Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–¡Maldita sea! No me digan que esto es una planta fosforescente, es sólo una maleza. No conoceré yo las malezas. Alcánceme el rastrillo, Bernard.
Un hombrecito de negro le alcanzó el rastrillo y dijo:
–Mi nombre es Walter, doctor @kins.
–Y ése es todo su problema –gruñó @kins, arrancando unos tallos de un rojo carmesí. Los tallos cambiaron de color en una histeria prismática y emitieron un lamento que demostró que la planta no era una variedad fosforescente, ni una maleza, sino el desconcertante sauce venusiano.
@kins la miró con malos ojos, observando como caían las semillas aladas. Luego clavó la mirada en el hombrecito:
–Escapatoria semántica, Bernard. Usted vive de rótulos, no de objetos. Así se escapa del mundo. ¿De qué huye, Bernard?
–Tenía la esperanza de que me lo dijera usted, doctor @kins –replicó Walter.
Powell, inmóvil, gozaba del espectáculo. Era como una ilustración de una Biblia primitiva. Sam, un Mesías de mal carácter, miraba fijamente a sus humildes discípulos. Alrededor, las brillantes piedras de sílice del jardín, mezcladas con las secas plantas de Venus, de abigarrados colores. Arriba, una luz enceguecedora y nacarada, y en el fondo, hasta donde alcanzaba la vista, las tierras estériles de Venus, rojas, purpúreas y violáceas.
@kins bufó dirigiéndose a Walter Bernard.
–Me recuerda usted a la pelirroja. ¿Dónde está esa falsa cortesana?
Una bonita pelirroja se abrió paso a codazos entre la multitud y sonrió afectuosamente:
–Aquí estoy, doctor @kins.
–Bueno, no se contonee por el nombre que le he dado.
@kins la miró frunciendo el entrecejo y continuó en el nivel TP–:
Está usted muy satisfecha de sí misma porque es una mujer, ¿no es cierto? Ha encontrado un sustituto de la vida real. Ha encontrado una fantasía adecuada. «Soy una mujer» , se dice a sí misma. «Por lo tanto los hombres me desean. Me basta con saber que podría ser de miles de hombres, si los dejase». ¡Tonterías! No puede escaparse por ese camino. El sexo no es una máscara. La vida no es una máscara. La virginidad no es una apoteosis.
@kins esperó pacientemente una respuesta, pero la muchacha se limitó a sonreír y a adoptar una afectada actitud. Al fin @kins estalló:
–¿Nadie ha oído qué le dije a esta mujer?
–¡Yo, profesor!
–¡Lincoln Powell! ¡No! ¿Qué haces aquí? ¿De dónde has salido?
–De la Tierra, Sam. Vengo para una consulta y no puedo entretenerme mucho. Tengo que volver en el próximo cohete.
–¿No podrías haberme llamado por el teléfono interplanetario?
–Es algo complicado, Sam. Se requiere un poco de telepatía. Se trata del caso DʼCourtney.
–Oh. Ah. Hum. Bueno. Estaré contigo dentro de un minuto. Haré que te sirvan algo.
–@kins lanzó un anuncio explosivo–:
¡SALLY! ¡VISITAS!
Un miembro del rebaño de @kins trastabilló inexplicablemente, y Sam se volvió hacia él, excitado.
–¿Ha oído? ¿No es cierto?
–No, señor. No he oído nada.
–Sí, ha oído. Una transmisión TP.
–No, doctor @kins.
–Entonces, ¿por qué dio un salto?
–Me picó una chinche.
–No es cierto –rugió @kins–. En mi jardín no hay chinches. Oyó cómo le gritaba a mi mujer. –Y enseguida comenzó a hacer un terrible barullo:
–TODOS PUEDEN OÍRME. NO DIGAN QUE NO PUEDEN. ¿NO QUIEREN QUE LOS AYUDE? RESPONDAN. VAMOS. ¡RESPONDAN!
Powell encontró a Sally @kins en el fresco y espacioso vestíbulo de la casa. El cielo raso se abría al aire. Nunca llovía en aquel planeta. Una cúpula plástica bastaba para protegerse del cielo, que resplandecía durante las setecientas horas del día venusiano. Y cuando comenzaba el frío mortal de la noche de setecientas horas, el matrimonio @kins empacaba simplemente sus bultos y volvía a su casa con calefacción de Venusburg. Todos en Venus vivían en ciclos de treinta días.
Sam entró corriendo en el vestíbulo y se bebió un cuarto de litro de agua helada.
–
Diez créditos en el mercado negro
–le dijo a Powell–.
¿Sabías eso? Tenemos un mercado negro de agua en Venus. ¿Qué demonios hace la policía? No te preocupes, Linc. Ya sé que no es tu jurisdicción. ¿Qué pasa con DʼCourtney?
Powell expuso su problema. El recuerdo histérico que Barbara DʼCourtney tenía de la muerte de su padre era susceptible de dos interpretaciones. O Reich había matado a DʼCourtney, o sólo había sido un testigo del suicidio de DʼCourtney. El Viejo Moisés querría que se lo explicaran.
–Ya veo. La respuesta es sí. DʼCourtney se suicidó.
–¿Se suicidó? ¿Cómo?
–Estaba derrumbándose. Su estructura de adaptación estaba ya resquebrajada. Estaba retrogradando empujado por una exhaustación emocional y en el borde de la autodestrucción. Por eso mismo volé a la Tierra, para impedírselo.
–Hum. Esto sí que es una sorpresa. Entonces, pudo haberse destrozado la nuca, ¿eh?
–¿Cómo? ¿Destrozado la nuca?
–Sí. Éste es el retrato. No sabemos qué arma usó, pero…
–Un momento. Ahora puedo ayudarte de veras. Si DʼCourtney murió de ese modo, indudablemente no se suicidó.
–¿Por qué no?
–Porque tenía la obsesión de los venenos. Había decidido matarse con narcóticos. Ya conoces a los suicidas, Linc.
Una vez que han elegido una forma particular de morir, no cambian nunca. DʼCourtney tuvo que haber sido asesinado.
–Ahora estamos apresurándonos demasiado, Sam. Dime, ¿por qué DʼCourtney había decidido morir envenenado?
–¿Te haces el gracioso? Si lo hubiese sabido, todo habría sido distinto. Esto no me hace muy feliz. Reich arruinó mi caso. Yo hubiera podido salvara DʼCourtney. Yo…
–¿No llegaste a sospechar por qué DʼCourtney estaba derrumbándose?
–Sí. Quería llevar a cabo algo drástico para escapar a un sentimiento de culpabilidad.
–¿Culpabilidad de qué?
–Su descendiente.
–¿Bárbara? ¿Por qué? ¿Cómo?
–No lo sé. Luchaba contra símbolos irracionales de abandono…, deserción…, vergüenza…, aversión…, cobardía. Íbamos a trabajar en eso. No sé más.
–¿Pudo haberse enterado Reich? El Viejo Moisés querrá saberlo de veras. Cuando le presentemos el caso…
–Reich pudo sospechar quizá… No. Imposible. Habría necesitado la ayuda de algún ésper para…
–Sigue, Sam. Estás ocultándome algo. Me gustaría saberlo. Si me dejases…
–Adelante. Te abro mi mente.
–No trates de ayudarme. Lo confundirás todo… Tranquilo, veamos…, asociación con una fiesta…, reunión…, conversación en una fiesta. El mes pasado. Gus Tate es un experto, pero necesitaba ayuda para un paciente parecido al tuyo, dijo. Si Tate necesita ayuda, pensaste, también la necesitará Ben Reich.
–Powell estaba tan trastornado que habló en voz alta–: Bueno, ¡qué te parece el telépata!
–¿Qué me parece qué?
–Gus Tate estaba en la fiesta de Beaumont la noche en que mataron a DʼCourtney. Había ido con Reich, pero yo esperaba…
–¡Linc, no lo creo!
–Yo tampoco podía creerlo, pero ahí está. El pequeño Gus Tate es el experto de Reich. El pequeño Gus trabajó para él. Te sacó la información y se la pasó al asesino. Pobre viejo Gus. ¿Qué valen ahora los votos del gremio?
–¡Qué vale ahora la demolición! –respondió @kins ferozmente.
De alguna parte, del interior de la casa, vino un anuncio de Sally @kins.
–Linc, teléfono.
–¡Diablos! Sólo Mary sabe que estoy aquí. Espero que no le haya pasado nada a la muchacha DʼCourtney.
Powell atravesó de un salto el vestíbulo dirigiéndose a la cámara de fono-v. Vio, desde lejos, la cara de Beck en la pantalla. El teniente vio a Powell al mismo tiempo y agitó excitado las manos. Comenzó a hablar antes de que Powell pudiese oírlo.
–Me dio su número. Por suerte lo encontré, jefe. Tenemos veintiséis horas.
–Un momento, Beck. Comience desde el principio.
–El hombre de la rodopsina, el doctor Wilson Jordan, volvió de Calisto. Es ahora un hombre próspero gracias a Ben Reich. Hice un viaje con él. Estará en la Tierra unas veintiséis horas para arreglar sus asuntos, y luego se embarca otra vez para Calisto para vivir definitivamente de sus nuevos bienes. Si quiere sacarle algo, será mejor que vuelva enseguida.
–¿Hablará?
–No, jefe. Si fuese así, no lo llamaría. Jordan tiene el sarampión del dinero. Se siente además agradecido hacia Reich, quien (estoy citando sus palabras) se apartó generosamente en favor de Jordan y la justicia. Si quiere saber algo será mejor que vuelva a la Tierra y lo averigüe.
–Y éste –dijo Powell– es el laboratorio del gremio, doctor Jordan:
Jordan estaba impresionado. Todo el piso superior del edificio del gremio estaba dedicado a la investigación. Era un piso circular, de casi trescientos metros de diámetro, coronado por una doble capa de cuarzo capaz de dar a la habitación una claridad total o una total oscuridad, además de una luz monocroma de un décimo de angstrom. Ahora, a mediodía, la luz solar, ligeramente modulada y de un suave color de durazno, bañaba las mesas, los bancos, los aparatos de plata y cristal, y a los trabajadores de uniforme.
–¿Echamos un vistazo? –sugirió Powell.
–No tengo mucho tiempo, señor Powell, pero… –titubeó Jordan.
–Ya sé que no. Ha sido usted muy amable al concederme unas horas. Lo necesitamos tanto…
–¿Tiene algo que ver con DʼCourtney? –comenzó a decir Jordan.
–¿Quién? Oh, sí. El crimen. ¿Cómo se le ocurrió eso?
–Me han acosado –dijo Jordan sombrío.
–Le aseguro, doctor Jordan, que buscamos su consejo técnico, no que nos informe sobre un asunto criminal. ¿Qué interés puede tener un crimen para un hombre de ciencia?
Jordan se tranquilizó un poco.
–Cierto. Basta ver este laboratorio para comprenderlo.
–¿Damos una vuelta? –Powell tomó a Jordan por el brazo y transmitió a todo el laboratorio–:
¡Atención! ¡Prepárense para algo rápido!
Los técnicos del laboratorio, sin interrumpir el trabajo, respondieron con distintas burlas. Entre una salva de imágenes ridículas, se oyó la voz ronca de la calumnia:
–¿Quién se robó el tiempo, señor Powell?
–La frase se refería aparentemente a un oscuro episodio de la vida del «niño deshonesto» que nadie había logrado averiguar, pero que siempre hacía enrojecer a Powell. Lo mismo esta vez. Un silencioso cacareo llenó la habitación.
–No, esto es serio.
Todo el caso depende de algo que tengo que sonsacarle a este hombre.
El silencioso cacareo cesó instantáneamente.
–Éste es el doctor Wilson Jordan –anunció Powell–. Jordan se especializa en fisiología visual y posee ciertos informes que quiero que nos entregue. Háganlo sentirse paternal. Por favor, inventen problemas visuales y pídanle ayuda. Que hable.
Los técnicos se acercaron de a uno, en parejas, en manadas. Un investigador pelirrojo, que estaba trabajando en un dispositivo que recogería los impulsos TP, inventó rápidamente el hecho de que la transmisión TP era astigmática y requirió humildemente consejo. Un par de jóvenes bonitas, dedicadas al espinoso problema de la transmisión telepática a larga distancia, le preguntaron al doctor Jordan por qué motivo las imágenes visuales aparecían siempre con los colores un poco alterados, lo que no era cierto. El grupo japonés de expertos en el nódulo extrasensorio, centros de la perceptibilidad TP, insistió en que el nódulo y el nervio óptico formaban un circuito (no había nada parecido) y asaltaron al doctor Jordan con murmullos corteses y pruebas falsas.
A la 1 p.m. Powell dijo:
–Lamento tener que interrumpirlo, doctor. Su hora ha terminado y tiene usted tareas importantes que…
–No es nada. No es nada –replicó Jordan–. Pues bien, mi querido doctor. Si corta usted transversalmente el nervio óptico…
A las 1.30 p.m. Powell volvió a señalar la hora.
–La una y media, doctor. Sale usted a las cinco. Creo, realmente…
–Hay tiempo. Hay tiempo. Mujeres y cohetes, ya sabe, hay siempre otros. Ocurre, mi querido señor, que en su admirable trabajo hay un error muy simple. Nunca ha tratado usted el nódulo vivo con un tinte vital. El de Ehrlich, por ejemplo, o un violeta genciánico. Yo sugeriría…
A las 2 p.m. el doctor Jordan, encendido y en éxtasis, confesó que odiaba la idea de hundirse en Calisto. No había allí hombres de ciencia. Nada de discusiones. Ningún magnífico seminario como éste.
A las 3 p.m. le confesó a Powell cómo había heredado esos bienes insensatos. Parecía que Craye DʼCourtney había sido alguna vez su dueño. El viejo Reich (el padre de Ben) se los ganó por medio de alguna trampa, y los puso a nombre de su mujer. Cuando la mujer murió, pasaron a su hijo. Aquel ladrón de Ben Reich tuvo quizá algún escrúpulo de conciencia pues los cedió a la justicia, y los azares de la justicia los pusieron en manos de Jordan.
–Y Reich tiene seguramente algo más en su conciencia –dijo Jordan–. ¡Las cosas que vi mientras trabajé con él! Pero los hombres de negocios son siempre un poco sinvergüenzas. ¿No le parece?
–No lo creo de Ben Reich –replicó Powell insistiendo en la nota noble–. No dejo de admirarlo.
–Claro. Claro –convino Jordan rápidamente–. Después de todo, Reich tiene conciencia. Eso es admirable, de veras. No quisiera que Reich pensase que yo…
–Naturalmente. –Powell se transformó en un conspirador cómplice y mostró a Jordan una cautivante sonrisa–. Como hombres de ciencia podemos lamentarlo, pero como hombres de mundo sólo nos restan alabanzas.
Jordan tomó efusivamente la mano de Powell.
–Usted me entiende.
A las 4 p.m. el doctor Jordan anunció a los genuflexos japoneses que comunicaría gustosamente sus investigaciones secretas sobre la púrpura visual con el solo objeto de ayudar a jóvenes tan simpáticos. Pasaba así la antorcha a la futura generación. Con los ojos húmedos y la garganta enronquecida por la emoción, describió minuciosamente el ionizador de rodopsina que había desarrollado para Monarch.
A las 5 p.m. los hombres de ciencia del gremio escoltaron al doctor Jordan hasta el cohete de Calisto. Le llenaron la cabina de flores y regalos; le llenaron los oídos de agradecidos testimonios. Y Jordan partió para el cuarto satélite de Júpiter, con la agradable sensación de haber beneficiado a la ciencia sin traicionar a su benemérito y generoso patrón, el señor Benjamin Reich.