El hombre del baobab (8 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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N
ADIA

El hada de Luis, mala o buena, siempre fue Nadia. Una mujer indescriptible. Una llaga en carne viva que siempre escuece, que siempre atormenta... Una bellísima estrella que no deja de titilar. En su ser convivían sin dificultad lo más pueril y bobalicón con lo más aciago y perverso. Bondad y maldad eran en ella compatibles de un modo tan malévolo e imperceptible que aterraba darse cuenta de ello. Bien podía ser una mujer muy sensata, también una chiquilla desmesuradamente traviesa. Las dos capaces y dispuestas a sumergirse en el cálido mar de los pecados, de lo prohibido, de los peligros. Las dos cargadas de inocencia y maldad a partes iguales. Y como suele suceder con este tipo de hembras, capaz de torturar el alma de un hombre hasta encenderla y consumirla. Capaz de fulminarla en el ardor del deseo y en la dicha de poder amar a una mujer así.

A pesar de ser, en apariencia, poca cosa, nada más verla, uno ya deseaba complacerse en ella y complacerla, gozarla a toda costa. Alcanzado el sueño de conquistarla, era imposible contentarse en la callada «posesión» de sus afectos. Uno deseaba gritar al mundo, ¡esta mujer me ama!, ¡es mía!, aunque nada pudiera ser más impensable. Tenía los ojos más hermosos e indómitos que uno pueda imaginar. Grandes, de un extraño verde plateado, como el mar a ciertas horas, ciertos días. Los párpados siempre algo entornados sobre una mirada miope, que parecía perdida entre las puertas del ensueño y del olvido. Un ligerísimo estrabismo colmaba la imperfección de su belleza. De ellos, de sus ojos, cuando menos lo esperabas, surgían llamitas maliciosas de apariencia enamorada, ineludibles y en algo siniestras. Nadia era una mujer de aspecto sereno, llena de ternura, con una doliente sensibilidad, y una voluble y voluptuosa capacidad de amar. Alta y esbelta, podría pasar por una discreta
top model,
o una tímida actriz, o una elegante y delgada
vedette.
Nada era tan fácil como hacerla llorar, y a pesar de ello, nada podía ser tan sencillo como, llegado el momento, que su crueldad te segara el alma mutilándola para siempre. En su voz, cualquier palabra sonaba amorosa, cándida, serena, deleitosa...

R
EGRESO DE
C
LERMONT
(SINRAZONES PARA SEGUIR AMANDO)

Trepando por el viento se cruzó con el otoño. Él se acercaba lentamente mientras ella se alejaba de Clermont-Ferrand. Con la pereza con que se suele despedir el verano, pero impaciente por encontrarse con Luis. Intranquila, inquieta dentro de su cuerpo y en la butaca del avión. Había pasado ya más de un mes sin verle. Allí con sus padres, alejada del ruido, de la confusión, fundida en su ternura, el tiempo y la nostalgia cobraban para ella otra dimensión. Pero nada más despegar le asaltó la impaciencia por llegar a su lado. Durante aquel tiempo que pasaron separados, había estado constantemente yendo y viniendo a París, ocupada en los pormenores de sus nuevos quehaceres allí. Por el ventanal de su despacho en la rue Courcelles se veía a lo lejos la Torre Eiffel. Metida en faena y mirando por ella, había conseguido olvidar las preocupaciones, aplacar sus tempestuosos pensamientos. También aparcar por un tiempo los malos augurios de Luis, su pesimismo, esa agobiante forma de ver las cosas que, últimamente, mostraba sin ningún pudor...

No había vuelto a verle desde que lo dejara atrás en el aeropuerto de Port Louis, a finales de agosto. Desde ese día, durante todo ese tiempo, Luis no respondió a una sola de sus insistentes llamadas, ni a uno solo de los mensajes que dejó en la recepción del hotel. Los empleados que atendían las llamadas aseguraban que mister Vaissé salía al alba y solía regresar a su habitación muy tarde, después de anochecer. Luego, una mañana, le informaron de que partió de forma precipitada.

¿Hacia dónde? Pronto lo sabría.

Le añoraba. Le había añorado cada día de septiembre. Íntimamente. Alejarse de él no aplacó en nada su ansiedad. Todo lo contrario. Acrecentó su nostalgia de amar y ser amada. De ser amada de verdad, por él, como antes. Como un día. A pesar del hastío y la confusión que acechaban a aquel amor, hubiera querido tenerle a su lado cada instante, compartiendo la belleza de aquellos bosques, la paz de la casa de su infancia. ¡Cuánto le echaba de menos! Qué desatino todo, qué tempestad de pensamientos contradictorios.

Una noche Luis la llamó desde Londres. Fue la última vez. ¡Qué sorpresa! Pero su voz sonaba incómoda, cansada, muy abatida. Había hecho escala allí en su anticipado regreso desde Mauricio, le contó, y poco más consiguió sacarle. A él no le gustaba hablar por teléfono. Como de costumbre, no dio muchas más explicaciones. No lo reconocía en la parquedad de sus palabras. Justo antes de despedirse, Luis le confesó que su padre estaba muy enfermo, que se moría, pero que ya hablarían, le dijo. Fue una conversación seca, breve y chocante. A Nadia le pareció hablar con un extraño al que sin embargo conocía perfectamente. No se atrevió, ni le apeteció entonces insistir más, preguntar más. Tampoco llamar a la madre de Luis, indagar. La comunicación con Amanda jamás había sido muy fluida, ni tampoco sabía qué decir, cómo comportarse o qué llorar ante ese tipo de desgracias. Ni siquiera podía imaginarlas cercanas, era incapaz de pensar en ello. Le aterrorizaban las paralizantes ideas de la enfermedad y de la muerte, de la desgracia acechando a sus personas más queridas. Creía conocer bien a Luis. Para él sería diferente, sabría afrontarlo. Era duro y estaba habituado a verla y sentirla cerca, pensó.

Los últimos días que pasó con Luis en el edén de Mauricio, transcurrieron en una chocante mezcla de ternura, culpa y compasión. Al menos por su parte. Entre la impaciencia por largarse de allí cuanto antes y la maravillosa idea de poder pasar allí, al lado de Luis, el resto de los días de su vida. Ante la certeza de amarle, se imponía muchas veces la evidencia de estar harta de amar y ser amada de ese modo. Tan dulcemente constreñida, delimitada, consumida. Es terrible languidecer en una de esas crisis de desamor frente a la persona que aún quieres con toda el alma, frente a alguien tan tierno y entregado como Luis. Tan enamorado. Insistió tanto en que le acompañara en aquel viaje que no pudo negarse. A ella no le gustaba entrometerse en su trabajo, intentar mezclar compromiso y placer, distraerle de sus ocupaciones. Pocas veces lo había hecho. Pero él le suplicó como quien está ante la última oportunidad, como si aquellos fueran los últimos días antes del fin del mundo. Nadia pensó que, tal vez, de la experiencia su amor saliera repuesto o roto de forma irreparable, su relación reforzada o definitivamente deshecha.

Los primeros días, Luis tuvo que dedicarse más a sus objetivos, a sus modelos y a sus escenarios, que a Nadia.

Pero trabajaba duro, condensaba tres jornadas de trabajo en una para luego poder dedicarle dos a ella. Nadia fue toda languidez aquellos días. Cuando estaba con él, se quedaba ensimismada mirando el mar, perdida en sus pensamientos, totalmente ajena a sus palabras mientras él hablaba y hablaba intentando reconquistarla, convencerla, tal vez, de hasta qué punto era extraordinario y bello aquel amor. En la paradisíaca Mauricio fue consciente de lo frágil que era ya aquella unión, aunque él pareciera o fingiera no darse cuenta. A la vez, crecía en ella la evidencia de que era impensable una ruptura. Le necesitaba y necesitaba estar lejos de él casi con la misma intensidad. Hubo momentos en los que se sintió hastiada, angustiada, terriblemente confundida. También hubo otros en los que cayó rendida a sus encantos y sus encantamientos. Profundamente embelesada, seducida, enamorada. Probablemente ocurrió en uno de esos instantes de apasionada y deliciosa enajenación. De improviso, mientras hacían el amor, en el instante del orgasmo, Nadia se sintió especialmente alada, repleta. Embargada por una emoción vehemente y nueva, completamente inédita, muy anhelada.

De entre todos, se cumplió en ella el sueño más soñado.

Hacía ya seis semanas que en su interior crecía lentamente un pequeño rey, o una reinecita, su altecita la reina. Luis aún no lo sabía. Debió suceder en aquel amoroso crepúsculo. Notó cómo su esencia atardecía bajando de su vientre a sus entrañas, abrasándola tiernamente. Luego, en Clermont, el resultado del test de embarazo sólo confirmó lo que ella ya había sentido tan nítido en aquel instante del nirvana. Estaba preñada de él. Por fin podría saciar su renovada sed de inocencia, de una infancia nueva, sólo suya, plena y radiante. Nada le parecía más romántico que la maternidad.

Como si de repente el destino se desperezara, rompiendo las nubes, aclarando días e ideas, soleándolo todo, dejando atrás cualquier extravío, todo el desvarío. Así se sintió. Como cuando despiertas de un sueño lleno de malos sueños habiendo encontrado soluciones para todo. De repente la vida deja de pesar y el tiempo parece sacudirse el polvo del pesimismo, de los pésimos días transcurridos. Como quien escapa de la pesadilla. La certeza de saberse y sentirse madre le hizo tomar conciencia del cielo y del infierno. Sintió pereza y miedo, impaciencia y alegría, euforia y placidez. De improviso, todo empezaba a ir bien, mejor que bien, al menos para ella. Estaba deseando contárselo, compartir con Luis tanta buena nueva, tanta renovada ilusión. Había dejado solucionado y cerrado un nuevo y magnífico empleo en París. Algo estimulante, y aún más cuando por aceptarlo y ejercerlo vas a cobrar una cantidad indecente. Lo firmado en el contrato desbordó todas sus expectativas. Cualquier ambición quedaba satisfecha. Era el trabajo de sus sueños, pensaba una y otra vez, era ya suyo, y además, por fin tendrían dinero. Dinero de verdad, para vivir tranquilos, para dejar atrás todas las deudas, los malditos créditos, la asfixiante hipoteca, la mediocridad, la escasez. Podrían mantener la casa de Madrid y vivir en París sin problema. Su nueva empresa le proporcionaba incluso alojamiento, un apartamento precioso, enorme y luminoso en la rue de Rivoli.

Luis podría dejar de trabajar, al menos del modo en que lo hacía, pensaba. Ya no tendría que estar al servicio de nadie, de ninguna agencia, podría montar su propio estudio. Hacer lo que quisiera. O dedicarse por entero a cuidar de la niña o el niño que esperaba. Tal vez trabajar con ella en la revista. Era un magnífico fotógrafo, y no sería difícil conseguirle ocupación. Ser directora de
Elle e
n Francia podía abrirle muchas puertas, proporcionarle muy buenos contactos.

Sus padres estaban felices con el embarazo, con que la «niña» hubiera regresado a casa bien preñada. De la noche a la mañana todo había cambiado para ella, y cambiaría para ellos. Estaba segura. Se sentía optimista y capaz, llena de energía, tocada por el poder de la persuasión. Le convencería, sin duda. Le esperaría en París y se amarían aún más en esa espera. La preocupación por Luis difuminó sus pensamientos, enturbiándolos. De tanto en tanto, ese desvelo lo ensombrecía todo. No podía dejar de pensar en él. Deseaba abrazarle, acariciarle dulcemente, tranquilizarle, darle pronto tantas y tan buenas nuevas. Empezar de nuevo. Hacía más de un año que todo se venía torciendo con Luis. Estaba más que harta de España, de Madrid, de su trabajo, del de Luis. De que pasara la vida viajando de acá para allá, de pasar tanto tiempo sin él, de que aquello les fuera separando de forma irremisible. Y ya no podía soportar a Carolina, la ex de Luis. La que no dejaba de intentar hacerles la vida imposible. La que tantas veces lo conseguía. Martirizando a Luis con las más absurdas exigencias, impidiéndole ver a su hijo, obligándole a ser sumiso, chantajeándole. Y Luis permitiéndolo, agachando la cabeza, cediendo terreno a cambio de unas horas con un hijo que posiblemente ni siquiera fuera suyo. Carolina siempre había sido una zorra. Aquello sacaba de ella a la peor Nadia. Pero no deseaba volver a pensar en todo eso.

Ahora, por fin, tendrían la oportunidad de poner tierra y agua de por medio. Y escapar de los tentáculos del rencor de Carolina. Adrián podría ir y venir en avión tantas veces como quisiera. Le vendría muy bien viajar, pasar los fines de semana en París con ellos, alguna temporada lejos de su madre y de su país.

El último año fue complicado. Lo pasaron arrastrando pesados reproches sobre el fango de una crisis brutal. Larga y muy pesada, de la que, a veces, sólo ella se sentía responsable. Aunque eso no fuera así. Había pasado los últimos meses martirizada por el hastío y las incógnitas, por la culpa y la confusión.

Sufriendo y gozando, como pocas veces. Su entrecortada «no relación» con Luis le había conducido a un estado de rarísima enajenación. Flotaba entre lo que no deseaba ser y lo que era, entre lo que nunca había sido y lo que jamás hubiera querido ser. Perdida y sin muchas posibilidades de encontrarse. De que él la encontrara.

Todo sucedía en una interminable sucesión de emociones, de pensamientos. Aquello desembocó en una orilla lejana y solitaria, completamente ajena a Luis. Y allí, en esa orilla, Nadia encontró una Nadia que no conocía. Sorprendente, llena de aristas, capaz de desmenuzar todas las convicciones, de olvidar cualquier convencimiento. Cuanto había pensado toda una vida quedó en suspenso. No siempre somos quienes creemos o deseamos ser. Pero de improviso, la vida puede ser tan veloz como triste, o tan lenta como terriblemente dichosa. Los amantes a veces extrañan en otro amante, sin apenas darse cuenta. Y así le sucedió. Conoció a Piero. El único ser, el único hombre con el que se topó paseando por acantilados que sólo ella creía conocer. Seguramente una insensatez, pero no encontró el modo de evitarlo. Todo quedó oculto para Luis, al que para su desgracia, en ningún momento dejó de amar. Ni un solo instante, a pesar de todo.

Piero camino un tiempo a su lado por los rarísimos paisajes de su embeleso. Lugares y situaciones completamente ajenos a este mundo. Todo parecía irreal, aunque no lo fuera. Al principio ni siquiera llegó a sentirse demasiado culpable, o no encontró el momento de hacerlo. Era sólo como fantasear, como poder deleitarse en bellísimas alucinaciones. Pecar y gozar sin hacer daño a nadie. Tímida e inocente, llena de erotismo, de vida, ilusionada y bellísima. Soñando y viviendo sueños que alguien sueña y vive, pero que en absoluto te pertenecen. Pensando pensamientos que alguien piensa, extraños por completo a su vida, a su voluntad, a todo lo acostumbrado para ella. Mientras, imaginaba a Luis a salvo, ajeno a la aventura, aparcado, esperando en lo más cotidiano. «Lo cotidiano es la muerte del amor...», le había repetido Luis tantas veces, mientras luchaba por evitarlo. Qué tristeza. Cuando salía de viaje solía decirle: «alégrate, esto rompe lo cotidiano, nos mantendrá vivos y a salvo... a mí regreso nos amaremos más y mejor...».

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