El hombre del baobab (13 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Pilotando uno de los aviones que transportó a ese contingente de Naciones Unidas, a los mandos de un Hércules C-130, una mañana neblinosa, cenicienta y pajiza, llegó mi padre hasta la flamante y desintegrada República del Congo. Tomó tierra en Leopoldville el primer día de agosto de 1960, sin imaginar que pasaría allí varios años de su vida. Era piloto militar, capitán del ejército del aire, y cuando pidieron voluntarios no se lo pensó dos veces. Solicitó la baja temporal en la milicia y firmó un sustancioso contrato con la ONU. Acababa de dejar preñada a mi madre. Yo apenas era un comienzo entonces, crecía dentro de ella cuando él se «fugó». Papá tenía ya 43 años, estaba casado y con tres hijos. Ante la llegada del «intruso», ese nuevo hijo, y la que se le venía encima, prefirió batallar en otra guerra mucho más lejana y seguramente, para él, más apacible...

La presencia de nuevas tropas extranjeras no hizo sino agravar una situación ya explosiva. Se abría una crisis mundial de consecuencias imprevisibles. En septiembre de 1960, un coronel famoso por su crueldad, Mobutu Sese Seko, se hizo con el poder. La guerra quedó abierta en todo el país. Europa permanecía desconcertada ante un conflicto definitivamente sangriento e imparable, y achacaba el caos a la incapacidad de los africanos para autogobernarse, olvidando que el origen de casi todos sus problemas había que buscarlo en el brutal colonialismo que comenzó a finales del siglo XIX. La ONU, que hasta ese momento se había mantenido más o menos al margen, tuvo que actuar, meterse hasta las cejas en un conflicto que se les escapaba de las manos. En enero de 1961, las tropas de Naciones Unidas recibieron la orden de abrir fuego para intentar recuperar el control. El entonces secretario general de la ONU, el segundo que tuvo esa organización, el sueco Dag Hammarskjöld, convocó al Consejo de Seguridad. La guerra fría se había instalado también en el Congo Belga. Los soviéticos amenazaban a Estados Unidos, al mismísimo Kennedy, con intervenir. Mister H, que así llamaban a Hammarskjöld, fue el encargado de mediar entre rusos y americanos, para lo que era imprescindible «pacificar» el país negro. En septiembre de 1961 llegó al Congo Belga dispuesto a poner orden, con nuevos poderes y mucha más autoridad...

Un 18 de septiembre de 1961, como una más de las misiones que le encomendaban, a papá le asignaron pilotar el avión que tendría que llevar a Mister H a un destino secreto, hasta el lugar concertado para una trascendental cita. Despegaron de Leopoldville en dirección a Katanga, y desde allí, tras una breve escala, volarían hasta Ndola, al norte de Rhodesia (lo que hoy es Zambia). Tras un vuelo tranquilo, a poco menos de mil metros de altura, descendiendo hacia la aproximación final, el aparato se precipitó a tierra. Todos, excepto mi padre, murieron en el accidente, incluido el secretario general de Naciones Unidas. Fue un verdadero milagro que consiguiera sobrevivir al colosal impacto. Pero lo hizo. Las causas del siniestro quedaron ocultas en el misterio oficial. Se especuló con que habían sido derribados por el fuego de los mercenarios, por un misil, con la posibilidad de una bomba a bordo, aunque la verdad sobre lo ocurrido sólo la conocieron el superviviente y los investigadores que analizaron los restos del aparato para averiguar lo sucedido.

Fue un sabotaje. Alguien limó cuidadosamente los cables de los timones de dirección y de profundidad del Hércules, y éstos se partieron a pocas millas de Ndola, haciendo el aparato ingobernable y provocando la tragedia. A mi padre, sus superiores le ordenaron guardar silencio y jamás contó nada, era un hombre de honor y de palabra. Durante las pesquisas alegó amnesia postraumática, eso le diagnosticaron los médicos militares. Mucho más tarde, su buena fortuna también quedaría en secreto. Oficialmente «toda» la tripulación del aparato falleció en el accidente.

Cerré el libro y miré el atardecer pensando en el laberinto que llevó a mi padre hasta África, hasta el Congo, y en el que unos años después, en el 65, encontró a su regreso a España. En el embrollo que le trajo a mi lado. Un tinglado familiar muy complejo, cuyos detalles él ya ni siquiera puede o quiere recordar. Se enamoró de mi madre, de Amanda Ardiles, una jovencita, una chiquilla veinte años más joven que él. Y jugando, jugando a seducir, la dejó embarazada. Un drama, al menos entonces, siendo él un hombre casado, un militar de carrera, y teniendo ya tres retoños. Eran tiempos grises, muy grises, y tanto papá como su primera mujer pertenecían a familias católicas, franquistas, muy conservadoras y remilgadas. Confesar aquello supondría una convulsión, un escándalo de dimensiones insospechadas. En aquella época su situación era un horrible pecado, casi un crimen. Entre las preciosas fotografías que mi padre guardaba ocultas en las páginas de aquel libro, una me llamó la atención de forma especial. Una muy hermosa, cuarteada, en color sepia. En ella, una pareja posa ante la cámara con gesto indolente, enamorado. Están detrás de una mesa cubierta con un mantelito a cuadros. Quedan restos de una frugal comida o una cena, un salero, unas migas de pan, un par de vasos medio vacíos, una jarra medio llena de vino. La pared tras ellos es de madera, debe de ser algún mesón, o un restaurante coqueto. Él apoya el codo sobre la mesa y el mentón en su mano derecha. Entre los dedos un cigarrillo humeante del que a punto está de caer la ceniza. Sonríe levemente, con cierta desgana, mirando directamente al objetivo, desafiante. La otra mano aparece sobre el hombro de ella, que acurrucada en él mira al futuro con una candidez extraordinaria, entregada al amor, a la embriaguez, a los desvelos. El viste americana y polo oscuros. Ella una rebequita y un suéter pálidos. Tal vez fuera cierto, tal vez entonces estaban locamente enamorados. Hacían buena pareja. El repeinado, gallardo y elegante, como un actor de cine americano, una especie de Cary Grant a la española. Ella bellísima, como una joven estrella. En la foto acababa de cumplir veinte años, dulce, fresca e intacta como una manzana recién arrebatada a la rama...

Mamá apenas fue a la escuela, tuvo que trabajar desde muy pequeña. Era muy ignorante pero también muy perspicaz, muy vivaracha. Divertida y cantarina, una flor curiosa. Papá ya había pasado los cuarenta, y era todo un galán, educado, elegante, pícaro y muy amoroso. Un seductor, un aviador que no tardó en conquistar a la ingenua y jovencita empleada del quiosco del aeropuerto, en el que cada día él compraba el periódico. Así se conocieron, en Barajas, que entonces era poco más que un proyecto que crecía. Mi padre había tenido algunos líos de faldas, aventuras «extramatrimoniales», pero con ella la cosa fue distinta. Al parecer se enamoró de verdad, quizá por segunda vez.

Veinte años antes, conquistó a quien se convertiría en su primera mujer casi por un envite con los amigos, por la honra, sin pensar demasiado en el posterior compromiso. Marcia, que así se llamaba, era una de las damitas más codiciadas de Madrid. Culta, rica, de buena familia, una belleza lánguida y de alta alcurnia. También una codiciada presa para cualquiera que, como mi padre, se jactara de ser infalible en las batidas del amor. Y la consiguió, por encima de no pocos pretendientes. Pero no la amaba ni llegó a hacerlo, al menos no como él había soñado siempre amar, y aquello le convirtió en el cazador cazado. El día de la boda, justo antes de salir de la sacristía hacia el altar, se abrazó al cura y estalló en un incontenible y desesperado llanto. El desconcertado sacerdote intentó consolarle y disuadirle de seguir adelante con aquella farsa. A pesar de ello no supo decir no. Era un hombre de palabra, un capitán, un caballero. Además, contaba la presión, el compromiso con la sociedad, con la institución a la que servía, con las familias de los dos. Todo era demasiado fuerte, forzado. Pero lo asumiría. ¿Cómo dar marcha atrás, cómo explicar que había llegado hasta allí por un estúpido acto de fanfarronería, por una apuesta absurda?

Ella le amaba con furia y él se casó manso, entregado, sin pensar en las consecuencias, no había otro remedio.

Así comenzó una vida de orden, infidelidad y rutina, como la de tantos, como la de casi todos. Pronto fueron llegando los hijos, para alegría de todos. Cuando comenzó a flirtear con mi madre ya tenía dos niños y una niña. Conocer a mi madre le condujo irremediablemente a mantener una doble vida, llena de obligaciones sin sentido, de zonas ocultas, de mentiras a las que se abandonaba buscando la posibilidad de un nuevo e inconfesable amor. Entre los tres se estableció una increíble relación. Vivía con su mujer y sus hijos en una lujosa casa del centro de Madrid, en la calle Velázquez. En esa misma casa, durante un fin de semana en que su familia estaba fuera, me concibieron a mí.

Aquella situación llegaría a ser insostenible.

Amanda, mi madre, era la más pequeña de ocho hermanos, la única hembra. Su padre, albañil, un hombre recto y honesto donde los haya. Pobre y rojo, como para él debía ser. Su madre, una mujer dura, seca y silenciosa, que afrontaba sin un lamento cualquier infortunio, cualquier tristeza. Era una familia de una humildad cercana a la penuria, en la que no había lugar para bobadas o fantasías. Aunque Amanda consiguió ocultar durante un tiempo su embarazo, los cambios en su menudo cuerpo terminaron haciéndolo evidente. Todo a pesar de las prietas fajas que gastaba para ocultar su creciente barriga. ¡Así nací yo!, oprimido. Cuando todo quedó al descubierto, a su padre, mi abuelo, se le partió el corazón. Su única hija preñada de un señorito facha, de militar cabrón y fascista. Aquello era demasiado para un alma tan encarnada como su sangre. Después de cruzarle la cara, juró no volverla a ver jamás y la echó de casa. Su madre calló y lloró en silencio. Amanda se vio en la calle, sin remedio. Encontró cobijo en casa de una amiga, Ofelia, una chica algo mayor que ella, muy independiente, muy moderna para la época. Vivía en una buhardilla frente al parque del Retiro, amancebada con un artista barbudo y excéntrico tras haber abandonado a un marido estúpido.

En esa casa nací yo, en la semiclandestinidad.

Cuando papá se enteró de que mamá estaba embarazada, el escándalo ya era público entre todo el personal del aeropuerto. Casi todos sabían ya que el gallardo piloto se había liado con la gentil quiosquera y que, además, la había dejado preñada. ¡Qué sinvergüenza! ¡Qué golfo! ¡Qué zorra! Tarde o temprano su mujer, Marcia, también se enteraría. La noticia iba a correr como la pólvora. ¿Cómo podía ese pobre estúpido engañarla con la hija de un albañil, un jodido rojo que incluso había pasado por Carabanchel? Todos acabaron enterándose. También en la milicia, donde, al capitán, comenzaron a hacerle el vacío y la vida imposible. La familia de mi padre no pudo asimilarlo y le dio la espalda al unísono. Sólo uno de sus hermanos supo, en cierto modo, entenderlo. Tampoco la de mi madre. Su padre y sus hermanos concebían encontrar al tal Alfonso para darle una paliza de muerte.

La malaventura a veces no se colma. Para remate de males, todo se agravó cuando Marcia confesó a mi padre (y no en un acto de despecho) que también ella estaba embarazada del que iba a ser su cuarto hijo. Así las cosas, para papá la mejor solución era quitarse de en medio, al menos durante un tiempo. Sumido en un brutal aturdimiento encontró, por casualidad, la que le pareció una buena escapatoria a la crisis. En el pasillo que conducía a su despacho, clavada en uno de los tablones de la oficina de control de tráfico aéreo, encontró la salida que buscaba, la única que podía tomar. La OACI necesitaba personal de vuelo para una misión de paz en África Central, en el Congo Belga. Pensó en cuántos miles de kilómetros separaban aquel lugar de Madrid. Y sin pensar más se puso a ello. Pasó todo aquel día en el Ministerio del Aire haciendo papeleos, rellenando formularios incomprensibles. Luego pasó los reconocimientos médicos, le acribillaron a vacunas y tuvo que contestar decenas de formularios que le parecieron complicadísimos, pero no tanto como su insólita situación. Salió de allí con un contrato bajo el brazo y un nuevo destino para su malograda vida. En sólo cuarenta y ocho horas partiría hacia Leopoldville. Le habían asignado pilotar uno de los Hércules C-130 con base en ese aeropuerto. Su misión allí no estaba muy clara, pero eso no tenía la más mínima importancia. Tampoco le pareció un inconveniente que en aquel ignoto país, la caza a los europeos se hubiera convertido en deporte nacional, en algo casi indiscriminado y demasiado cotidiano. Había obtenido un pasaje para un lejano infierno, pero sentía una tranquilidad pasmosa, un inmenso alivio. Se sintió feliz. Papá siempre fue experto en eludir los problemas, en apartarlos, sin maldad, sencillamente poseía un mecanismo mental para hacerlo sin demasiados remordimientos, con enorme y sincera inconsciencia, con regocijo. Para él, mucho más peligrosas que las calles de cualquier ciudad del Congo, eran las de Madrid. Y para qué hablar de su propia casa, de sus despachos en el aeropuerto o en el cuartel. Sin el respaldo económico de la familia de su mujer, y desheredado por la suya, con todo aquel desprecio, el futuro era más que incierto. Realmente su paga de militar no daba para mucho. Pronto estaría sin un céntimo y aquel contrato que acababa de firmar, además, le permitiría mantener cuatro bocas y acallar así (al menos en eso) a todos los que le repudiaban. Era un hombre honorable, por encima de todo. Y lo cierto es que casi todo el dinero que ganó arriesgando su vida en el tenebroso Congo lo fue enviando a sus dos familias en España.

No encontró ni el tiempo ni el valor para dar explicaciones a unos o a otros, para despedirse bien o mal. Sólo un buen amigo y compañero fue a despedirle al pie del DC-7 que le llevaría hasta África. A él le confió una carta que debía entregar a mi madre una vez hubiera partido. Le suplicó que se la entregara en persona, que intentara esperanzarla de algún modo, que intentara hacerle entender lo imposible. Esa misma mañana, en la que se disponía a despegar a bordo de un avión, había quedado con ella en una terracita a orillas del estanque del Retiro. Llévasela, le suplicó. Acude tú a la cita. Habla con ella. Dale algún consuelo. Intenta explicarle.

Ella, pobre inocente, estaría esperándole en el parque sin sospechar que él jamás acudiría, que no volvería a verle hasta pasados cinco años. Su amigo, sin duda un gran amigo, aceptó el terrible mal trago de entregar aquel sobre a Amanda, de tener que consolarla, si eso llegaba a ser posible. Y en efecto, allí donde habían quedado, bajo la arboleda, en ella aguardaba ingenua e impaciente, entre la calma y la ansiedad, entretenida en dar de comer migas de pan a los pájaros que rodeaban sus pies, a los patitos del lago que se aventuraban hasta la candidez de sus manos puras.

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