Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Hope alzó el arma y apuntó.
El viejo O'Connell parecía confundido.
—¡Eh! —dijo bruscamente—. Es al puñetero chico a quien quieren, no a mí.
Todo se había vuelto súbitamente grotesco: cada color más brillante, cada sonido más fuerte, cada olor más penetrante. La propia respiración de Hope resonaba en sus oídos atropelladamente. Trató de no pensar.
Apuntó directamente al corazón del viejo y apretó el gatillo.
Y no pasó nada.
El detective trajo una caja grande atada con una cinta roja y la dejó sobre su mesa. La abrió. Luego se inclinó hacia delante y me preguntó con una sonrisa:
—¿Sabe cómo se portan los niños la mañana de Navidad, cuando se quedan mirando todos esos paquetes envueltos bajo el árbol?
—Claro. Pero ¿qué…?
—Recoger pruebas es un poco como eso. Los niños siempre piensan que el regalo más grande será el mejor, pero a menudo no lo es. Es la caja menos llamativa la que a veces contiene el regalo más valioso. En cierto modo, eso también nos pasa a nosotros. El detalle más pequeño puede convertirse en el más grande cuando se llega a juicio. Así que cuando estás en la escena del crimen y recoges esto y lo otro, o cuando cumples una orden de registro, hay que tener en cuenta todas las piezas.
—¿Y en este caso?
El detective sonrió. Sacó una pistola dentro de una bolsa de plástico sellada. Me tendió el arma y la miré a través del plástico. Vi residuos de polvo recogehuellas en la culata y el cañón.
—Tenga cuidado —dijo—. No creo que esté cargada, pero el seguro está en la culata, así que… —sonrió—. Le sorprendería saber cuántos accidentes tienen lugar en las salas de pruebas cuando la gente empieza a mover armas que se suponen descargadas.
Alcé el arma con cautela.
—No parece gran cosa —dije.
El detective asintió.
—Una mierda de arma —dijo sacudiendo la cabeza—. De las más baratas que se pueden encontrar. Fabricada por una compañía de Ohio que crea los componentes por separado y luego los ensambla, los mete en una caja y los envía a armerías de poca monta. Una buena armería nunca vendería una basura como ésta. Y ningún profesional auténtico la emplearía.
—Pero funciona, ¿no?
—Más o menos. Es una automática del veinticinco. Un calibre pequeño. Pesa poco. Los asesinos profesionales (y por aquí no tenemos tantos) nunca utilizarían un arma de usar y tirar como ésta. Poco fiable. No es fácil de manejar, el seguro y el percutor se encasquillan y, a menos que se dispare desde muy cerca, no es muy precisa. Y tampoco tiene mucha potencia. No detendría a un pitbull de tamaño medio ni a un violador, a menos que consigas darles en la cabeza con el primer tiro.
Volvió a sonreír mientras yo examinaba el arma.
—O la dispararas desde muy cerca. Por ejemplo, un enamorado a su pareja. —Sonrió de nuevo.
—Pero, hablando en general, no es aconsejable acercarte tanto a la persona que intentas matar.
Asentí, y el detective se dejó caer en su asiento.
—¿Ve? —añadió—. Se aprende algo nuevo cada día.
Levanté de nuevo el arma, colocándola a la luz, como si pudiera decirme algo.
—Claro, ahora que le he dicho lo mala que es el arma, he de agregar que en este caso cumplió con su cometido —dijo el detective—. Más o menos.
Hope advirtió al instante que había cometido un error.
Mientras su mente sopesaba las más descabelladas posibilidades, con el pulgar empujó el seguro hacia abajo, asegurándose de que estuviera en posición de disparo. Alzó la mano enguantada y tiró del percutor para meter una bala en la recámara… algo que debería haber hecho antes de entrar en la casa. El arma se amartilló con un chasquido. Tuvo la terrible idea de que ni ella ni Sally se habían molestado en comprobar si el arma funcionaba correctamente.
Vaciló un instante.
Y O'Connell, que empezaba a levantar las manos en gesto de rendición, de pronto dejó escapar un aullido y se abalanzó contra ella. Hope apretaba ya el gatillo cuando el hombre se le venía encima.
Se produjo una detonación y la pistola medio se le escurrió. Giró hacia atrás y chocó contra la mesa de la cocina, volcándola con estrépito y enviando botellas vacías contra paredes y muebles. Cayó al suelo casi sin respiración. El padre de O'Connell, emitiendo gruñidos viscerales, cayó sobre ella. Le lanzaba manotazos al pasamontañas, tratando de cogerla por el cuello.
Hope no sabía si el primer disparo lo había alcanzado. Trató desesperadamente de volver a dispararle, pero la mano de O'Connell de repente aferró la suya y trató de apartar el arma.
Hope le dio un rodillazo en la entrepierna y lo oyó jadear de dolor, pero no tanto como para soltarle la mano. Era más fuerte que ella y trataba de girar la pistola hacia atrás, para que encañonara a Hope. Al mismo tiempo, continuaba golpeándola con la mano libre. Falló la mayoría de los manotazos, pero la alcanzaron los suficientes para hacerle ver relámpagos de dolor rojo.
Hope soltó una patada y esta vez la fuerza de su pierna los lanzó a los dos hacia atrás, derribando más cosas en la habitación. Una papelera se volcó, esparciendo posos de café y cascaras de huevo por el suelo. Oyó más cristales rompiéndose.
O'Connell padre era un veterano de peleas de bar y sabía que la mayoría se ganan en los primeros golpes. Estaba herido, pero logró ignorar el dolor y pelear con fuerza. Mucho más que Hope, sentía que esa pelea contra un enemigo anónimo y encapuchado era la más importante de su vida. Si perdía, moriría. Empujó más el arma, tratando de colocarla contra el cuerpo de su atacante. Muchos años antes había hecho casi exactamente lo mismo, cuando su esposa borracha acabó muerta.
Hope estaba más allá del pánico. Nunca en su vida había sentido aquella clase de fuerza masculina avasalladora. La adrenalina le pulsaba en las sienes y agitó una mano tratando de encontrar fuerzas. Con un esfuerzo inmenso, golpeó de lado a O'Connell y los dos rodaron contra la encimera. Platos y cubiertos cayeron en cascada alrededor. El movimiento pareció conseguir algo: el hombre gritó de dolor y Hope atisbo una mancha de sangre en el armario blanco. El primer disparo lo había alcanzado en el hombro, pero aun así él luchaba tratando de sobreponerse al dolor.
O'Connell agarró el arma con ambas manos y Hope de repente lo golpeó con el brazo libre, haciéndole chocar la cabeza contra el armario del fregadero. Pudo ver su rostro convertido en una máscara de furia y terror. Alzó la rodilla de nuevo y volvió a darle en la entrepierna. Lo empujó y le golpeó la mandíbula. O'Connell retrocedió, conmocionado por el furioso ataque, pero siguió reteniéndola bajo su peso.
Ella lo golpeó con la mano izquierda, manteniendo con la derecha una fiera presa sobre el arma para impedir que la apuntara. Y en ese momento sintió que él aflojaba la presión sobre la pistola. Hope supuso que O'Connell cedía, pero entonces una súbita punzada de lacerante dolor le recorrió el cuerpo. Puso los ojos en blanco y estuvo a punto de desmayarse. La negrura que amenazaba con engullirla giraba mareante a su alrededor.
O'Connell había cogido un cuchillo de cocina de entre el caos que los rodeaba y se lo había clavado en el costado, buscándole el corazón. Hope sintió la punta de la hoja hincándose. Su único pensamiento fue: «Es ahora. Vive o muere.»
Forcejeó con la pistola y logró volverla hacia la cara de O'Connell mientras se retorcía en una combinación de dolor y furia. La llevó bajo la barbilla del hombre justo cuando la hoja del cuchillo parecía buscarle el alma, y apretó el gatillo.
Scott quiso mirar la esfera fluorescente de su reloj, pero no se atrevía a apartar los ojos del cobertizo y la puerta lateral de la casa. Entre dientes, contaba los segundos pasados desde que había visto la oscura figura de Hope desaparecer en el interior de la casa.
Estaba tardando demasiado.
Se apartó un paso de su escondite, pero luego retrocedió, inseguro de qué hacer. Una parte de él le gritaba que todo había salido mal, que todo era un lío, que huyese por piernas antes de ser absorbido aún más en un desastroso remolino de acontecimientos nefastos. El miedo, como una ola, amenazaba con ahogarlo.
Tenía la garganta seca y los labios agrietados. La noche parecía estar congelándolo y se subió el cuello alto del jersey. Se ordenó marcharse. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía largarse de allí.
Pero no lo hizo. Sus ojos escrutaron la oscuridad y sus oídos se aguzaron. Miró a derecha e izquierda y no vio a nadie.
Hay momentos en que uno sabe que tiene que hacer algo, pero todas las opciones parecen más peligrosas que la anterior, y cada elección parece augurar algo malo. Pasara lo que pasase, Scott sabía que de algún modo la vida de Ashley podía depender de lo que él hiciera en los siguientes segundos.
Tal vez las vidas de todos ellos.
Y a pesar del pánico que crecía en su interior, tomó aliento y, tratando de desechar cualquier pensamiento, consideración, posibilidad u opción, echó a correr hacia la casa.
Hope quiso gritar, pero apenas logró emitir un gemido débil y entrecortado.
El segundo disparo había alcanzado a O'Connell directamente bajo la barbilla, se había abierto paso a través de la boca, rompiendo dientes y destrozando lengua y encías, y finalmente se había alojado en su cerebro, matándolo de manera casi instantánea. El impulso del disparo lo empujó hacia atrás, casi quitándoselo de encima, pero luego volvió a caer sobre ella, de modo que quedó bajo su cuerpo, casi asfixiada por su peso.
O'Connell todavía aferraba el cuchillo, pero la fuerza que lo impulsaba había desaparecido. Hope casi perdió el conocimiento, cegada por un súbito arrebato de dolor que envió rayos de fuego por todo su costado, hasta sus pulmones y su corazón, y rayos de negra agonía a su cabeza. Se sintió bruscamente exhausta, y una parte de ella pareció querer abandonarse, cerrar los ojos y dormirse allí mismo. Pero la fuerza de voluntad le dio fuerzas para intentar quitarse de encima el cadáver. Probó una vez y otra, hasta que el cuerpo pareció retroceder unos centímetros. Empujo por enésima vez. Era como intentar mover un peñasco.
Oyó abrirse la puerta, pero no pudo ver quién era. Luchó contra el desvanecimiento, jadeando en busca de aire.
—¡Dios mío!
La voz le sonó familiar y Hope gimió.
De repente, como por arte de magia, el peso del cadáver desapareció y Hope pudo respirar. En ese momento, el cadáver cayó sobre el suelo de linóleo junto a ella.
—¡Hope! ¡Hope!
Ella oyó que susurraban su nombre y se volvió hacia el sonido. A pesar del dolor, consiguió esbozar una sonrisa.
—Hola, Scott —dijo—. He tenido algunos problemas.
—Tenemos que sacarte de aquí.
Ella asintió y se esforzó por sentarse en el suelo. El cuchillo todavía sobresalía en su costado. Scott intentó cogerlo, pero ella negó con la cabeza.
—No lo toques —advirtió.
—Vale, tranquila.
La ayudó a incorporarse y Hope logró ponerse en pie. Por un momento su mareo aumentó, pero logró recuperarse. Apretando los dientes y apoyándose en Scott, pasó por encima del cadáver del padre de O'Connell.
—Necesito aire —dijo. Pasó un brazo por su hombro y él la guió hasta la puerta—. La pistola… —susurró—. La pistola, no podemos dejarla aquí.
Scott miró alrededor y vio el arma en el suelo. La recogió y la metió en la mochila de Hope, que se echó al hombro.
—Salgamos —dijo.
Salieron fuera y Scott la ayudó a apoyarse contra la pared.
—Tengo que pensar —dijo él.
Ella asintió, respirando el aire fresco. Eso la ayudó a despejar la cabeza de la bruma que la envolvía. Se enderezó un poco.
—Puedo moverme —dijo.
Scott estaba dividido entre el pánico y la determinación. Sabía que tenía que pensar con claridad y eficacia. Le quitó el pasamontañas y de pronto vio por qué Sally se había enamorado de ella. Era como si el dolor de lo que había hecho se hubiera marcado en su cara con las más valientes pinceladas. En ese instante pensó que Hope se había sacrificado tanto por Ashley como por Sally y él.
—Debo de haber sangrado en el suelo… —dijo ella—. Si la policía…
Scott asintió y reflexionó un momento.
—Espera aquí. ¿Podrás hacerlo?
—Estoy bien —mintió ella—. Estoy lastimada, no lesionada —dijo, usando un viejo tópico de los deportistas. Si sólo estás lastimada, puedes seguir jugando. Si estás lesionada, no.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Scott.
Rodeó la esquina de la casa y se agachó para observar el caos de piezas de motor, herramientas, latas de pintura oxidadas y trozos de tejado. Sabía que allí estaba lo que necesitaba, pero dudaba de localizarlo en la penumbra.
Rogó que la suerte acudiera en su ayuda. Y de pronto vio lo que necesitaba: un bidón de plástico rojo. «Por favor —suplicó mentalmente—. No estés vacío.»
Cogió el bidón, lo sacudió y notó que un tercio estaba lleno de líquido. Abrió la tapa y aspiró el inconfundible olor de la gasolina rancia.
Volvió sobre sus pasos con sigilo y entró en la casa.
Sintió unas súbitas náuseas, pero las contuvo. Antes había estado completamente concentrado en Hope y en sacarla de allí, pero esta vez estaba solo con el cadáver y, por primera vez, vio el ensangrentado rostro hecho un abominable amasijo. Boqueó y se ordenó conservar el temple, en vano. El corazón se le desbocó, y todo a su alrededor cobró una súbita intensidad. El desorden provocado por la lucha parecía brillar como pintado con colores vibrantes. Pensó que la muerte violenta lo volvía todo más brillante, no más oscuro.
Se tambaleó un poco y miró hacia donde Hope había estado atrapada bajo el cuerpo de O'Connell, en busca de rastros de sangre, y vio gotas rojas por el suelo. Derramó gasolina sobre ese sitio y luego roció la camisa y los pantalones del muerto. Miró alrededor y vio una pequeña toalla. La frotó en la mezcla de sangre y gasolina del pecho del cadáver y se la guardó en el bolsillo.
Lo asaltó otra oleada de náuseas, pero se sobrepuso: cada segundo que siguiera allí aumentaba la probabilidad de dejar alguna pista delatora. Fue dejando charcos de gasolina por el suelo hasta la cocina. Había cerillas en la encimera.
Encendió la cajetilla entera, y la lanzó hacia el pecho del padre de O'Connell.
La gasolina estalló en llamas. Durante un segundo observó el fuego expandirse, y a continuación se dio la vuelta y regresó a la noche.