfateó y tanteó de pies a cabeza al aterrado Malbihn. Luego, Tantor emitió un sonido sordo y ronco. Llamearon sus ojillos. Por fin había descubierto a la criatura que había matado a su compañera muchos años atrás. Tantor, el elefante, nunca olvida y jamás perdona. Malbihn vio sobre sí aquel semblante infernal y comprendió el propósito asesino de la bestia. Llamó a Korak con un alarido de pánico.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Este demonio va a matarme!

Korak salió corriendo de la tienda, con el tiempo justo para ver cómo la trompa del colérico elefante se ceñía alrededor de la víctima. Inmediatamente después, hombre, hamaca y toldo se elevaban por encima de la cabeza de Tantor. Korak se plantó de un salto delante del animal y le ordenó que volviera a dejar en el suelo a su presa, sin causarle ningún daño, pero lo mismo podía haber ordenado al río eterno que volviera del revés el curso de su corriente. Tantor giró sobre sí mismo con felina rapidez, arrojó a Malbihn al suelo y se puso de rodillas encima de él. Luego le atravesó con los colmillos una y otra vez, mientras barritaba y rugía lleno de furor. Por último, convencido de que en aquella masa de carne aplastada y lacerada no quedaba una partícula de vida, levantó la informe arcilla sanguinolenta, aún enredada en la hamaca y el toldo, y la lanzó por encima de
boma
hacia el interior de la jungla.

Korak contempló triste e inmóvil una tragedia que le hubiera gustado evitar. No experimentaba la menor simpatía por el sueco; en realidad, más bien le odiaba; pero hubiera preferido conservar a aquel hombre con vida, aunque sólo fuera por el secreto que poseía. Ahora, ese secreto estaba perdido para siempre, so pena de que se pudiera obligar de alguna forma al jeque a divulgarlo, pero Korak no tenía mucha fe en esa posibilidad.

Tan poco temeroso de Tantor como si no acabara de ser testigo de aquel asesinato de un ser humano, Korak indicó al animal que se le acercase, lo levantara y se lo depositara sobre la cabeza. Dócil como un gatito, Tantor obedeció la orden y acomodó delicadamente al Matador encima de su lomo.

Desde la seguridad de sus escondites en la selva, los servidores de Malbihn habían presenciado la muerte de su amo y entonces, con ojos que el miedo abría desmesuradamente, vieron a aquel extraño guerrero blanco que, sobre la cabeza de su feroz cabalgadura, desaparecía en la jungla por el mismo lugar por el que había surgido poco antes bajo la empavorecida visión de los indígenas.

…y se lo puso encima de la cabeza.

XXV

El jeque miró con ojos furibundos al prisionero con el que se habían presentado los dos sicarios procedentes del norte. Envió la patrulla para que apresaran a Abdul Kamak y le ponía frenético el que, en vez de volver con su antiguo lugarteniente, regresaran con aquel inglés herido e inútil. ¿Por qué no lo liquidaron en el acto, allí donde lo encontraron? Debía de ser algún mercachifle de tres al cuarto que había salido de su territorio y se había extraviado. No le servía de nada. El jeque lo fulminó con la mirada, fruncido rabiosamente el ceño.

—¿Quién eres? —le preguntó en francés.

—El honorable Morison Baynes, de Londres —contestó el prisionero.

El título parecía prometedor y, al instante, en la mente del bandido aparecieron esperanzadoras imágenes de rescate sustancioso. Sus intenciones, si no su actitud, respecto al prisionero, experimentaron cierto cambio: merecía una investigación minuciosa.

—¿Qué diablos hacías husmeando en mi tierra? —rezongó.

—No sabía que fueras el dueño de África —replicó el honorable Morison—. Buscaba a una joven a la que han secuestrado de la casa de un amigo mío. El secuestrador me hirió y descendí por el río en una canoa. Volvía al campamento del secuestrador cuando tus hombres me capturaron.

—¿Una joven? —se interesó el jeque—. ¿No será aquélla?

Señaló hacia un puñado de arbustos que crecían a la izquierda de allí, junto a la empalizada.

Baynes miró en la dirección que señalaba y puso unos ojos como platos, porque, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas al estilo árabe y de espaldas a ellos, estaba Meriem.

—¡Meriem! —gritó, al tiempo que se disponía a ir hacia la muchacha. Uno de los guardianes le agarró del brazo, tiró de él y le obligó a retroceder.

Al oír su nombre, Meriem se puso en pie de un salto y volvió la cabeza.

—¡Morison! —exclamó.

—Tranquila, quédate donde estás —le ordenó el jeque. Luego se dirigió a Baynes—: Así que eres el perro cristiano que me robó a mi hija, ¿eh?

—¿Tu hija? —repitió Baynes—. ¿Es tu hija?

—Es mi hija —confirmó el árabe—, y no la he criado para ningún infiel. Te has ganado la muerte, inglés, pero si puedes pagar por tu vida, te la perdonaré.

Baynes aún tenía los ojos desorbitados por la sorpresa que le había producido encontrar a Meriem allí, en el campamento del árabe, cuando él la creía en poder de Hanson. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo logró escapar la muchacha de las garras del sueco? ¿Se la había arrebatado el árabe a Malbihn por la fuerza? ¿O regresó la muchacha voluntariamente para ponerse bajo la protección del hombre que la llamaba «hija»? Baynes hubiera dado cualquier cosa por intercambiar unas palabras con la joven. Si se encontraba allí a salvo quizás él no consiguiera más que perjudicarla, al ganarse la enemistad del árabe en caso de tratar de liberarla y devolvérsela a los amigos ingleses que la albergaban. El honorable Morison había abandonado ya toda intención de llevar a la muchacha consigo a Londres.

—¿Y bien? —preguntó el jeque.

—¡Ah! —exclamó Baynes—. Te ruego que me perdones… Estaba pensando en otra cosa. Pues, sí, naturalmente, me alegrará pagar a cambio de mi vida, desde luego. ¿Cuánto crees que valgo?

El jeque citó una cantidad que resultaba bastante menos exorbitante de lo que el honorable Morison había previsto. El inglés asintió con la cabeza, dando así su conformidad al precio que debía pagar. Hubiera prometido una suma infinitamente mayor de lo que le permitía su peculio, ya que en realidad no tenía intención de abonar un céntimo… Su única razón para plegarse aparentemente a las exigencias del jeque era la de que, mientras tuviera la excusa de que había que esperar la llegada del dinero del rescate, dispondría de tiempo y acaso mientras tanto se presentaría una ocasión favorable para liberar a Meriem, si descubría que Meriem deseaba que la liberasen. Al afirmar el árabe que era el padre de Meriem, en el cerebro del honorable Morison Baynes nacieron, como es lógico, ciertas dudas acerca de cuál sería la postura de la muchacha respecto a la posibilidad de huir de la aldea. Naturalmente, parecía absurdo que aquella preciosa jovencita prefiriese quedarse en el sucio
aduar
de un viejo árabe analfabeto en vez de regresar a las comodidades, lujos y agradable compañía que se le brindaba en la hospitalaria casa de campo africana de la que el honorable Morison la había sacado con engaños. Cuando pasaron por su cabeza tales pensamientos, el hombre se sonrojó al recordar su doblez… El jeque interrumpió sus pensamientos al ordenarle que escribiese una carta al cónsul británico en Argel. Le dictó dicha carta con tal precisa fraseología y con tal soltura que el cautivo no pudo por menos que darse cuenta de que no era la primera vez que aquel canalla había negociado con autoridades o familiares ingleses el rescate de algún pariente secuestrado. Al ver que la carta se dirigía al cónsul en Argel, Baynes empezó a poner inconvenientes y alegó, de entrada, que transcurriría cerca de un año antes de que llegara el dinero, pero el jeque no hizo el menor caso a la propuesta de Baynes, que sugirió enviar directamente un mensajero a la ciudad costera más próxima, desde donde podría comunicarse con la oficina de telégrafos que se encontrase más a mano, en la que se transmitiría un cablegrama al procurador del honorable Morison Baynes, cablegrama en el que se pediría la remisión inmediata de fondos a dicho honorable Morison Baynes. No, el jeque era cauto y astuto. Su plan había funcionado de maravilla en diversas ocasiones anteriores. En el del inglés intervenían demasiados elementos desconocidos y que no le inspiraban confianza. No tenía ninguna prisa por recibir el dinero. Podía esperar un año. O dos, si era menester. Pero la operación no requeriría más de seis meses. Se volvió hacia uno de los árabes situados detrás de él y le dio instrucciones en relación con el prisionero.

Baynes no entendió las palabras, pronunciadas en árabe, pero como el pulgar del jeque le señaló varias veces comprendió que el tema de conversación era su persona. El árabe al que se había dirigido el jeque se inclinó ante su señor e hizo una seña a Baynes para que le siguiera. El inglés miró al jeque, buscando su visto bueno. El jeque asintió con gesto impaciente y el honorable Morison se levantó y siguió a su guía hasta una choza indígena situada junto a una de las tiendas de piel de cabra montadas afuera. El guía lo dejó en el oscuro y sofocante interior de la choza y luego se llegó al umbral y llamó a un par de indígenas que estaban sentados delante de sus bohíos. Los negros se apresuraron a acercarse y, obedeciendo las instrucciones del árabe, ataron concienzudamente de pies y manos a Baynes. El inglés protestó con todas sus energías, pero como ni los negros ni el árabe entendían una palabras de sus argumentos, éstos cayeron en saco roto. Una vez lo hubieron atado, negros y árabe abandonaron la choza. El honorable Morison Baynes permaneció largo rato reflexionando acerca del espantoso porvenir que le esperaba durante los largos meses que tendrían que transcurrir antes de que sus amigos tuvieran noticia del apuro en que estaba metido y acudieran en su ayuda. Ahora deseaba que enviasen el rescate, estaba ya dispuesto a pagar lo que fuera necesario con tal de salir de aquel agujero. Al principio, su intención consistía en enviar un telegrama a su procurador, diciéndole que no enviase un penique, sino que se pusiera en contacto con las autoridades del África británica occidental y que éstas destacasen una expedición que acudiera a rescatarle.

Arrugó disgustado su aristocrática nariz cuando la hediondez que reinaba en aquella choza lanzó su primera oleada de fétidos ataques contra sus exquisitas fosas nasales. Las repugnantes hierbas sobre las que le habían dejado exudaban efluvios de cuerpos sudorosos, de basura y de sustancias animales putrefactas. Pero lo peor estaba por llegar. Llevaba unos minutos en la misma postura en que le echaron cuando empezó a tener clara conciencia del agudo picor que empezaba a sentir en las manos, el cuello y el cuero cabelludo. Horrorizado y disgustado, retorció el cuerpo hasta sentarse. La comezón se extendió rápidamente a las demás partes de su cuerpo… Era una tortura insoportable, ¡y tenía las manos atadas a la espalda!

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