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El hombre del baobab (2 page)

BOOK: El hombre del baobab
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B
LANCO, GRIS Y NEGRO

Aquella noche cumplía años. Luis había nacido una lluviosa madrugada de 1960 hacía ya treinta y seis. Después de una cena frugal, mediocre, encendió un cigarrillo ávido de la fumada y abrió un libro que tenía siempre a mano, uno que le dolía y que se le resistía. Aspiró unas profundas bocanadas y ojeó unas páginas sin detenerse demasiado en ellas. Luego abrió una ventana y miró el atardecer. Inundó la estancia un intenso olor a tierra mojada. Imaginó lejano un tractor que tiraba de un arado, de unas enormes azadas que arañaban la tierra doliente, desgarrándola, dejando profundos surcos, levantando terrones y aromas entrañables. El sol rompió el inmenso gris e inflamó una buena porción del horizonte. El cielo agonizante quedó tiznado de malvas y anaranjados intensos, inverosímiles. Si ella estuviera aquí, pensó, si pudiera ver este cielo ahora, a mi lado. Aquel divino relieve de la luz en las nubes sobrecogió aún más su ya mermado ánimo.

Qué absurdo es perturbarse así ante la belleza, se lamentó, qué disparate conmoverse así por nada, qué absurdo es todo. ¿Qué hay detrás de cada emoción?, preguntó a Dios su pensamiento. Él, como era de esperar, no respondió. Abrió de nuevo ese libro que amaba y rechazaba a un tiempo.
Cantinelas de un niño roto,
se titulaba. Las páginas le abanicaron refrescando su rostro al pasarlas con el pulgar. Se detuvo y leyó en la línea más insospechada.

Tal vez los hechos, sus hechos y los míos, ya lo digan todo. La vida es ilógica en sí misma, grotesca en su origen y en su fin...

Ésa fue la única respuesta que obtuvo. ¿Estarán realmente todas en los libros?, se preguntó. ¿Qué podía esperar de la vida? ¿Qué tenía?

Un padre viejo, arrinconado y moribundo. Lina madre incomprensible, perdida en el desafecto. Un hijo que le olvidaba, que se alejaba, que ya no le buscaba, que apenas le abrazaba, que parecía haber dejado de quererle. Una mujer que le había perdido y otra que pronto le perdería. Sólo unos cuantos ángeles amados desvaneciéndose en la memoria, caídos, irrecuperables. Todo en una existencia que juzgaba no pertenecerle, que apenas le concernía. Su aflicción era lo único que juzgaba real, casi palpable. Siguió leyendo, fumando y cavilando. La adolescencia de su hijo y la senectud de su padre le apesadumbraban de forma brutal.

Abrió por otra página sin pensar...

... en la pubertad queremos, a toda costa, olvidar la infancia, dejarla atrás cuanto antes, lejana, inexistente, vergonzante. Luego, superado el largo, caótico y estúpido periodo de la mocedad, esa sucesión de años absurdos, nos desvivimos en reinventarla, en intentar recuperar briznas de la niñez perdida.

Pero es una pretensión casi imposible. Quedó hecha añicos. Hay a quien eso le trae sin cuidado, porque nunca fueron niños o no llegaron a gozar de serlo. Pero otros, lloran con enorme desconsuelo al darse cuenta, al descubrir que realmente consiguieron olvidar. Y así seguimos adelante, desmemoriados, eterna y secretamente afligidos, cada vez más turbados y más necios, más desamparados, más solos. Así hasta la vejez, si hay suerte, dicen. En ella caemos doblados desbaratados, descosidos, sin darnos cuenta apenas. Y es en ella cuando, sin pretenderlo, conseguimos recordar todo aquel gozo inconsecuente de ser niños. ¡Qué impiedad! La caprichosa inocencia, aquella que despreciamos, nos reencuentra ya vencidos, para regodearse en la venganza. ¡Estás muerto!, nos dice, o morirás pronto, ¡maldito! Nada queda de ti, de quien fuiste a mi lado. Nada queda de ti cuando tú eras yo, de mí cuando yo era tú. Y ese niño inhumano que nos acompaña inerte, que rehúsa los abrazos, que desecha la ternura o la clemencia, nos susurrará al oído hasta el último instante, hasta el último aliento, recordándonos todo lo que malgastamos, todo lo que derrochamos, todo lo perdido en décadas de vacío... Los días, todos los días vividos entre gozos y desdichas, terminan convirtiéndose en olvido, y desde allí van oprimiendo el corazón, afligiendo el alma de una u otra manera...

¿Adónde nos lleva la vida?, preguntó de nuevo a Dios, y se preguntó mientras apagaba el pitillo contra el vidrio ya empañado, como sus ojos. Cayó el ascua sobre la moqueta chamuscándola, cayeron centellitas sobre la camisa atravesándola, resbaló una lágrima hasta quemar sus labios entreabiertos. Con la colilla aún humeante entre los dedos escribió un nombre en el vaho que cubría el cristal: Nadia... Buscó dejar de pensar en ella leyendo una veintena de páginas seguidas. Luego, cerró el libro, atormentado, y miró largo rato unas fotografías. Garabateó algunas palabras en un cuaderno. Ya tarde se acostó y lloró quedamente hasta quedar dormido, muy mal dormido.

Pasó la noche entre velas y pesadillas, entre sudores fríos y confusos pensamientos. Cuando ya se acercaba la hora de despertar, pareció llegarle el sueño más profundo, en muy mal momento. Pronto repiquetearía el reloj y no podría desoír esa llamada. Había que llegar con tiempo suficiente al aeropuerto. Posiblemente tendría que arrastrar fuera de la cama a su padre. Vestirlo, arrancarlo con mano firme de la letal rutina a la que se aferraba. O tal vez papá le esperara ya despierto, ansioso, encabronado, dispuesto a dar batalla, a demorar o evitar emprender viaje. Un éxodo a regañadientes que probablemente arrastraría a los dos mucho más allá de cualquier añoranza, de toda la vida perdida, de cualquier propósito. Eso esperaba él. Esa madrugada casi insomne podía haber sido la última, o tal vez la primera, pensó. Lo que era seguro es que desde ese amanecer todo sería distinto, otra cosa...

A las siete menos cinco, por fin, pasó un taxi. Levantó la mano con desgana para detenerlo. Entró en el coche muy aturdido, muy abatido, muy somnoliento. Asqueado y con náuseas. El silencio y la quietud se iban rompiendo con la creciente luz del día. A las diez deberían estar en Barajas y aún tenía que pasar a por su padre, apremió al chófer. Llegarían tarde.

El coche apestaba a anís, sudor agrio, a cenicero rancio. ¿Puede ir más deprisa?, por favor, urgió de nuevo al taxista lento hasta la exasperación. Éste, como única réplica, lo miró de soslayo con cierto desprecio y farfulló algo con un palillo en la boca y tono chulesco. De tanto en tanto levantó aún más el pie del acelerador. ¡Maldito cabrón! El sólo quería recoger a papá lo antes posible, llegar a la terminal, embarcar entre los primeros, despegar mucho antes de que marchitara la loca idea de emprender aquel viaje. Reclinar el asiento y tomar un Orfidal con una reconfortante taza de té. Que ya no hubiera vuelta atrás. Sintió un gran deseo de dormir, de morir, una vez más. Como una leve fiebre llena de desconsuelo...

P
ENÚLTIMOS PENSAMIENTOS (AVANT-DERNIÈRES PENSÉES)

Había decidido hacerlo no tanto por desesperación como por desfallecimiento, por la absoluta e insufrible extenuación que le producía vivir. No era una idea nueva. Y más que aprensión, llegaba a sentir una malsana curiosidad ante la posibilidad, ya certera, de emprender el postrero viaje. En cierto modo sería como cambiar de casa, de lugar, de entorno, si es que en
el lado de allá
existía alguno. ¿Sería realmente eterno el descanso? Siempre da pereza hacer mudanzas, pero luego suele merecer la pena el cambio, pensó. Además, pocos aparejos hacían falta para esa travesía. Lo complicado era emprenderla, soltar amarras, despegar. Aún no tenía muy claro de qué forma llevaría a cabo el veredicto, cómo ejecutaría la mortal sentencia. No es fácil quitarse la vida, aunque a veces pueda parecer tan sencillo perderla. De tanto en tanto meditaba sobre ello. Hallaría el modo, el menos doloroso, el más plácido. Su padre daría pronto esa zancada, o ese pasito, ya era inevitable. Un pequeño o un gran lance, según se mire, según quienes miren. Depende de a quién toque plegar los ojos para siempre y de qué modo. Estaba a punto de morir. Estaban a punto de morir los dos, cada uno a su manera, cada uno llevado por sus particulares razones y sinrazones. Él, con aceptación, con arresto, casi con deseo, aunque suene obsceno sugerirlo. Con salud de hierro, saldría al encuentro de la pecaminosa muerte, casi impaciente. Su padre todo lo contrario. Se había topado con ella de mala manera, de la más infame para el peor de los hipocondríacos. Después de haberla burlado varias veces en su juventud, después de una larga vida de aprensión, obviándola, no pensándola, esquivando cualquier palabra, visión o pensamiento que pudiera recordarle su posibilidad, fue la parca la que fijó su mirada en él, en sus entrañas, encaprichándose de ellas.

La enfermedad y el pánico le tenían acorralado, sumido en la más absoluta cobardía ante el ya ineludible trance. La inminente expiración del padre, lejos de amedrentar al prometido suicida, sirvió para alentarle en lo más íntimo, para darle el ánimo que le faltaba. Así, de algún modo, acompañaría a su progenitor en ese viaje tal vez hacia la nada, tal vez hacia un lugar palpable o etéreo, pero completamente nuevo. Absolutamente desconocido, probablemente mejor que éste.

Antes de hacerlo, del éxodo definitivo, había decidido emprender junto a su padre otra travesía más terrenal y breve, la que el tiempo permitiera. Un último itinerario compartido antes de la gran ausencia. Los doctores, ejerciendo su indeseable papel de agoreros, pronosticaban para su padre de seis meses a un año, a lo sumo. Podría ser algo más o algo menos, pero en cualquier caso ya no quedaba mucho, sentenciaban con comedida y distante condolencia. Desaconsejaban que viajara a cualquier lugar que no fuera, llegado el momento, la unidad de paliativos de un hospital. Y por lo que él podía leer en los ojos del anciano, los médicos no andaban errados en su luctuoso vaticinio. Pero eso no iba a desanimarle.

No albergaba ninguna intención de comunicar sus ocultos propósitos. Intentaría no hablar demasiado de aquel
excéntrico
viaje con su padre moribundo, y por supuesto nada diría a nadie de su intención de eliminarse. Nada debía levantar sospechas. Aunque le sobraran motivos a nadie deseaba explicarlos. Ninguno los entendería en el caso de tomarse la molestia de intentar comprender. Se iría sin hacer ruido, sin pistas, sin preavisos, sin conmovedoras o trágicas escenitas, sin notas a la enlutada viuda o al solemne juez. Pero antes de inmolarse, se dijo, tal vez debería conceder cierto espacio a la cortesía, a la cordura, a la buena educación. Despedirse amablemente de las personas bienamadas, que no eran muchas. No le llevaría mucho tiempo hacer un par de brevísimas visitas, tal vez escribir algunas cartas, tres o cuatro, cinco como mucho. Adioses fugitivos, sinceros, que intentarían desdramatizar el amargo trance, aliviar a los que dejaba atrás, abajo. No intentaría hacerles comprender, no buscaría justificarse, ni dar por buenas sus razones. Vendrían a decir «hasta más ver». Prefiero esto, prefiero marcharme de aquí, ya no comprendo nada, ni os comprendo a vosotros, ni me comprendo a mí mismo. Estaré bien, mucho mejor, tratad de entendedlo, y ¡buena suerte! O al menos respetad mi decisión e intentad no sufrir por ella. Debí haberla tomado hace mucho tiempo. Por encima de todo no hagáis un melodrama de todo esto. De algo, al fin, tan intrascendente...

Aquella mañana abrió los ojos con la amargura y el desconcierto que dejan los malos sueños, los duermevelas. Una sensación que no terminaba de abandonarle a medida que avanzaba el día, mientras se encaminaba a una pesadilla después de despertar de otra.

En el sueño se vio con su padre en una playa solitaria, inmensa, anochecida. El parecía ser pequeño aunque se expresaba con voz y razonamientos adultos. Su padre unas veces tenía la apariencia y el comportamiento de un anciano, otras la de un niño. Así, entre palabras y silencios, leían junto a una hoguera, o jugaban a romper las olas a patadas, o chapoteaban sin importarles el frío y la oscuridad, o dibujaban con una vara extrañas figuras en la arena fosforescente. Parecían recuperar el tiempo y los afectos perdidos. A pesar de lo surrealista de la escena, ésta era plácida, en algo idílica. Eso cambió en un momento dado. Mientras secaba la cabeza de su padre con una toalla, reprendiéndole por no estarse quieto, decidió con urgencia llegado el momento de regresar a casa. Una aprensión terrible, sobrecogedora, un miedo indescriptible le empujaba a salir de allí a toda prisa. Sin darles tiempo a reaccionar, el cielo se oscureció lóbrego y cayó sobre ellos como una colosal manta, cubriéndoles, aplastándoles. Acto seguido, su padre yacía en el negro arenal suplicándole a gritos que le inyectara cuanto antes un calmante. El buscaba torpemente en los bolsillos llenos de arenilla las agujas, las jeringuillas, las ampollas, pero todo le resbalaba de las manos húmedas, pegajosas, temblonas. Su padre, entre alaridos, empalidecía por momentos, su nariz se afilaba, se alargaba visiblemente, las cuencas se le hundían, todo su rostro se transformaba en un gesto aterrador. Los ojos suplicaban apagándose bajo unos párpados mortecinos, casi transparentes. Babeaba, gorgoteaba asfixiándose. Al cabo, encontró con dificultad la vena oscura y pinchó en ella. Vació el contenido en el escaso torrente de sangre negra. Luego recargó la cánula y clavó la saeta en su propio brazo, inyectando una cantidad similar de droga. Las sobredosis del sedante hicieron pronto efecto. Tumbados y cogidos de la mano miraban las estrellas dispuestos a volar hacia ellas, a partir y seguir juntos tras la muerte...

Despertó asfixiándose en una intolerable agonía. Pero era una idea. Tal vez lo había leído en alguna parte, en algún libro, antes de haberlo convertido en sueño. La morfina era una posibilidad a tener muy en cuenta, tal vez la mejor manera de morir. Una buena dosis y adiós. Cavilaba sobre lo sencillo que sería cuando el taxi se detuvo frente al portal de la casa de su madre. Rebuscó en el bolsillo y pagó el insufrible trayecto a aquella bestia maloliente. Aún conservaba una copia de la llave de la puerta. Antes de abrir dio unos pasos atrás y miró fachada arriba hasta detener la vista en la ventana iluminada. Como siempre, arrepentido de llegar hasta allí.

R
AZONES PARA NO AMAR

Me gusta entretener la voz en los palacios de la aurora. Contenerla lejos de las cavernas del sol y de la luz. Acallarla al describir la penumbra o ennoblecerla al evocar el esplendor de las estrellas más calladas. Recrearla en la única cara que la Luna nos enseña. Alzarla al detallar la seda de su rostro cuando aún era mi rostro, el reverso de sus manos cuando aún eran las mías, o el tacto divino de su boca, la única ocupación entonces de mis labios...

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