El hombre del baobab (16 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Abro un cuadernillo cuadriculado, y sobre la cuadrícula trazo una línea, y sobre ella, cada diez cuadraditos, cruces que marcan las décadas que he vivido y las que, de haber ganas y fortuna, quedarían por vivir. No más de ocho o diez en el mejor de los casos. Así, de forma tan gráfica se puede apreciar nuestra yerma realidad, la dimensión real del escenario. ¡Qué corto trazo! ¡Qué corta la vida! Qué escasa existencia la nuestra, la de todos. Qué ridículas y presuntuosas todas ellas. Cuánto esfuerzo y cuánta turbación para tan poco corolario.

Ojeo una de las revistas que llenan la bolsa del respaldo.

Aún estamos en setiembre pero entre sus páginas ya se habla de la próxima Navidad. La que ya se acerca, asegura el articulista, debemos ir preparándonos. No sé si el que escribe rebosa ironía o imbecilidad. Pero tiene razón, pronto llegará. Una más, y una vez más regresará con ella la misma insólita nostalgia, el mismo desconsuelo, el mismo aborrecimiento, una idéntica incertidumbre. Cada vez nos la imponen antes, un día llegará en verano, aún olerá a sol y playa, a mar y sardinas. Otra vez esos ornamentos embaucadores, esos amargos dulces, esas lucecillas, millones de ellas, iluminando y coloreando nuestra exigua vergüenza, nuestro inmenso desasosiego, nuestro incomprensible afán por celebrar.

¿Qué celebramos? ¿A qué viene tanto enaltecer? ¡Malditos seamos todos! ¿Quién lo recuerda realmente? ¿Qué nos mueve al festejo?

Mientras lo hacemos, mientras nos regodeamos en esa orgía aniversaria, cebándonos, emborrachándonos, fermentando en piadosos fingimientos, en la depravación de esos caritativos y candorosos días, millones de críos allí abajo siguen agonizando de infamia y de hambre. Millones de hombres y mujeres vagan perdidos en sus infinitas y rotundas miserias.

¿Celebramos que no son nuestras esas míseras muertes? ¿Que están tan lejos los moribundos, sus cadáveres, que no se ven ni se huelen? ¿Celebramos la inmortal injusticia en que estamos instalados? ¿Celebramos que no hacemos nada por solucionar nada? ¿Celebramos nuestro absoluto egoísmo? ¿Nuestra bien aceptada impotencia? ¿Nuestra insuperable inmoralidad? Qué obviedad, ¿no es cierto? ¿Para qué decirlo o escribirlo? ¿Para qué repetirlo? ¿Para qué escucharlo otra vez?

Nuestras almas rebosan podredumbre. Si El realmente existiera, si alguna vez hubiera existido, no dudaría en fulminarnos lanzándonos una colosal e impasible centella, o ahogándonos en una marea gigantesca o en el peor de los diluvios, o abrasándonos en el fulgor de un astro ardiente, homicida y desbocado. ¡Ay! si Él existiera, ¿qué sería de nosotros y de nuestras excéntricas e indecentes celebraciones? ¿Qué sería de esta nueva Navidad que en un par de meses será nuestra condena?

¡Oh Dios!, si ahora me escuchas, ¿por qué no me das una razón para seguir viviendo y creyendo?

Levanto la vista. Miro a un lado. Veo a mi padre postrado, vencido, esperando la muerte sin saber siquiera cómo hacerlo. Viejo y perdido, tierno y podrido. Imagino a los que quedan, a mis seres queridos, ¡qué expresión!

¿Quiero aún realmente a alguien?

A mi pobre hijo. Lo que queda de un niño desajustado, un mutante, que ya desaprende con ganas y desprecio todo cuanto le intenté enseñar, mientras su cerebro se vacía al ritmo que enloquecen sus hormonas. Casi instalado ya en la adolescencia, empeñado en despreciar con soberbia e ignorancia.

A mi pobre madre, perdida para siempre, de forma irremediable, en sus lamentos y frustraciones, demente y desconforme.

A mis pobres tías, sus tres hermanas, locas todas, todas locas, sobreviviendo aún a sus desvaríos, todas subyugadas por vidas zanjadas con premura, vacías, vanas, apuradas, muertas en vida sin un ápice de vida.

Quiero llorar por él, por mi hijo, por ella, por todas ellas y no lo consigo. Quiero llorar por sus patéticas soledades, sus desamparos, sus cercanos finales, sus aceptados acabamientos, pero no sale una maldita lágrima, nada que moje la punta reseca de la pluma con la que intento describir sus maldiciones, que también son las mías.

El fuego arde todavía pero pronto, muy pronto, se consumirá.

¿Recuerdas, papá, aquella tarde en Aranjuez? La Rana Verde, a orillas del Tajo. Allí merendamos fresas con nata, ¿te acuerdas?, sentados en la terraza junto al entonces caudaloso río. Lo comparaste con el inmenso Congo, mofándote del riachuelo español. Me contabas historias de África mientras yo te escuchaba, imaginándolas, con la mirada perdida en el verde oscuro de las aguas. Me hacías soñar. ¿Lo recuerdas?

¡Ya no recuerdas una mierda! Qué vas tú a recordar...

La inquietud que me provocaba la puesta de sol, la noche ya cercana, me angustiaban las noches. Aquellas mesitas de mármol con las patas de hierro verde, como la rana. Las sillas plegables de madera, «¡ten cuidado, Luisito, no te pilles los dedos, joder!» Mis pies que no llegaban aún al suelo. ¿Cuántos años tendría yo? ¿Cinco o seis? ¿Recuerdas? Pediste al camarero papel y bolígrafo. Luego escribiste aquel mensaje fantasioso con tu hermosa letra mayúscula:

«A QUIEN LO ENCUENTRE: ME LLAMO LUIS VAISSÉ Y TENGO NO SÉ CUÁNTOS AÑOS. VIVO EN...»

Así empezaba la misiva que también redactaste en inglés y en francés, por si acaso. Tú podías. Cuidabas los detalles. Metiste la hoja dentro del botellín de cerveza que acababas de apurar. Buscaste por el suelo un corcho, lo cortaste con una navajilla y tapaste bien con él la botella. Debía quedar hermética, que no entrara ni una gota de agua, asegurabas. La hoja sólo se puede mojar en ron o cerveza, eso decían los piratas, me recordaste. Luego, lanzamos la botella con fuerza al centro de las aguas del río. Pronto comenzó su viaje con la corriente hasta el océano. Llegaría lejos, muy lejos, prometiste. Quién sabe si la encontraría un náufrago barbudo y desesperado, perdido en alguna isla desierta. Tal vez caería en las manos de un fornido marino de piel curtida por el sol, que bien podrían ser las de un malvado y cruel bucanero. O posiblemente quedara atrapada entre las redes de pescadores de peces y de sueños. Quizá cayera en manos de una bellísima dama, una bellísima jovencita que paseara su melancolía por una playa tristona, remota y misteriosa. Todo lo decías muy serio, envolviendo cada palabra en un aire de solemnidad que me dejaba boquiabierto, absolutamente persuadido. Si mi padre aseguraba que aquel
mensaje en una botella
llegaría al otro lado del mundo, sin duda, lo haría. Tranquilo, quien lo encuentre sabrá tu nombre y tu dirección, alguien contestará, dijiste.

El lento torrente arrastró río abajo la botella con mi valiosísimo recado. Miré cómo se alejaba flotando hasta doblar el recodo en el que la perdí de vista. Ya sólo era cuestión de esperar. Y así fue. Pero tuve que aguardar más de un año una resolución.

Yo ya había olvidado por completo toda aquella historia cuando recibí respuesta. La carta llegaba desde África, y esta vez no la enviabas tú. Sentí una emoción tan intensa, tan inmensa, una inquietud tan increíble, que jamás olvidaré el momento en que abrí aquella carta. Me entregaste un sobre roído y amarillento que estaba mezclado con el resto del correo. Venía a mi nombre, lo habían enviado desde un lugar llamado
Bamboesbaai, u
n pedazo de costa no muy lejos de Ciudad del Cabo, me explicaste, en Sudáfrica. El jodido botellín de Mahou alcanzó el Atlántico dejando atrás Lisboa y tras enfilar hacia el Sur, recorrió miles de kilómetros, bordeando el continente, hasta llegar a esa playa remotísima. Allí lo encontró una niña blanca llamada Collen O'Shea. Me escribía tan excitada como yo, o más que yo, tras haber tropezado con una botella semienterrada en la arena, y hallado en su interior un mensaje llegado desde España. Un país para ella tan exótico y desconocido como para mí el suyo. En su carta incluía una fotografía, una Polaroid, en la que posaba frente a la puerta de su casa con la botellita en una mano y mi carta en la otra, muy sonriente. Era pelirroja, con el rostro muy pálido y lleno de pecas. A su lado una señora también risueña que decía era su madre. Junto a la carta y la instantánea, un pequeño presente, un billete de diez rands, la moneda de su país. Me dedicaba asimismo unas líneas con cariñosas palabras de asombro y admiración.

Qué bien lo hiciste. Cuántas molestias te tomaste sólo por sorprender a un niño fácil de sorprender. Aunque era innecesario convencerme de nada, yo ya lo estaba, por supuesto, por completo. Pero todo resultó tan absolutamente irrefutable. No has vuelto a mencionar aquello. En tu vida lo has recordado. ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste esperar más de un año para saciar de ese modo mi fantasía?

Nunca te lo he agradecido, ya va siendo hora de hacerlo, ¿no crees? Pero también va siendo hora de que, ¡por favor!, me saques de dudas. Sigo temiendo, imaginando, que todo fuera un cuidadoso montaje. Que la carta la escribiera alguien por encargo, seguramente una de tus sobrinas americanas. Yo no las conocía. Tal vez era la niña que aparecía en la foto, y tal vez esa casa fuera la casa de tu hermana. ¿No es así? ¿He adivinado? Les pediste que lo hicieran, les hiciste cómplices de tus originales propósitos. Luego te mandaron desde Washington la carta manuscrita y la fotografía familiar, el posado con el botellín y el mensaje. ¿Cómo iba yo a discernir? Más tarde, después de meter todo en un sobre, incluido el billete de diez rands, se lo enviaste a alguno de tus amigos africanos para que me lo remitiera desde allí. Jamás me iba yo a fijar en el origen, en la fecha, en el lugar en que estaba matasellada. Daba igual que procediera de un país u otro.

¡Qué pena que hayas olvidado todo eso!

No sé hasta qué punto estará distorsionado este recuerdo, tal vez lo haya inventado, o pertenezca a otra vida, a otro papá, y por eso tú no consigues evocarlo. Se indignó ante esa posibilidad. Pero es maravilloso tenerlo ahí, metido en el alma, bien iluminado, a salvo de las tinieblas de la indiferencia. En su sombra quedan ocultos tu pasado y el mío, nuestro ayer. Y guardo muchos más de esos recuerdos, de ese género, ¿sabes? ¿Quieres que te cuente algún otro? Resplandecen, sí. Les saco brillo de cuando en cuando. A pesar de su diminuta esencia siguen siendo suntuosos. Aún me protegen, y te los debo. También pesa en mi espíritu, como roca, todo el pesar que durante años me procurasteis. Claro.

En cualquier caso, la vida sigue. No será ya para ti, tal vez tampoco para mí, pero aquí nos tienes, ahí la tienes. Tan lozana como siempre, tan juguetona ella, sentada entre nosotros viajando satisfecha hacia otra muerte. ¿Cómo te despedirás de ella cuando llegue el momento? ¿Cuáles serán tus últimas palabras? ¿Qué melodía sonará en tu mente o cercana? ¿Qué recuerdos desgarrarán tu corazón justo antes de detenerse?

No recuerdo no tenerte, pero sí que me faltabas.

Recuerdo tus desdichas, tu angustia, tus gestos más íntimos de desesperación, también alguna alegría pasajera. No eras feliz aunque tampoco un desgraciado. Avanzabas sin pararte a pensar demasiado, poco más. En eso eras un extraño cobarde. Vivías los malos días jugando al impávido, como cuando de niños nos metíamos contigo en el agua helada sin poder hacer una sola mueca. En eso consistía el juego. Ganaba el que lo conseguía y solías ser tú.

Recuerdo vuestras broncas, las afiladas palabras que os lanzabais como cuchillos. Pasaban volando sobre mi cabeza, rozándome, para ir a clavarse en vuestros agotados corazones. Algunas atravesaron el mío, dejándolo dañado para siempre. Me volvieron loco y me hicieron ir aprendiendo todo lo que no hay que saber acerca del rencor, de la ira, de la sinrazón. Y todo eso sin albergar aún una sola certeza acerca del amor. No, papá, no son reproches. Todo eso quedó atrás, ya nada importa, lo sé. Pero aún busco aliviarme al compartir la trama de la pesadilla. Después de despertar, del sobresalto, sólo contándola comienza a dispersarse su aterradora bruma. Fuimos infelices, como tantos, como la mayoría. Tampoco pasa nada. ¿Qué cabe en la felicidad? Poca cosa, algunos momentos, soplos efímeros de dicha que irán a convertirse en frustración. ¿Qué abarca la tristeza? El origen de casi toda nuestra ilustración, casi todos los misterios del alma, gran parte de la grandeza de la vida. Es chocante, ¿no? ¡Qué paradoja!

Vuestras miserias fueron dando forma a mi existencia. Yo caminaba entre ellas ajeno a nada, atento a todo. Así conocí vuestros defectos mucho antes de valorar de verdad vuestras virtudes. No fui como la mayoría de los cachorros humanos que, de sólito embrollados, tienden a enaltecer la figura de sus padres creyéndolos cercanos a los dioses, todopoderosos y ubicuos. Sin hacerse demasiadas preguntas sobre su verdadera naturaleza, sobre su esencia. Ejemplos a seguir con los ojos cerrados, con las bocas selladas, hasta que con la edad llegan, una tras otra, todas las decepciones. A mí ya me decepcionasteis de antemano. Eso llevábamos ganado o perdido. Vuestro ejemplo fue lamentable. Gracias a ello aprendí que no había mucho que esperar. Que papá y mamá eran frágiles, incluso más que yo. Que mi vida a vuestro lado era sólo mía y que así sería ya siempre. Que mi espíritu no pertenecía a nadie, ni siquiera a vosotros. Toda aquella mugre, vuestra usual inmundicia, me forjó más independiente, más fuerte, más libre que los otros. Es algo que también tengo que agradeceros.

Pero recuerdo mi llanto, tantas y tantas lágrimas. Recuerdo recordaros, suplicaros, una y otra vez, que intentarais ser felices. Sí, era ingenuo hasta ese punto. Creía que los adultos pueden serlo. Os rogaba algo casi imposible, algo que no podíais conseguir, ni siquiera por un niño, por vuestro hijo. A veces fingíais serlo, como tanta gente, o tal vez os dabais un respiro. Eso me ayudó a salvar algo del pequeño Luis, de Luisito, algo que aún vive en mí, tristón y acurrucado. Todavía se acuerda de lo que es jugar, de que merece la pena la fantasía. Aún me brilla en los ojos de tarde en tarde, a pesar de tenerlo casi abandonado, encerrado en lo más hondo de mi alma, a pan duro y negra agua de regaliz.

Soñaba con veros sonrientes, abrazados, cogidos de la mano, lúcidos, silenciosos, agazapados en las caricias. No pedía nada para mí, todo era para vosotros. Sólo que me dejarais tranquilo con mis chapas y mis canicas, o persiguiendo lagartijas, o conquistando fortines con mi espada de madera, mientras vosotros os amabais o aprendíais a hacerlo.

Qué accidentada vida la vuestra, la nuestra. Cuántos escollos inútiles os empeñasteis en poner en mitad del camino y qué poco empeño a la hora de intentar sortearlos. ¿Para qué? ¿Por qué no seguisteis cada uno por vuestro lado? No me vengas ahora con lo de tu sentido de la responsabilidad. Detesto esa palabra. ¿A qué te refieres? ¿Qué es responsabilidad? ¿Acaso lo recuerdas? ¿Estar obligado a responder de las personas y las cosas? ¿Tener el deber de compensar, de reparar los daños, las culpas? ¡Qué angustiosa es la obligación! Destruye cuanto toca. Esa hechicera odiosa es la peor enemiga de la libertad, esa princesita ingenua. ¿No hubiera sido más responsable por tu parte haber partido en busca de otra posibilidad de amar? ¿Haber partido en dos o en mil pedazos aquel drama?

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