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El hombre del baobab (9 page)

BOOK: El hombre del baobab
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Tal vez no le faltara razón. Pero sus ausencias fueron haciéndose demasiado densas y frecuentes, demasiado «cotidianas». Fue a finales de enero de 1995. Iba a hacer siete años que se conocían. Y en muchos aspectos, durante ese tiempo, la existencia de Nadia había dependido por entero de su relación con Luis, de Luis. Nada ni nadie se había interpuesto entre ellos. Así fue hasta que conoció a Piero. Tal vez sólo por eso, por estar metidos hasta el cuello en la maldita crisis de los siete años. Aquel pensamiento le pareció un titular para un artículo de la revista. Era apenas nada pero todo cabía en esa nada. Y ese vacío la ahogaba. Las ventanas de su amor habían quedado cubiertas de polvo de Luna, empañadas por una escarcha fina, desafortunada. Luis partió una vez más, sin temer a la muerte.

Esa vez rumbo a Kobe, en Japón. Allí tuvo que fotografiar una vez más los infinitos rostros de la muerte. Todo el horror que dejó tras de sí un espeluznante terremoto. El temblor demolió buena parte de la ciudad y aplastó las vidas de miles de personas. Más de seis mil. Estaría allí por tiempo indefinido, un par de semanas como poco. Viajó hasta el país del sol en busca de la muerte, impaciente por llegar, con pasión, tal vez con compasión, inquieto por pisar y observar el territorio del espanto. Y como de costumbre, se fue sin mirar atrás, sin importarle mucho o nada lo que los demás pudieran sentir tras su partida. Dos días después, Nadia salió para Italia. Con profunda desgana debía asistir a un seminario de Derecho Económico en la Universidad de Milán, a cuenta de la empresa para la que trabajaba. No le vendría mal la distancia y la experiencia, sobre todo por no estar y esperar sola, una vez más.

Piero Pissetta era profesor allí. La casualidad le llevó a sustituir a un compañero para impartir clases de ese curso. Y la fatalidad le condujo a conocer a Nadia. Nada más verla quedó prendado y no paró hasta prendarla a ella. Para ello desplegó toda la maestría italiana del buen seductor. Era un hombre joven y hermoso, rubio y fornido, bien educado, divertido, apasionado, culto, elegante, delicado. Una absoluta tentación. Poseía todos los atributos necesarios para derretir la sensatez de cualquier mujer.

La primera vez que se vieron fue en la escalinata de acceso a la Facultad de Ciencias Económicas y Estadísticas, en la via della Festa del Perdono. Ella estaba sentada en uno de los escalones más altos y él no dejó de mirarla un sólo instante mientras subía todos los demás. Se acercó a ella con decisión y le preguntó aquello tan recurrente de:
«Ci conosciamo?»
No, no se conocían, no se habían visto en la vida. Ella era una francesa que vivía en España y él un milanés al que no le gustaba viajar en avión y que apenas había salido de Italia. Pero
«peccato non conoscerti!»,
le respondió ella con ingenuo descaro. No, pero qué pena no conocerte, eso le soltó. Nada más cruzar sus miradas y aquellas palabras en italiano, Nadia supo que caería en sus brazos, en cualquiera de sus trampas, que él lo conseguiría, y que no habría indulgencia suficiente para ella. Nada más conocerle cedió al flirteo como una adolescente coqueta y despreocupada. Se zambulló en el afán de conquistar y ser conquistada, con ardor, sin esfuerzo, sin ofrecer la menor resistencia, sin dejar demasiado espacio a los remordimientos. Así pasaron juntos cerca de un mes, en las aulas y fuera de ellas. Fue mucho más que acostarse juntos cada tarde, cada noche. Fue algo peor que eso. Se fundieron absolutamente. Afanosos como nunca, desnudaron sus corazones, se despojaron de todo y se enamoraron perdida e inevitablemente. Pasaban las horas abrazados, cumpliéndose, derrochándose, como si el fin del mundo estuviera ya próximo, como si el tiempo y la realidad no existieran. A pesar de tanta pasión, de tan ardientes deseos, no conseguían culminar su «amor» en el sexo. Como si una extraña maldición o un tenebroso conjuro lo impidieran. Ella no soportaba la idea de que él llegara a penetrarla. Jugaban entusiasmados o inertes hasta el éxtasis, durante horas, pero sin llegar al final previsto y acariciado. Se masturbaban uno al otro, rozándose, carcomiéndose, relamiéndose. Se devoraban una y otra vez excitando aún más sus impenetrables apetitos, alentando el ansia de llegar a la verdadera posesión. Qué raro fue y qué placentero, qué febril, qué sensual. En medio de toda aquella voluptuosidad, el recuerdo de Luis, como una indolente presencia, frenaba a Nadia sin refrenarla. Tal vez fueran los espíritus de los miles de cadáveres que le rodeaban en Kobe, o los peligros que seguro estaría corriendo, toda la incertidumbre por su suerte, el amor que aún le guardaba. Todo retenía de algún modo su erotismo, subyugaba en parte la lujuria, incomodaba sus ardientes entrañas, cohibía su incontenible deseo. Una situación absurda que, seguramente, sólo una mujer pueda compartir, comprender y experimentar. Para Piero llegó a convertirse en un juego tan inquietante como agotador, excesivamente frustrante. Un retozo que lejos de consumarse le consumía. Su hombría de algún modo quedaba una y otra vez insatisfecha. A punto estuvo de violarla en más de una ocasión, de joderla sin más miramientos, de metérsela hasta atravesarle el alma. Pero no lo hizo. Respetó la incomprensible y delirante contrición de aquella hembra divina que, además, le volvía loco en la cama, todas sus injustificadas contradicciones. Conformarse valía todo aquel placer.

Así transcurrieron los veintitrés días que duró el curso. Así hasta la primera despedida. No le confesó a Piero su inesperada inquietud, pero Nadia decidió regresar cuanto antes a la sensatez, a su hogar. Deseó apartar todo aquello de su verdadera vida. Pero no pudo, no era tan fácil. Regresó a casa, con Luis, pero tiempo después, volvió a caer en las redes de Piero. Siguieron viéndose. Muy de tarde en tarde, pero, así, de tarde en tarde, llegaron a follar, a follar de verdad, como verdaderos posesos. En algún momento llegó a sentirse despreciable por lo que hacía, pero de una forma tan insustancial que no bastaba para evitarlo. Cuando tocaba distancia, en la distancia se escribían. Sobre todo lo hacía él. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, se llamaban. Así fue todo. Nadia jamás se había planteado tener un «amante», pero en eso se convirtió Piero. Con el tiempo la diversión se fue tornando agonía, incomodidad, molestia más que goce. Habían planeado pasar juntos unas semanas, en agosto. Después, pondría fin a todo aquello. Al menos lo intentaría con más fuerza, como si se tratara de dejar de fumar. Diría a Luis que se marchaba un par de semanas con su amiga Cármin. Una vez al año siempre viajaban juntas, aunque sólo fuera durante unos días. Todo sería muy verosímil. Perdida en las contradicciones, Nadia planeaba ya encontrarse con Piero en Italia. Para alisar el terreno a la farsa, iba a comentárselo a Luis, así como si tal cosa, cuando él le propuso que le acompañara a Isla Mauricio. Se quedó totalmente pasmada, sin saber qué decir. Dudó un instante, y a pesar del chasco, de sus infieles planes fallidos, fingió estar encantada con la idea. Luis tenía prioridad. No encontró el modo de lanzarse a la mentira y decirle que no. Y por fortuna o por desgracia no lo hizo. Iría con él, ¡claro!

E hizo bien. Allí, en el paraíso, Nadia reencontró por fin al Luis que más amaba. Lo mejor de él, que era tanto. Y quiso, por encima de todo, reencontrarse con ella misma. Pero el recuerdo del bello Piero seguía corriendo por sus venas, embrollándola. ¿Por dónde pasar? ¿Cómo escapar de uno o de otro? ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir así? Esa no era vida. Todo eran verdades a medias, mentiras enteras, preguntas para las que no había respuestas coherentes. Hubo instantes en los que se sintió sucia, despreciable, abominable por soñar y pensar en Piero mientras dormía o follaba con Luis. Resolvió alejarse del abismo, no volver a saltar. Abandonar definitivamente ese otro universo que había colmado de estrellas, hechas con el serrín de la verdad deshecha. Había comenzado a abandonar la monotonía de su vida, de su verdadera vida, por la absurda reincidencia en un amante absurdo que terminaría siendo también monótono. Se repetía aquello una y otra vez intentando persuadirse, a veces con escaso convencimiento. Al fin lo consiguió y dejó de desconocerse. Su voz interior habló con claridad. Su mente regresó a lo que todos considerarían cordura. Pondría fin a Piero y Luis jamás llegaría a saber nada de aquello. Jamás lo haría, jamás se lo diría. ¿Para qué? Iba a terminar, definitivamente. Llamó a Piero y le pidió que la esperara en Charles De Gaulle a su regreso de Mauricio a París. Nada más. Piero se comería su miedo a volar por verla una vez más: estaba tan enamorado. Cuando llegó el momento de dejar atrás el reinicio de Luis para ir al encuentro del final de Piero, su alma quedó rasgada. Pasó buena parte de las once horas del vuelo nocturno de regreso llorando.

Piero esperaba ansioso al otro lado de la puerta de llegadas, sonriente y saludando con la mano. Se encontraron, se besaron, se abrazaron, con los ánimos enfrentados. Ella agotada tras el insomnio y el largo viaje, con insuficiente coraje, penosa, recién embarazada. El impaciente, lleno de ternura, ansioso por tomarla en sus brazos, por estar entre sus piernas. Su sonrisa bajó pronto las alas, supo casi de inmediato que algo grave sucedía. Caminaron de la cintura y en silencio por la terminal. Se sentaron en un bar. Pidieron dos cafés y un par de croissants. Antes de darle tiempo a hablar, antes de que pudiera cautivarla de algún modo, clavó su mirada en él y le dijo que aquello había terminado. Fue directa, estricta, tajante. Nunca más volverían a verse, ni a escribirse, ni hablar siquiera. Jamás, jamás, jamás, jamás... repitió jamás muchas veces y en voz baja, sin parpadear, sin mover apenas los labios, suplicándole contrita que entendiera. Él la observaba en silencio, aún más compungido, con tanta y tan cándida incredulidad en los ojos que su mirada dolía. Piero escuchó atentamente y supo que Nadia hablaba muy en serio. Apenas dijo una palabra. Ella, observando el rostro lloroso y bellísimo de Piero, se preguntó si aquellas facciones, aquellos ojos, los había visto antes, alguna vez, en un cuadro, en las páginas de un libro o una revista, en alguna película. Si alguna vez, aquel hombre, fue real y suyo. Ya no lo sabía. En ese momento, Piero le pareció sólo el personaje de un romance de poca monta, un ser ficticio por completo con el que había paseado por la angosta orilla de un mar privado. Ya no dudaba, era lo que debía hacer. Allí terminaba la historia de Piero, en un pequeño y atestado café del aeropuerto. La poderosa marea de Luis, como un tsunami, había arrasado las inciertas costas de su fantasía. Fue categórica, rotunda, impasible. Probablemente, Piero vagaría un tiempo añorándola, o tal vez no. No sería mucho en cualquier caso, eso esperaba. Era una buena persona, un hombre adorable. No merecía nada de eso.

Lo sintió por él, por Luis, por ella, por todo. Sintió haber puesto en marcha las maquinaciones de la mentira y haber manejado los engaños con tanta astucia. Sintió tan innecesaria y agotadora tarea, para haber llegado hasta ahí, hasta la tristeza y el dolor. A pesar de ello, tras aquella decisión, tras la ejecución de Piero, experimentó un gran alivio, una victoria en la derrota. Se despidieron sin grandes aspavientos. Besó los labios de aquel hombre con dulzura, levemente, por última vez. Luego dio media vuelta y se alejó de él tirando de su maleta de colores con ruedas. Se esfumó. Nada más, nada idílico. Dolía pero no miró atrás. Y a cada paso se sintió más aliviada, más ligera, renovada, más cerca de Luis. Regresaba a su amor y juntos esperarían el milagro que ya se forjaba en sus entrañas. Aunque llegó a dudarlo, concluyó que el pequeño no podía ser de Piero, no coincidían las fechas. Sólo Luis podía ser el padre de esa enorme esperanza. Debió engendrarse en la isla, en el Paraíso Perdido. Llegó a sentirlo. Luis convertido en Adán, y ella en Eva. El diminuto embrión ya era mucho más que un símbolo, mucho más que un ser humano, mucho más que todo lo efímero y lo eterno que ella conocía.

No quedó apenas nada de Piero. Se fue de ella como vino, de improviso, de vacío. Y su sombra quedó en las tinieblas de un enredo del que escapar a tiempo. No fue una frivolidad, tal vez todo formara parte de la mala inercia humana, pensó, o de los antiguos códigos de la tribu. Piero sería siempre una confidencia incompartible, un inmenso secreto que guardar en el fondo del abismo de lo que sentimos alguna vez. Jamás debería llegar a convertirse en el inmenso error que habría podido ser. Sentía pánico ante la idea de tener que acarrear con las consecuencias. Se ama y se pierde, nada más y nada menos. Unos más, otros menos. Perdemos y amamos. Y por nada del mundo quería ella perder. La posibilidad de que Luis llegara a enterarse... seguía atormentándola. Tal vez amó a Piero, pero nunca podría compararse aquel extraño amor con el que le inspiraba Luis, tan inmenso. En medio de aquel tremendo lío, descubrió que él era esa parte de ella que siempre echaba en falta. No podía siquiera intentar suponer qué habría sucedido si hubiera sabido... Si supiera... ¿Cuánto habrían perdido? ¿Cuánto habría perdido ella? ¿De qué habría servido tanta pérdida? Qué innecesario resultaría todo. Qué ganas de borrar lo sucedido durante esos meses, de quemar las pocas páginas de ese libro que dejó a medias. Tenía la impresión de no ser la protagonista de esa pésima trama, que tal vez se lo contó un día su hermana o una buena amiga. Maldijo las torturas que impone a veces el destino, el haber caído como una idiota en sus ardides, terminar tan enmarañada, tan confundida, tan dominada por la incertidumbre.

No guardaría de ello un placer que añorar extasiada, ni un pesar que recordar con especial tristeza. Simplemente sucedió. Le sucedió a otra Nadia, la que nadie conocía, ni ella misma. Ésa con la que no querría volverse a encontrar. Le partiría el alma que Luis pudiera sentir o haber sentido dolor o pena por ello. Que un episodio tan trivial hubiera podido separarles. El viento de un miedo irracional siguió hinchando el globo de su aprensión. Pavor a que algo ya inexistente pudiera interponerse entre ellos, alejarlos, romperlos. Debía tachar todo, cancelar cualquier pista, cualquier resquicio. Las cartas de Piero mal guardadas en la cocina pasaron por su frente congelándola. Debía llegar cuanto antes y destruirlas. Llegar cuanto antes, quemar las cartas, encontrarse con Luis, besarle, abrazarle, tranquilizarle. Acurrucarse en sus brazos y llorar en silencio. Susurrarle al oído todo está bien, mejor que bien. Decirle por fin que pronto serían tres. Que le amaba como nunca le había amado, como nunca amó. Que sentía más, que estaba más viva, más serena, mejorada. Regresar cuanto antes al reino de su amor, y hacer de él un territorio verdaderamente inexpugnable. Vivir a su lado todo el tiempo que quedara por vivir...

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