El hombre del baobab (30 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Mientras Adrián atendía a sus asuntos celestiales, ellas tuvieron tiempo de sobra para holgazanear un rato, para ducharse y vestirse tranquilamente. Emocionadas, resueltas como si llevaran allí viviendo hacía meses. Luego él las recogió y lo pasaron incluso mucho mejor de lo previsto. Fue un día resplandeciente y feliz, muy feliz para los tres. Después de cenar, ya de regreso, Paulita cayó rendida en el asiento trasero del coche, sobre las piernas de su madre. Adrián tuvo que llevarla otra vez en brazos hasta la cama. Su madre le puso el pijama y la arropó con mimo. Soñaría profunda, silenciosa y cerrada como una flor dormida. Ellos superaron el silencio bebiendo dos copas de un magnífico coñac. Encendieron la chimenea y acercaron el sofá al fuego. Adrián puso música, sonó
Miss You Nights,
de Art Garfunkel. A pesar de la agotadora jornada, ellos aún relumbraban como dos «diamantes de medianoche». No dijeron mucho. Deseaban sólo besarse después de tantas horas deseándolo. Y de nuevo se amaron, aunque con otra sed. Más vehementes y serenos, si eso es posible, más seguros, desoyendo otra vez la voz de la agorera sensatez. Después, todavía confundida por el goce, aún desnuda, Nadia fue a ver a su pequeña que seguía plácidamente dormida abrazada a su peluche, un roído ratón Mickey en blanco y negro vestido de maquinista. Mientras, Adrián echó leña al fuego, cogió los cuadernos de su padre, encendió unas velas y una lamparilla cerca del sillón en el que ya esperaba Nadia. Se los entregó con un gesto absolutamente inocente e infantil que a ella le pareció adorable, que otra vez hizo tremar su espíritu, que entrecortó su aliento. ¡No lo llames amor!, todavía no, pensó reprendiéndose con firmeza. Creo que ha llegado el momento de saber, le dijo Adrián, empieza tú a leer. Mejor hazlo tú, tienes su voz, le respondió Nadia llenando de nuevo las copas, recortando las palabras... Cuando Adrián abrió el cuaderno comenzaba a sonar otra canción del mismo artista,
Scissors Cut.
A ella le pareció una música adecuada. Él tiró de la tapa del cuadernillo despacio, muy despacio, como quien abre una de las pesadas puertas del tiempo, y empezaron a averiguar juntos y en voz baja...

D
ESDE EL BAOBAB, CERCA DE
B
ANDIÁGAR...

Sé que recibir esto, si es que llegas a recibirlo algún día, te afligirá... Te desconcertará por completo, dolerá en tu corazón y llenará tu cabeza de preguntas. Te sorprenderá y te joderá un rato la vida. Perdóname por ello, por todo. Ojalá mis palabras sepan aliviarte de algún modo, dar respuesta a algunos de tus interrogantes. Calculo que tendrás ya dieciocho años, un poco más tal vez. Atravesarás ahora un tiempo complicado, no sé si el mejor para asimilar todo esto. Te ruego que no le des mucha importancia, nada la tiene, aunque a tu edad todo pueda parecer tan trascendente. La existencia, la mía, la tuya, la de todos, no es más que una raya dibujada con desgana en una pared, en la arena. Una larga línea discontinua cincelada de mala manera, como en un grabado mal trabajado. ¡Debes creerme! Vivirás y morirás, ya lo habrás hecho antes muchas veces aunque no lo recuerdes, y seguirás haciéndolo durante una eternidad. ¡Yo lo sé! No es una locura, es algo real. Creo que te debo una explicación, algo de luz sobre la lóbrega vida de un padre inexplicable.

De tanto en tanto, en la inmensa noche, escucho lejano y retardado el bramido de los motores de algún avión. Una altísima aerovía pasa justo por aquí arriba. Siempre quisiste volar, ser piloto como el abuelo. Desde muy niño, lo recuerdo bien. Era un sentimiento tan innato que, estoy seguro, algún día lo conseguirás. ¡Siempre fuiste tan cabezota y perseverante! Cada vez que veo pasar uno te imagino ya gobernándolo, sentado en el sillón de la izquierda, mirando hacia abajo a través del ventanal de la cabina. Y ese pensamiento me hace sentir tan orgulloso. Créeme. Ahora te escribo acostado sobre una estera de hebras, tendido en la arena. Veo sus luces blancas, rojas y verdes titilar veloces rumbo al norte, a diez mil metros sobre mi cabeza, trazando una magnífica línea celeste que señala justo el lugar del que provengo, el lugar donde quedaste, donde estarás todavía. Donde aún debes estar. En esta clara oscuridad puedo distinguir las nubes rectilíneas que abandona en su avance, las efímeras estelas que el calor de las turbinas deja en la gélida atmósfera. Aquí abajo el silencio es absoluto y el aire más cálido, completamente límpido, mucho más transparente que el que te envolverá allí donde estés. Si pudieras respirarlo a mi lado, sentirlo. Aún respiras, ¿verdad? Si pudiera tenerte ahora aquí a mi lado, un instante al menos. Si pudiera ahora hablarte en vez de escribirte. Cada vez que pasa una de esas inabordables y colosales naves voladoras pienso en ti con profunda nostalgia. Pienso en la manera de escapar de aquí y regresar a ti. Me martiriza ser consciente de cuán imposible es ya mi fuga, de cuánto tiempo y distancia nos separan. Siento una añoranza inconmensurable, infinita, merecida. Esos surcos fugaces que curvan el cielo, enhebrándose en él como hilos blancos, me zurcen el alma, hilvanan en ella la verdadera magnitud de tu ausencia, la cadena de malaventuras que me trajo hasta aquí. Clavándoseme las agujas una y otra vez.

Te escribo desde un lugar de África. Qué curioso, ¿no?, pensarás, África de nuevo. Ya será para ti evidente que sobreviví a ese suceso en el que, seguro, me darían por muerto o desaparecido. La maldición y la bendición de este continente parecen perseguir a nuestra familia, al menos a tu abuelo y a mí. El abuelo murió allí, tus lágrimas por él no fueron en vano. Qué paradoja, ¿verdad? Hacía más de treinta años que se salvó de otro accidente aéreo en el Congo, y yo fui a traerle aquí para que se cumpliera ese destino que entonces no se consumó. Debía estar escrito en alguna parte. La muerte es muy rencorosa con los que consiguen eludirla. No sufrió, eso quiero pensar aún. No creo siquiera que se enterase de en qué forma se fue esta vez de este mundo. Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche...

Ahora siento que ya no me queda mucha vida. Me voy consumiendo, creo que estoy al borde de la extinción. Ésa es la palabra, me extingo. Como una rara especie, como el rescoldo que me abriga cada noche y que intento mantener vivo de forma obsesiva. Y poco puedo hacer por evitarlo. Estoy tranquilo, no temas. Mi subsistencia es plácida y serena. Espero el nuevo tránsito casi con desinterés. Un muerto te escribe para decirte que está moribundo. Cómico, ¿no? Seguro que he conseguido hacerte sonreír. Siempre comprendiste mi macabro sentido del humor. No fue nada «morir» entonces y no será nada volver a hacerlo. Te pido otra vez que lo entiendas, nada de eso importa demasiado. Pero no quiero que toda la memoria perezca conmigo. Deseo contarte algunas cosas, recordarlas para ti, para mí, antes de irme otra vez. Temo que todo se esfume convertido en polvo, en gemidos, en la resonancia y la sordina eternas de este lugar desértico. Es extraordinario escribir, poder volver a hacerlo, hablarte aunque sea así. He intentado olvidar y no olvidar tantas veces que no será fácil conseguir algo coherente, siquiera legible. Tendrás que disculparme. Deseo escribir con esmero y cordura pero ando extraviado en extrañas recordaciones, en raras ideas que martillan mi cerebro. Y a fuerza de usar las palabras sólo en el pensamiento, posiblemente, pueda errar en su verdadero sentido sobre el papel. Perdona si no consigo expresarme con más acierto, con más eficacia. No estoy seguro de la validez de mi caligrafía, tampoco sé si sabría hablarte... si pudiera hacerlo. Creo que mi garganta ha olvidado los vocablos que conoces. Al menos esa sensación tengo ahora. Espero no descaminar demasiado en las oraciones. Ni en mis rezos. Tal vez esto resulte indescifrable y absurdo de leer. El eco de un asunto ya casi olvidado, un tema insondable que debería haber quedado enterrado para siempre. Pero tú debes seguir siendo lúcido e inteligente, lo entenderás. Al menos lo eras entonces. Los chiquillos son siempre tan perspicaces. Puede que esto que sueño lo llegues a leer, suene en tu mente con el trabucar de un tartamudo, o con la repetitiva voz de los locos. Empeñado en relatar mi demencia mientras me pierdo en ella. Tal vez crea escribir lo que pienso en este instante y no sea así. Es posible que estos rasgos que quedan en las hojas, estos pequeños garabatos que distingo con dificultad y extrañeza, sean sólo eso, garabatos, una rara taquigrafía impenetrable para ti. Un enmarañado jeroglífico ajeno por completo a lo que pretendo expresar. Como si los símbolos salieran de las manos de un niño analfabeto. Como un parvulario, pongo todo mi empeño en guiar con acierto la punta del lápiz entre las líneas, despacito, en moldear la caligrafía para hacértela legible, comprensible. La mano y la mente van entrando en calor. Espero conseguirlo. Por el camino, además de buena parte de la vista y casi toda la dentadura, fui perdiendo las letras y su costumbre. Fuera del cavilar, las frases son algo muy difuso. Divago, lo sé. Me justifico, también lo sé. Escribirte ahora, desde aquí, es como hacerlo en el agua o el viento con una varita de acacia...

No sé con exactitud cuánto tardé en llegar hasta este lugar. He olvidado en gran medida el patrón con que se mide el tiempo. Pero creo que han pasado unos dos años desde la noche del accidente. Me han dicho que estamos en 1 998. Debo fiarme. Ni siquiera estoy seguro de cuánto he empleado en llegar hasta esta línea, hasta esta palabra, hasta este trazo en el cuaderno, hasta esta a.

Te escribo desde un lugar muy remoto, en el país dogón. ¿Has oído hablar de él? Vivo cerca de un insignificante poblado que se llama Niminiama. No será fácil que lo encuentres en los mapas. Si ahora lo estás haciendo, si estás buscando en un atlas, ve a la página del África Occidental. Busca Malí, y luego Bamako, la capital. Sigue con el dedo por el gran río Niger, a la derecha, hasta llegar a Segou. Y luego continúa avanzando aguas arriba, te quedan unos cientos de kilómetros para alcanzar el lugar en el que aún existo. Llegarás a una zona en la que el caudal se deshace en cuantiosos afluentes. Allí encontrarás una ciudad llamada Mopti, junto a otro río, el Bani, cerca de la confluencia con el Niger. Mopti es una especie de sucio suburbio, al que de forma incomprensible llaman la «Venecia africana», y que es la última gran población cercana a la falla de Bandiágara. Ésta quedará aún más a la derecha en la carta. Búscala. No muy lejos del borde de ese enorme acantilado, más allá de los quebrados en los que viven los dogones, unos cincuenta kilómetros más al norte, está el lugar desde el que ahora te escribo. Justo en mitad de esa nada, dentro de un árbol gigantesco, a un millón de años luz de ti. Los que parecen haber pasado desde la última vez que te vi a la puerta de la escuela...

Llegado a ese punto, a esos puntos suspensivos, Adrián no pudo continuar leyendo. No pudo seguir más. Un sueño irresistible vencía ya con creces a toda la curiosidad, a la avidez por seguir leyendo. Nadia hacía rato ya que se había quedado dormida acurrucada en el regazo de Adrián. Señaló la página, cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesita. Con delicadeza, intentando no romper el sueño, consiguió acomodarla en el sofá e incorporarse. Sintió el alma y el cuerpo entumecidos. Puso bajo su cabeza una almohada, besó tiernamente sus labios y la arropó con un edredón de colores. Buscó en el mapa y señaló con un rotulador fosforescente la ruta, la zona, siguiendo las indicaciones escritas por su padre.
Niminiama
debía de ser un lugar realmente nimio, como señalaba, ni siquiera aparecía en el plano. Mañana seguiría con eso. Apagó las luces y atizó las ascuas en la chimenea por reavivar las llamas y el calor. Antes de meterse en la cama echó un vistazo a la pequeña. Su hermana dormía destapada y serena, abrazada a su peluche, totalmente ajena a la turbación que estaban provocando en él las palabras de su verdadero y desconocido padre. La arropó también con enorme ternura y le dio un beso en la frente, luego fue a acostarse, completamente agotado...

Mal durmió entre pesadillas difusas y tenebrosas. Cuando abrió los ojos, ya hacía rato que «sus chicas» estaban despiertas. Paula dibujaba a la vez que veía dibujitos en la tele y Nadia examinaba absorta las páginas del cuaderno. Después de besarlas, fue lo primero que le dijo Adrián, le preguntó un tanto inquieto hasta dónde había llegado en la lectura. Sólo hasta la página marcada, le tranquilizó ella. Había empezado de nuevo desde el principio, por releer lo que la somnolencia de la noche anterior había enturbiado, hasta hacerle perder el hilo y la consciencia. No pretendía leer más allá sin estar a su lado. Seguirían juntos a su regreso. El tenía que volar esa mañana, recuperar un par de horas que tenía reservadas y pagadas. Ésa sería otra sorpresa para ellas. Adrián les propuso salir a pasear un rato entre las nubes. A la niña no hubo que convencerla pero a Nadia le costó acceder. Al final, a pesar de la desgana, consiguieron persuadirla.

—No temas nada —le rogó Adrián—, estaremos en tierra para la hora de comer, sobre la una. Puedes estar segura de que Paula hará un aterrizaje perfecto —bromeó guiñando un ojo a su hermana. Después del vuelo, irían a comer a un precioso restaurante que alguien había montado dentro del fuselaje de un viejo DC-4—. ¡Os gustará! —les prometió.

Nadia ocupó uno de los asientos en la parte de atrás y dejó que Paula se sentara en la cabina al lado de Adrián. No se sentía demasiado bien aquella mañana, tal vez a causa de su recelo a volar, de los excesos de la última noche. Tomó una biodramina antes de despegar.

Luego pasó la mayor parte del vuelo mirando por la ventanilla, perdida en sus pensamientos, temiendo marearse. De tanto en tanto se acercó delante a verles y acariciarles, a charlar un rato con su hija, a contemplar el panorama al frente y abajo, a través del vertiginoso velo giratorio de la hélice. Adrián se afanaba en su tarea con absoluta eficacia y profesionalidad, pero sin dejar de atender a su hermana, respondiendo paciente a sus insistentes preguntas de niña, explicándole con entusiasmo para qué servía cada instrumento, qué pasaba si accionaba este botón o aquella palanca, el porqué de cada una de sus acciones y gestos, de sus conversaciones por radio con los controladores. Para Nadia era extremadamente conmovedor verles así, disfrutando de aquel modo, uno al lado del otro, gozando de estar allí arriba, sentados en el cielo, volando juntos y ajenos a las turbulencias, al estruendo del motor, a las alturas, a todo lo que a ella le inquietaba al más mínimo descuido. Nadia intentaba vencer sus temores, convencerse de que nada malo podía pasar, recurriendo a aquello de las impecables estadísticas y la casi infalible seguridad aérea. Es tempranísimo para morir, se repetía mirando a su niña iluminada por el sol. La muerte, pensó, no se iba a atrever a irrumpir en medio de tanta belleza rompiéndolo todo... Luis jamás lo permitiría...

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