El hombre del baobab (29 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Se acomodaron sobre la alfombra, frente al fuego del hogar que ardía en una esquina del salón. Tomaron unas cervezas, unos nachos con guacamole y unas ensaladas. También descorcharon un par de botellas de buen vino para acompañar la cena y celebrar el reencuentro. Sobre la chimenea colgaban algunas fotografías. Una de su padre, de Luis, disparando su cámara en alguna remota trinchera, con su raído chaleco de reportero, un pitillo colgando de los labios y sus eternas gafas de sol. Al lado, una mucho más antigua del abuelo Alfonso. Llevaba puesto el mono de vuelo y ocultaba sus ojos también tras unas lentes oscuras. Posaba desafiante como un auténtico héroe de la aviación. Muy sonriente, de pie y en jarras, ante su majestuoso avión, un imponente Hércules. A su lado, vestidos de uniforme y aferrados a sus armas, tres soldados malayos lo escoltaban también risueños. La magnífica figura de Alfonso destacaba iluminando la escena, tomada hacía tantos años en el aeropuerto de Leopoldville. Nadia descolgó las fotos enmarcadas para verlas mejor.

—Te pareces tanto a ellos...

—Sobre todo cuando me pongo mis Ray-Ban —bromeó Adrián.

—Era tan guapo tu abuelo, casi tanto como tu padre...

—Tenían algo los dos, sí...

—Tú también lo tienes, créeme, tienes el toque Vais— sé... —casi coqueteó Nadia—, de niño eras un poco soso —rió burlona— pero ahora... ¡cómo has cambiado!, ¡estás como un avión, chico!...

—La verdad es que tú apenas has cambiado... A no ser por esas patitas de gallo, por las tetas y el culo caído —respondió Adrián guasón—, no te echaría más de... ¿cuarenta?...

—Serás cabrón...

—Estás preciosa... ¡como siempre!... —le dijo tomándola por los hombros y mirándola a los ojos...

—Creo que es la primera palabra amable que consigo de ti de forma espontánea... ¡en toda mi vida! —rió Nadia.

—Que a veces pareciera que no te tragaba no significaba que a veces no te mirara..., muchas veces..., la mayoría sin que te dieras cuenta...

—En especial cuando salía de la ducha..., ¿no, golfante? Con esos ojos de pillo que tenías, que todavía tienes. Desde muy niños tenéis esa forma de mirar con el rabillo del ojo a las chicas... Imagino que ya sabrás hasta qué punto era injusto que «no me tragaras», ¿no?

—Lo sé..., completamente injusto, de hecho a veces me costaba detestarte... Cuando me entraba la ternura contigo tenía que fingir rápido que era un «tipo duro», ¡ya sabes!

—¿Y por qué?...

—Por nada..., de verdad... Por celos, tal vez, porque tenías la suerte de tener a mi padre todos los días... y yo no... ¡Yo qué sé! Porque era un completo idiota...

—Pobre mío... —Nadia acarició su rostro con ternura—, pero nada de eso era culpa mía... El nunca habría vuelto con tu madre... De no ser yo... habría sido otra mujer...

—Lo sé..., lo sé... Es un poco absurdo que hablemos ahora de esto, ¿no crees?

—Es completamente absurdo..., tienes razón. Tú eras sólo un niño herido y yo una jovencita lerda y enamorada. Los dos fuimos víctimas de parecida estupidez. Y los dos sabemos que fue difícil para los dos..., para los tres...

—Hemos quedado en no hablar de eso, ¿no?

—Sí. Mejor hablemos de él...

—Te das cuenta de que, en el fondo, llevamos horas hablando de él...

—Es complicado quitárselo de la cabeza, sobre todo estando a tu lado...

—El vernos ha removido el fango en el fondo de la memoria..., lo mejor y lo peor..., pero parece que el agua no se ha enturbiado, ¿no? Siempre fuiste buena conmigo... Tuviste tanta paciencia... De él guardo, por encima de todo, el recuerdo de un padre que me quiso... mucho y muy bien, muchísimo..., aunque desapareciera..., aunque le perdiera dos veces a lo largo de una vida corta... Demasiadas veces para un niño...

—Y yo guardo el recuerdo del hombre que me amó tantísimo... y que siempre estaba desapareciendo..., ¡qué pesadez!..., hasta que un día desapareció por completo..., para siempre...

—¿Has encontrado a alguien?

—No... No... Desde que murió tu padre ha sido imposible reconciliarme con ese tipo de sentimientos. He conocido algunos hombres, claro, pero todos consiguieron decepcionarme antes de tener tiempo de conocerlos...

—Te entiendo... Me suele pasar...

—Me he vuelto demasiado exigente..., será eso... El listón quedó muy alto y nadie consigue superarlo... Alguna vez algo de sexo y nada más... Un vacío, un vacío enorme... Y muy pocas ganas... Después de morir tu padre se me apagó el alma... Huí de todo lo que había tenido con él en España, de todos los recuerdos... Regresé a Clermont con mis padres... Bueno y allí nació tu hermana...

—Qué raro suena... No lo imaginas... ¡Mi hermana!

—Luego, cuando el dolor se fue asentando, me fui con la niña a París... Y allí seguimos viviendo. De vez en cuando vamos a Madrid, aunque cada vez menos... Estamos solas, vivimos solas, y es mucho mejor así... Ya no aguantaría a nadie a mi lado... Y tú..., ¿sales con alguien?

—No... Ahora no... Hace mucho que no... Bueno, ya te he contado, aunque no lo creas, que llevo tres años de vida casi monacal. —Adrián rió ante el gracioso gesto desconfiado de Nadia—. ¡De verdad! ¡Es verdad! Te juro que en los últimos tres años sólo me he dedicado a estudiar, a volar, a hacer deporte y a dormir, a cuidarme mucho para poder seguir estudiando y volando... para ser bueno allí arriba..., sólo eso... Bueno... —se burló de nuevo de ella—, y algo de sexo de vez en cuando...

—¡Menudo fraile estás tú hecho!...

—No, en serio, me he dedicado por entero a esto. Estuve mucho tiempo dando tumbos, unos años, hasta que decidí que volar sería la única salvación..., lo único importante... Así ha sido y así es. —Los dos guardaron un largo silencio y llenaron de nuevo los vasos.

—Hay algo de lo que aún no te he hablado... —continuó Adrián de forma un tanto enigmática.

—Pues empieza... Me encantan los misterios...

—No sé cómo hacerlo...

—Inténtalo...

—Antes de aquella locura, de irse de viaje con el abuelo..., antes de que se fueran a África... papá vino a despedirse de mí a la puerta del colegio... A despedirse, para siempre. ¿Entiendes lo que quiero decir?... Ésa fue la sensación. Supe que ya no volvería a verle... No recuerdo bien cómo lo supe... pero no me equivocaba... O me equivocaba sólo en parte...

—De mí ni siquiera se despidió..., quiero decir, no pude verle una última vez, besarle por última vez... Aunque todo, en esa carta que te he contado que me dejó, sonara a despedida...

—Fue terrible sentir eso, lo fue para mí y debió serlo para ti...

—Lo fue. ¡Qué horror! No quiero pensar en aquellos días... ¿Era eso lo que tenías que decirme?

—No... No he terminado. Es mucho más fuerte...

—¿Más?... Me tienes en ascuas...

—Mi madre acaba de enviarme un paquete desde Madrid... Llegó ayer. Te lo voy a enseñar —dijo Adrián levantándose y yendo a buscar algo—. Dentro encontré esto... —le pasó unos cuadernillos que traía en la mano.

—¿Qué es esto?... —preguntó Nadia muy intrigada.

—No sé cómo decírtelo... —titubeó Adrián—, verás..., papá no murió en aquel accidente...

—¿Qué estás diciendo?...

—Esos cuadernos los escribió tiempo después. No tengo claro en qué fecha... pero... después... No he tenido tiempo. Sólo los he hojeado... No he podido ni me he atrevido a hacer más... Pero mira..., mira aquí...: 1998... ¡Como poco están fechados dos años después!... No murió en aquel avión, Nadia... Debió salvarse... y terminar después en algún lugar de África... El paquete tenía matasellos de Mopti, una ciudad perdida de Malí...

Nadia ya no podía apartar la vista de los viejos cuadernos manuscritos, sin duda, por Luis. Ni dejar de pasar una y otra vez las páginas acariciándolas. Aquellas hojas medio carcomidas y cubiertas por el polvo de toda una eternidad. El
shock
fue brutal. Pasó un largo rato derramando lágrimas lentas y silentes. Un tupido velo de agua salada cubrió su rostro y goteó sobre las palabras. Adrián, arrodillado frente a ella, guardó también silencio, conmovido, respetuoso, enternecido ante tanto y tan sigiloso dolor. Ante ese manantial de desdicha que lavó el rostro de la noche..., cambiándolo todo.

—Lo siento... —le susurró Adrián al oído.

—¿Cómo es posible, Adrián? —respondió ella alzando un poco la voz—. ¡¡¿A quién coño enterramos aquel día?!! ¿A qué viene esto?... ¿Intentas decirme que está vivo?...

—No lo sé..., créeme... —intentó calmarla—. Ya te digo que ni siquiera los he leído. Pero son ciertos..., son de él... Es su letra...

—¡Claro que es su letra! ¡Maldita sea!... ¿De dónde ha salido esto?...

—Mi madre recibió el paquete hace unas semanas. Luego se olvidó de enviármelo... ¡Si hubiera sabido lo que había dentro! Es muy fuerte... Ya te lo advertí...

—No me lo puedo creer... ¿Cómo no me has llamado? ¿Cómo no se lo has dicho a alguien? ¿A tu tío Daniel?... Hay que intentar averiguar...

—¡Llegaron ayer, Nadia! Y han pasado muchos años... Tranquilízate... Esto no quiere decir que siga vivo. Simplemente que vivió un tiempo más...

—Pero han llegado ahora..., alguien ha debido enviarlos..., tal vez él...

—No lo creo... De lo poco que he leído se deduce que le quedaba poca vida... Mira el trazo en las últimas páginas... Lee aquí...

—Hay que joderse con tu padre... —sollozó—. ¿No nos había ocasionado ya bastante sufrimiento?..., y ahora esto..., ahora esto... ¡Maldito sea!

—Hay partes ilegibles... en las que el lápiz se ha borrado, en otras faltan frases, párrafos enteros que se ha comido la carcoma —acercó una lámpara para que viera mejor y le enseñó algunas hojas— pero en general se entiende bien lo que dice... Mira...

—No quiero ver más ahora, no puedo —se lamentó Nadia dejando en el suelo los cuadernos—, no puedo de ninguna manera...

—¿Te das cuenta? ¡Qué inmensa casualidad la de vuestra llegada! Primero estos cuadernos..., y después, tú y Paula. ¿Te das cuenta? Es como si nos hubiera reunido alrededor de sus palabras... Tenemos que leerlas juntos. ¿Te atreverás a leerlas conmigo?... ¿Mañana?...

—No lo sé... Mi impaciencia y mi curiosidad son ahora mismo feroces, pero el miedo que siento es aún mucho más fiero... No lo sé... No lo entiendo... ni te entiendo a ti, Adrián... No entiendo nada...

—No me jodas, Nadia... —respondió Adrián con comedida ira—, no me digas que no me entiendes... ¿Qué habrías hecho tú? Aún no me he recuperado de la impresión... pero no podía mandar a la mierda todo por las palabras de un muerto... que llegan en el peor momento posible...

—Son de tu padre... ¡y a lo mejor no está muerto!... Al menos no murió cuando creímos... ni como pensamos que murió...

—¿Qué habrías hecho tú? —insistió Adrián con gran abatimiento, casi sollozando.

—No lo sé... Ponerme a averiguar de inmediato..., a buscar...

—A buscar ¿dónde?... Al otro lado del Atlántico... En un lejanísimo e inmenso territorio africano... Así... Sin más...

—¡Qué locura!..., perdona..., perdóname... —le rogó Nadia abrazándole con fuerza. Y así, abrazados se desmoronaron los dos sobre la alfombra.

'—No pasa nada..., tranquila... —le dijo besándola Adrián—, volvemos a ser víctimas..., volvemos a ser dos estúpidos..., volvemos a no saber qué hacer con él..., ni el uno con el otro... —le susurró aún besando sus labios con ternura.

—¡Ay! Adriancito... —musitó Nadia atrayéndolo aún más hacia ella—. Tu padre te llamaba siempre así..., ¿recuerdas? Te ponía el nombre pequeñito...

—Mi dulce, mi dulcísima Nadia...

Ya no hablaron más. Sólo se besaron y se besaron y se besaron, primero lenta y tímidamente, luego insaciables... La brutal aflicción se mudó de improviso en inesperado y bestial deseo. El desconsuelo abrió apetitos básicos y sofocantes, del todo inevitables, tal vez insensatos. Se desnudaron el uno al otro poseídos por una irrefrenable y terapéutica lujuria. Todo el cansancio de los últimos días, tanta y tan reciente inquietud, toda la incertidumbre y el dolor, la sinrazón y el enigma se disiparon durante unas horas en el sexo más inesperado, generoso y desinhibido que se pueda llegar a imaginar...

Durmieron acurrucados en la escasa cama de la habitación de las visitas. Un sueño corto y profundo pero inmensamente reparador. Les despertó temprano la algarabía de los dibujos animados en la televisión. Una inhumana resaca de pasión y de vino les pesaba en la cabeza, y una pastosidad entre amarga y dulce les secaba las bocas. Cuando Nadia se alzó de la cama y salió del cuarto, Paula ya se había servido un tazón de leche con cereales, y se los zampaba absorta en las locuras de Mickey Mouse, el Pato Donald y Goofy. Los tres viajaban en una destartalada caravana por una carretera infernal que discurría al borde de un profundo precipicio. No tan hondo y peligroso como el que ella había descendido desnuda y abrazada a Adrián aquella madrugada. Nadia se sintió ridícula y avergonzada al ver a su hija. Corrió a besarla y darle los buenos días. Intentó explicarse poniéndole una absurda excusa de adulto que, sin embargo, resultó totalmente convincente para la niña. Paula le devolvió un beso alborozado, feliz, se sentía tan bien, le aseguró. La niña o no se había dado cuenta de nada, o no le daba la más mínima importancia. No todo iba mal, buscó convencerse con un veredicto latiéndole insistente en las sienes: «Te has follado al hijo de Luis, al hermano de tu hija, a un chaval de veintitantos años, sólo un crío a tu lado.» Aún no conocía la sentencia. Adrián apareció en escena como si nada hubiese sucedido, recién duchado y afeitado, fragante, gentil, bellísimo. Demasiado hermoso. Más apuesto que Luis en su mejor momento, como una resurrección mejorada. Qué pena, pensó Nadia, que Luis no pudiera contemplarle ahora, mirarse en ese espejo, darse cuenta de una vez por todas y sin ninguna duda, de que aquél era su hijo. Llegó a dudar de Carolina a ese respecto. Que viera cómo su sangre, su alma y su hermosura corrían vividas e inconfundibles por él.

Adrián no tardó en preparar y servir, con todo lujo, un delicioso tentempié matinal, además de dos milagrosos Alka-seltzer. Se sentaron uno frente a otro, hambrientos, sin apenas osar mirarse. Devoraron huevos, embutidos, frutas, tostadas, casi una jarra de café y otra de zumo de naranja. Paula dejó de ver sus «comiquitas» y acercó una silla para sentarse al lado de su hermano mayor, tan mayor, muy cerca de él. La pequeña agarró con discreción y ternura su brazo, y ya no paró de hablarle o escucharle embelesada. Elocuente, venturosa, intuyendo tal vez que algo bueno sucedía por allí, al me— nos a su forma de ver. Nadia y Adrián no conseguían borrar sus dos tontas sonrisas de los labios, ni evitar el inevitable y dulce gesto de idiotas, tampoco dejar de sentir una plácida laxitud estando cercanos. Pero nada mencionaron acerca de aquella noche de locura, de aquel demente deseo en que se habían consumido, ni de los misteriosos y polémicos cuadernos de Luis. Antes de hablar o leer tendría que llegar la noche y el sueño de Paula, parecieron acordar sin decir palabra. De tanto en tanto, en fugaces miradas, sus ojos conversaron llenos de interrogantes y proposiciones, de ansiedades y dudas. Adrián terminó su desayuno y se disculpó con ellas. Tendría que estar fuera un par de horas al menos. Se puso el uniforme y se dispuso a ir a la escuela, era inevitable. Pero después, le prometió a Paula con entusiasmo, las llevaría a uno de los mayores zoológicos de Estados Unidos y a un parque de atracciones maravilloso que nada tenía que envidiar al Disney de Orlando. Montarían en una gigantesca montaña rusa de madera, una de las más grandes del mundo, y vivirían una emocionante aventura descendiendo en troncos por las corrientes de un caudaloso río. ¡Lo pasarían mejor que bien! La felicidad en los ojos de Paula oyéndole deslumbraba, casi cegaba. Por un instante, Nadia, completamente extenuada, sólo vio ante sí un larguísimo y agotador día, y las poquísimas ganas y fuerzas que tenía para afrontarlo. Luego, Adrián besó levemente sus labios al decirle adiós y se despidió de la niña como si llevaran juntos toda la vida. Se conmovió hasta tal punto que notó cómo el alma se le erizaba por dentro. Ante la idea de pasar el día con él, se sintió aún más dichosa que su hija, llena de vida y vigor.

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