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El hombre del baobab (5 page)

BOOK: El hombre del baobab
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P
APÁ

No hacía mucho que mi madre me había dado la mala noticia. Lo dijo con voz suave y serena. Sonó como si mi padre pronto fuera a emprender un viaje más. Sus palabras iban a ser premonitorias en cualquier caso. «Papá se muere», me dijo. Y aquello parecía sólo un «papá se va». Pero hacía ya muchos años que él había dejado de viajar, de volar. Se jubiló y ya no volvió a ser el mismo. Júbilo, jubiló. Qué expresiones absurdas, qué dos disparates. El primero, un consuelo efímero y embaucador. El segundo, el compendio de soledades e inutilidades que nos son impuestas. Pero en el respingo que va de la U a la O, la tilde cambia el significado de la palabra de un modo aterrador. Desde hacía tiempo un cáncer intransigente le devoraba la vida, y yo llevaba meses, no sé cuántos, sin verlo. Tal vez más de un año. Nunca le perdoné a mi padre que se hiciera viejo. Ni él mismo se lo perdonó jamás. A medida que fuimos cumpliendo años dejó de existir entre nosotros una verdadera relación. Después de tanto, de tan excepcional amor, la indiferencia y la distancia crecieron hasta hacerse insalvables. También tenía la maldita certeza de que tras su muerte retornaría el afecto a borbotones. Un afecto que gozar en vida parecía imposible. Volvería a quererle infinitamente una vez se hubiera ido y lamentaría no haber sabido poner fin a tantos años de apatía, de horrible displicencia. Ese, lo sabía, sería mi eterno castigo.

¿Me amaría tanto como yo a Adrián? Él también conoció bien el angustioso don de amar a un hijo, a varios hijos, en la distancia. Ese lánguido y sombrío tormento. Entre mi padre y yo se acortaron las palabras y se prolongaron los silencios hasta quedar los dos petrificados. ¿Me recordará mirándole desde el pasillo mientras se afeitaba? ¿Recordará las alegrías que compartimos o las cometas que volamos juntos? ¿Mis chapas estorbando en el pasillo, alguno de mis juegos? ¿El día que me conoció? De niño, yo esperaba impaciente los regresos de mi padre. Todos, tantos. Me sentaba en los altos brazos de una higuera a verle llegar. Desde arriba, como Daniel Boone, oteaba un recodo del camino en el paisaje, vigilaba la curva de la carretera por la que inevitablemente tendría que pasar su viejo Renault. Luego, cuando bajaba del coche, me acercaba corriendo a abrazarle, dejándome embriagar por su olor, por el precioso tacto de sus manos. Sin embargo, algo en él, tal vez su imponente presencia, retenía en parte mi ternura, y toda mi efusividad se transformaba pronto en tibio recibimiento. Después me mantenía alejado de él. ¡Pero cómo le amaba! Tan profundo que no llegaba a tocar el fondo con los pies.

En cajitas grises o doradas vamos guardando los recuerdos. Unos tan efímeros que se escapan apenas abres la tapa, sin llegar nunca a saber si fueron ciertos. Amontonamos allí otros más cercanos a la eternidad, que parecen más largos y reales. También se guardan esos que ni siquiera sabes si te pertenecen, si son tuyos o robados, si los tomaste prestados de un libro o una película, o de entre los cuentos que olvidaste. Muy pocos, poquísimos, titilan brillando inalcanzables desde el fondo oscuro de la caja. Esas ínfimas estrellas son los verdaderos recuerdos, ya sean piadosos o infernales. Unos están bruñidos con esmero, coloreados por la memoria, otros ocultos en la neblina de nuestra confusión. Remembranzas fugaces que vemos caer desde el universo del alma mientras pedimos un deseo: no perder ni uno más.

La primera vez que vi a mi padre fue un momento inolvidable, algo que se fijó en mi mente con determinación. Quizá, porque traía un enorme coche de juguete entre las manos. Era un jeep amarillo, con una sirena roja que se encendía y sonaba y giraba de verdad.

El señor desconocido y vestido de gris, alargando los brazos, me entregó aquel prodigioso cacharro con cierto ceremonial, tímido y anhelante a un tiempo. Luego me besó varias veces, con visible congoja. Cogiéndome por los hombros, me zarandeó suavemente mientras decía palabras que no recuerdo pero puedo imaginar. Poco más. Una puerta entreabierta, los crujidos del suelo de madera, una canción, un olor que ya para siempre sería inconfundible, unas manos grandes, un juguete, un jeep amarillo con sirena roja...

Me recreo en la escena. Papá regresa de un largo viaje, un viaje que ya dura más de cinco años, los que yo cumplo ese día, un lunes de octubre. Ha escrito cientos de cartas a mamá y en todas ellas hay una postal para mí. Decenas de tarjetas con fotos de animales salvajes, exóticos guerreros o aviones, y en la parte de atrás, cien mil palabras que no entiendo. Fotografías. Eso había sido él hasta entonces para mí, y yo para él. No conoce a su hijo.

Apenas ha escuchado sus balbuceos o sus primeras palabras por el auricular de un teléfono y no le ha visto aún en colores. Sólo en blanco y negro, y casi siempre algo desenfocado. Eso había sido yo hasta entonces para él. Una imagen grisácea, un niño descolorido, un pequeño bastardo distante y silencioso. Una posibilidad casi irreal.

—Soy el que durante años te ha mandado todas esas fotos de animales, ¿sabes? El que te decía te quiero por el teléfono. Ven aquí, mi pequeño Luis, dame otro abrazo, y otro más... Abraza fuerte a tu padre.

Un raro impulso tira de mí, me cuelgo de su cuello y me hundo en él como sólo sé hacerlo en la almohada. Un placer conciliador. Entre sus brazos me siento extrañamente seguro. Un calor inédito me ahoga, me enciende el pecho y las orejas. Intento recordar o imaginar un poco más atrás, sólo unos minutos antes.

El sube por la escalera de madera. Los escalones crepitan a cada paso. Ese sonido va erizando la templanza de mi madre. Ella quiere a toda costa disimular el ansia, sus cada vez más contradictorios sentimientos. Toda la ira, toda la alegría, todo el desprecio, todo su impúber e impaciente amor. Meticulosamente desaliñada, oliendo a jabón, destilando deseo e impaciencia. Intenta borrar de sus labios el excesivo carmín, la tonta sonrisa tonta.

—¡Vas a conocer a papá, por fin vas a conocerle!

Cinco años después se anticipa a sus nudillos y abre como quien no espera. Como quien justo va a salir. Como quien no esperara tener que abrir. Aunque, ansiosa, desde el balcón le haya visto bajar del tren; aunque detrás de los visillos haya seguido cada metro del corto recorrido hasta el jardín; aunque haya escuchado atentamente cada paso subiendo la escalera. En el primer encuentro se miran sin mirar y se abrazan y se besan brevemente, casi como extraños. En la radio, los Mamas and the Papas cantan
Monday, Monday.
Es la música apropiada. Todo suena a que la dicha y la esperanza vencerán ese lunes todos los reproches, todo el rencor. Luego salimos, tal vez a pasear y a comer en una terraza. ¡Qué día tan feliz! Al caer el sol regresamos. Aquella noche no pude dormir con ella. Poco a poco fui perdiendo mi sitio en la cama de mi madre. Aquel tipo me lo había arrebatado. Más tarde el hastío y el resentimiento se lo arrebatarían también a él. Así sucedió, aunque durante unos años, no recuerdo cuántos, el amor entre ellos mereciera ser así llamado.

A la mañana siguiente mamá me levanta temprano.

Está preciosa, especialmente hermosa. Me lava la cara en la palangana, me moja el pelo con la toalla empapada y escurrida, me repeina, me repasa, traza bien recta la raya del pelo, me araña con las púas del peine una vez más, me echa un poco más de colonia y polvos de talco, me ajusta la ropa, me sacude el culo, me lleva hasta la puerta. Yo aún somnoliento, camino torpemente dejando tras de mí huellas de Kanfort negro. Puedo verme impecable, reflejado en el oscuro brillo de mis zapatos. También veo la imagen de mi madre y del señor de gris que no conozco y que dice ser mi padre. Ahora cubre su traje con una gabardina. Sus manos grandes, muy abiertas, recorren la espalda de mamá, acarician del cuello hasta las nalgas una y otra vez. Atrapan la cintura, aprietan el culo, arrebatan su cuerpo. Retozan lentas y se posan en la nuca, o tapan tiernamente las orejas, o lisonjean las mejillas mientras su boca besa la boca de mi madre. Una y otra vez, ajenos a mi presencia. Lloran o ríen, con ternura, y se abrazan con fuerza. Yo espero paciente y cabizbajo que acaben las cobas. Espero junto a una robusta maleta de piel desgastada. Está llena de etiquetas con dibujos y palabras que no sé leer, pero que seguro suenan a lugar extraño y muy lejano. Sobre todo se repite una: Hotel. La conozco bien pues está escrita a la entrada de mi casa. Bajamos al comedor. Café, tostadas y delicadas porciones de margarina en forma de flor, miel, zumo de naranja, café para ellos y para mí un Colacao.

Desayunamos de forma un tanto precipitada. No podemos perder el tren para Madrid, ni papá puede perder su avión. Aquella palabra mágica me acompañaría ya siempre. Mi padre era aviador, volaba en extraños, ruidosos y bellísimos aparatos. Acababa de conocerle pero, al parecer, tendría que pasar mucho tiempo hasta que pudiera volver a verlo. Debía salir pitando hacia ese lugar misterioso del que anteayer había regresado. Una selva inmensa llena de cocodrilos, tarántulas, leones, elefantes, boas, jirafas, monos, escorpiones, monjas y caníbales. Todo lo que había visto en las postales.

Tenía que volver a la guerra del Congo. No sabía bien qué era una guerra, ni qué era el Congo, pero sí que estaba tan lejos que no llegaban los trenes, tal vez al otro lado del mundo, y que allí todos menos mi padre tenían la piel muy negra.

Conocí a papá ese día tan chocante, tan bello, tan lejano, y desde entonces, aun sin verle, le amé profundamente. De ese modo en que sólo se aman padres e hijos.

Un amor puro, incondicional, capicúa, inevitable. Posiblemente el más sincero y desinteresado. No hay dolores titánicos ni partos de por medio, ni carne de la carne, no crecí dentro de él, ni di pataditas en su vientre, no estuvimos unidos por un cordón de sangre. Ni siquiera nos rozamos hasta que pasaron cinco años, pero ahí estaba el amor, todo el amor, poderoso, vibrando en el corazón de un niño, en el corazón que se recoge o se expande, que late combatiendo el miedo y la desesperanza. En el centro exacto de mi alma.

Un año después regresó herido. Vencido y angustiado por asuntos o derrotas que escapaban todavía a mi corta comprensión. Ya en España, tuvo que pasar aún otro año, yo tendría siete entonces, para que papá viniera a vivir con nosotros, conmigo y con mamá. Detrás de él dejó otros hijos, mis hermanos, otras mujeres, otras vidas. En aquellos años dolientes de la dictadura, en aquellos días dictados y sombríos, aquel gesto imprudente, la bigamia o la trigamia, de saberse, podían suponer una enorme deshonra. Un gravísimo insulto a la moralidad, lo que llenó su vida, nuestras vidas, de tristezas y desasosiegos, de añoranzas e incomprensiones, de infamias y falsedades. A pesar de todo aquel nefasto enredo, mi padre siempre fue un hombre honorable. Él, que tanto tuvo que mentir, siempre quiso creer en aquello de que «la verdad conquista el mundo». No mentía, sólo se equivocaba, esquivaba. Era sólo un crío grande, valeroso y honesto obligado a inventar historias para salvarse de una o de otra. Las temía. Las mujeres que se cruzaron en su vida, para bien o para mal, llenaron su corazón de dolor e incertidumbre. Le empujaron de una u otra manera a la mentira y la huida, al miedo en definitiva. Él, que sólo conocía el valor, que no temió a las balas, ni a las garras de los hombres o las fieras, ni al frío, el hambre o la sed, se vio doblegado por un par de damas. Aquella «verdad» que él soñó quedó apagada en ellas, en las feroces hembras. No lo pudo soportar y escapó lo más lejos posible. Pero tuvo que regresar. Casi siempre se acaba regresando.

Ahora mi padre se extingue. Mi pobre madre envejece. Mis hermanos siguen siendo imágenes difusas, personas queridas pero extrañas. Y a mi hijo se le corroe la infancia lejos de mí, casi sin mí.

Y yo ya sólo soy una sombra de mí mismo. Lo que queda del pequeño Luis; por no ver, cierra los ojos, o finge que duerme, o rebusca en los sueños que ya no sueña. Entre la luz y la sombra que de forma inevitable llegará, no hay para mí mucha diferencia. La tristeza y la alegría ya son idénticas, dos medrosas e impotentes furcias. Poco o nada me conmueve y eso me aterra. Invento pasados para redimir el presente. ¿Quién sabe qué es real o ficticio? ¿Puede alguien decirme dónde está la verdad? Su voz canta en mi memoria. Casi todo cuanto sé lo aprendí de él, a pesar suyo. Cuantas cosas me decía papá, sin venir a cuento, sin saber de dónde venían las palabras. De su voz exótica manaban tan extraordinarias como sencillas, extrañas, infrecuentes. Adornadas siempre con la singular candidez de la naturaleza de la que provenían, en la que se fundían. Con la grandeza de la vida, de la nada, de la muerte, de los aviones y de los viajes. Luego llegó el silencio, un silencio severo, mohoso, cortante, forjado en un millón de días errados. La indiferencia se alzó entre nosotros como una verja alta y herí umbrosa, de aspecto insalvable. Pero hay instantes en los que todavía me basta con cerrar los ojos y... y estoy entre sus brazos, apoyando mi cabeza en su pecho, respirando los dos suavemente... hay momentos en los que me basta cerrar los ojos y... estoy con él, en casa, resguardado... hay momentos en los que ese inmenso sueño parece para siempre... en los que parece que ese sueño siempre ha sido así... y que así será... algún día.

D
E VUELTA A CASA, UN LUGAR TAMBIÉN LLAMADO INFIERNO

Regresé a Madrid con urgencia por reencontrarme con él, con Nadia, aunque no estuviera. Angustiado por romper tanto silencio, tanto desencuentro. Con la esperanza de reconocer aún a mi padre, a mi mujer, que los dos me reconocieran. Que los dos me perdonaran. No quedaba apenas tiempo. ¿Cómo había llegado todo hasta este extremo? No era capaz de responder esa pregunta. Aterricé en Barajas con la firme decisión de llamar a Nadia nada más bajar del avión, decirle «vuelve cuanto antes, he llegado, estoy aquí, aguardándote». Pero no lo hice. Mientras esperaba que la cinta giratoria me devolviera el equipaje, tomé la decisión de ir de inmediato a ver a mi padre. Pero tampoco lo hice. Al subir al taxi, escuché cómo mi voz daba al chófer la dirección de mi casa. En el asiento de atrás, mientras el taxista intentaba en vano entablar conversación sobre el tráfico infernal o la puta Liga, yo me iba hundiendo en las tinieblas de la incertidumbre. El niño que aún deseaba saltar al cuello de papá, dormir entre sus brazos, respirar ese aroma inconfundible que tanto me serenaba, luchaba por contener lágrimas y sollozos. No vayas todavía, espera. No la llames. Dentro de mí, también gritaba ese perverso e ignorante adolescente que nunca supo bien a quién culpar de tantas cosas. Ese que fue guardando pequeños resentimientos, reproches negros, verdes y grises, también para su padre y su madre. Pobre idiota. Una vez en casa, encendí la chimenea, conecté la calefacción y desconecté el teléfono. Dispuse no salir de allí y no abrir la puerta a nadie. Tenía algo de comida en el congelador, quedaba algo de leña, y un cartón de cigarrillos. Era más que suficiente. En la cajita del hachís tenía una china envuelta en unos cuantos papelillos. Frente a la chimenea desmenucé el polen y lié un pitillo. Tras unas cuantas caladas me sentí embriagado y ajeno, algo más alejado de casi todo. Así pasaré unos días, pensé. Colocado y sumido en una radiante soledad, en un oscuro silencio. Pensando, escribiendo, dormitando. No conseguía llorar. Necesitaba el llanto como se necesita el vómito tras una indigestión, pero éste llega sólo cuando tu alma lo desea, jamás cuando lo llamas.

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