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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (11 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Dejaba las luces encendidas por la noche?

—¿Quién te lo ha contado?

—Me lo dijo Linda. Que, entre otras, dejaba encendido este flexo.

La mujer corrió las cortinas mientras le contestaba. Wallander percibió un levísimo olor a tabaco en la habitación.

—Le daba miedo la oscuridad —le reveló ella mientras sacudía el polvo de una de las pesadas y oscuras cortinas—. Para él era una vergüenza, decía que todo empezó a bordo de los submarinos. Pero el miedo se presentó mucho después, cuando bajó a tierra firme para siempre. Me hizo prometer que no se lo contaría a nadie.

—Y aun así, tu hijo lo sabe, ¿no? Y él se lo contó a Linda.

—Håkan debió de contárselo a Hans sin que yo me enterase.

Se oyó el timbre del teléfono a lo lejos.

—Aquí te dejo, la habitación es toda tuya —le dijo antes de salir por la alta puerta de doble hoja.

Wallander se sorprendió a sí mismo siguiéndola con la mirada igual que solía hacer con Kristina Magnusson. Se sentó en la silla que había ante el escritorio, confeccionada en madera de color rojizo oscuro, con el respaldo y el asiento forrados de piel teñida de verde. Miró con detenimiento a su alrededor. Encendió la luz. Había polvo sobre el borde del interruptor. Wallander pasó el dedo por la lustrada superficie de caoba. Luego levantó el cartapacio que había sobre la mesa. Era una costumbre adquirida durante sus años de aprendizaje con Rydberg. Cada vez que se presentaban en un escenario del crimen donde había una mesa, Rydberg empezaba por ahí, precisamente. Por lo general no había nada debajo, pero él le explicó, en tono misterioso, que incluso una superficie vacía podía constituir una pista importante.

En la mesa había varios bolígrafos, una lupa, un jarrón de porcelana en forma de cisne, una piedra decorativa y un paquete de grapas. Eso era todo. Giró la silla despacio y miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de submarinos y otros tipos de buques. Una gran fotografía en color de Hans, con la gorra de su graduación. La foto de la boda, con Håkan vestido de uniforme. Louise y él cruzan un arco de espadas en alto. Fotografías de personas mayores, los hombres casi todos de uniforme. En una de las paredes había un cuadro. Wallander se levantó y se acercó para estudiarlo más de cerca. Era un relato romántico de la batalla de Trafalgar, el almirante Nelson moribundo, apoyado en un cañón, y marineros llorando arrodillados a su alrededor. El cuadro le asombró muchísimo. Era un parche en un apartamento donde imperaba el buen gusto. ¿Por qué estaría allí colgado?

Wallander levantó el cuadro con cuidado y le dio la vuelta. No había nada escrito, un cartón vacío, el reverso vacío de un cuadro de mala calidad. «Es demasiado tarde para comenzar a inspeccionar el despacho», se dijo. «Pronto serán las ocho y media y me llevará muchas horas. Más vale que empiece mañana.» Salió del despacho y volvió a una de las dos salas de estar, situadas la una a continuación de la otra. Louise salió de la cocina. Wallander intuyó un leve olor a alcohol, pero no estaba seguro. Acordaron que regresaría sobre las nueve del día siguiente. Cuando se puso la chaqueta en el vestíbulo, lo asaltó la duda.

—Pareces cansada —comentó—. ¿Será que no duermes lo suficiente?

—Unas horas, quizá. ¿Cómo voy a dormir con esta incertidumbre?

—¿Quieres que me quede?

—Eres muy amable, pero no es preciso. Estoy acostumbrada a quedarme sola, no olvides que soy la mujer de un marino.

Recorrió a pie el largo camino hasta el hotel, se detuvo en un restaurante italiano que parecía barato, con un menú que hacía honor al precio. A fin de no quedarse dormido por la mañana, se tomó sólo medio somnífero. Pensó con amargura que aquélla era una de las pocas formas que tenía de pasarlo bien, atraer el sueño descorchando el tarro de las pastillas blancas.

El día siguiente comenzó igual que su visita de la noche anterior: Louise le ofreció té. Wallander se percató de que la mujer había dormido poquísimo la noche anterior.

Tenía un mensaje telefónico para él, de un inspector llamado Ytterberg, responsable de la tramitación de la desaparición. Louise le dio el inalámbrico, se levantó y fue a la cocina. En un espejo que colgaba de la pared, Wallander la vio inmóvil, de espaldas a él.

Ytterberg hablaba con el inconfundible acento de Norrland.

—Se trata de una investigación en regla —comenzó—. Pensamos que algo ha debido de suceder. La esposa de Von Henke me dio a entender que quería que tú revisaras sus papeles.

—¿Lo habéis hecho vosotros ya?

—Ella, pero no encontró nada. Supongo que quiere que tú lo compruebes una vez más.

—¿Tenéis alguna idea? ¿Alguien que lo haya visto?

—Sólo un testigo inseguro que cree haberlo visto en Lilljanskogen. Eso es todo. —Wallander oyó que Ytterberg, malhumorado, le pedía a alguien que volviera más tarde—. Jamás lo entenderé —aseguró—. ¿Por qué habrá dejado la gente de llamar a las puertas?

—Un buen día, el director general de la Policía propondrá que trabajemos en dependencias diáfanas para incrementar nuestra eficacia —auguró Wallande—. Podremos interrogar a los testigos de los demás, mezclarnos en las investigaciones de los demás…

Ytterberg soltó una carcajada satisfecha. Wallander pensó que acababa de establecer un buen contacto con la Policía de Estocolmo.

—Ah, hay algo más —añadió Ytterberg—. Håkan von Enke fue, durante su vida profesional, un militar de muy alta graduación. En casos así, los servicios de inteligencia suelen intervenir. Nuestros colegas secretos siempre sueñan con encontrar a un posible espía.

Wallander se quedó atónito.

—¿Acaso sospechan de él en ese sentido?

—Por supuesto que no. Pero algo tendrán que aducir cuando se discuta el presupuesto del año próximo.

Wallander se apartó unos pasos más de la puerta de la cocina.

—Entre tú y yo —dijo en voz baja—, ¿qué crees que ha ocurrido? Más allá de los datos, sólo lo que te sugiera tu experiencia.

—Parece grave. Puede que lo hayan abatido en el bosque y que lo tengan en algún lugar. Eso es lo que creo por ahora.

Ytterberg le pidió a Wallander su número de móvil antes de concluir la conversación. Wallander volvió a concentrarse en su té mientras pensaba que habría preferido un café. Louise volvió de la cocina y lo miró inquisitiva. Wallander negó con un gesto.

—Ninguna novedad, pero se toman su desaparición muy en serio.

Ella permaneció junto al sofá, sin sentarse.

—Sé que está muerto —declaró de pronto—. Hasta ahora me he resistido a pensar en lo peor, pero ya no puedo más.

—Bueno, por algo lo habrás pensado —dijo Wallander con toda la delicadeza de que fue capaz—. ¿Existe alguna razón especial por la que piensas eso?

—Llevo cuarenta años viviendo con él —explicó—. Jamás me haría esto. Ni a mí ni al resto de la familia.

Y dicho esto salió precipitadamente de la habitación. Wallander oyó que cerraba la puerta del baño. Aguardó un instante, se levantó y salió sin hacer ruido al pasillo donde se encontraban los dormitorios y aguzó el oído. Oyó que, detrás de la puerta cerrada, Louise estaba llorando. Pese a no ser demasiado sentimental, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Apuró los últimos tragos del té y se encaminó al despacho donde estuvo la noche anterior. Las cortinas aún estaban echadas. Las descorrió y dejó entrar la luz. Luego empezó a revisar el escritorio, cajón por cajón.

En todos los rincones reinaba el orden. En uno de los cajones había varias pipas antiguas, escobillas y algo que parecía un paño para limpiarlas. Wallander pasó a la otra cajonera de la mesa. El mismo orden, viejas calificaciones escolares, certificados, permisos de piloto. En marzo de 1958, Håkan von Enke obtuvo el permiso para pilotar aviones de un solo motor, realizó el examen en el aeropuerto de Bromma. «En otras palabras, no sólo vivía en las profundidades», concluyó Wallander. «No sólo quería imitar a los peces, sino también a los pájaros.»

Wallander sacó las calificaciones de Von Enke correspondientes al bachillerato, que cursó en el instituto de Norra Latin. En historia y lengua sueca tenía la máxima nota, al igual que en geografía. Alemán y religión, aprobados por los pelos. En el siguiente cajón había una cámara y un par de auriculares viejos. Cuando Wallander examinó la vieja Leica con más detenimiento, vio que dentro había una película. O bien había tomado doce fotografías, o bien quedaban doce sin tomar. Dejó la cámara sobre la mesa. Los auriculares también eran antiguos, Wallander calculó que habrían sido modernos hacía cincuenta años. ¿Por qué los conservaba? En el último cajón no había nada, salvo una historieta que, en viñetas con imágenes a color y bocadillos, relataba
El último Mohicano
, de Cooper. El tebeo estaba tan manoseado que casi se le deshacía entre las manos. Recordó lo que, en una ocasión, le dijo Rydberg, su maestro. «Busca siempre aquello que se aparte de la norma.» ¿Qué hacía un clásico ilustrado de 1962 en el último cajón del escritorio de Håkan von Enke?

No la oyó llegar. De pronto, allí estaba, en la puerta. Había borrado cuidadosamente todos los indicios de su agitación, acababa de empolvarse la cara. Él le mostró el tebeo.

—¿Por qué lo ha conservado?

—Creo que se lo regaló su padre en una ocasión muy especial, aunque nunca me dijo el motivo.

De nuevo a solas en el despacho, Wallander extrajo el cajón algo más grande que había entre las dos cajoneras y que sí estaba desordenado: cartas, fotografías, billetes de avión usados, un certificado médico de color amarillo, varias facturas. ¿Por qué reinaba el desorden allí y sólo allí? Decidió que, por el momento, no tocaría el contenido y dejó el cajón abierto. Lo único que sí sacó fue el certificado médico.

Håkan von Enke se había vacunado muchas veces en su vida. Hacía tan sólo tres semanas se vacunó contra la fiebre amarilla y, además, contra el tétanos y la ictericia.

Entre las pastas de la carpeta que contenía el certificado halló también una receta de un medicamento de profilaxis contra la malaria. Wallander frunció el entrecejo. ¿La fiebre amarilla? ¿Adónde pensaba viajar para necesitar esa vacuna? Dejó el documento en su sitio sin encontrar una respuesta. Wallander se levantó y examinó el contenido de las estanterías. Si aquellos libros decían la verdad, Håkan von Enke sentía un vivo interés por la historia, en especial por la evolución de la armada inglesa antigua y la del siglo XIX. Había, además, muchos libros de historia universal y biografías políticas. Wallander tomó nota de que las memorias de Tage Erlander estaban junto a la biografía del espía Wennerström. Descubrió con asombro que a Von Enke también le interesaba la poesía sueca moderna. Allí había poetas que Wallander no conocía, otros que, al menos, le sonaban de nombre, como Sonnevi y Tranströmmer. Sacó un par de aquellos libros y comprobó que estaban muy usados. En uno de los libros de Tranströmmer había unas notas manuscritas en el margen, una de las cuales rezaba «brillante poema». Lo leyó y no pudo por menos de coincidir con el autor de la nota. Hablaba de susurrantes pinares. Un metro de la estantería estaba reservado a Ivar-Lo Johansson, otro a Vilhelm Moberg. La imagen que tenía del hombre desaparecido cambiaba sin cesar, a medida que profundizaba en ella. Nada le causó a Wallander la impresión de que el capitán de fragata fuese un hombre vanidoso que quisiera hacerle creer al mundo que se interesaba también por las humanidades. Wallander se consideraba equipado con un sentido agudísimo para detectar justo a ese tipo de personas, puesto que era uno de los comportamientos que más odiaba en el mundo.

Dejó las estanterías, abrió el archivo y extrajo un cajón tras otro. Reinaba el orden más absoluto, carpetas, cartas, informes, una serie de diarios privados, planos de submarinos bajo el título «modelo ejecutado por mí». Todo estaba dispuesto con la mayor pulcritud, el cajón del escritorio era la única e inesperada excepción. Pese a todo, algo llamó la atención de Wallander, por más que no pudiese señalar de qué se trataba. Se sentó en la silla otra vez y se quedó mirando el archivo abierto. En un rincón del despacho había un sillón de piel marrón, una mesa con algunos libros, una lamparilla de pantalla roja que amortiguaba la luz. Se cambió de sitio y dejó el escritorio por el sillón. Había dos libros sobre la mesa, ambos abiertos. Uno era antiguo,
Primavera silenciosa
, de Rachel Carson. Sabía que fue uno de los primeros libros que advertían de la amenaza que el avance del hombre occidental suponía para el futuro del planeta. El otro trataba sobre las mariposas suecas, textos breves entreverados de hermosas fotografías en color. «Las mariposas y un planeta amenazado», reflexionó Wallander. «Y desorden en un cajón.» No conseguía componer el rompecabezas.

Entonces descubrió que, bajo la silla, sobresalía la esquina de una revista. Se agachó y sacó una publicación inglesa, o quizá norteamericana, sobre buques de guerra.

Wallander hojeó la revista. Contenía de todo, desde artículos sobre el portaaviones Ronald Reagan hasta fotografías de submarinos que de momento sólo era una idea. Wallander dejó la revista y volvió a concentrarse en el archivo. «Ver aunque no se vea.» Ésa fue la primera advertencia que le hizo Rydberg, no contentarse con descubrir lo que se veía. Se sentó otra vez ante el escritorio y revisó de nuevo el contenido del archivo. En uno de los cajones había una bayeta para el polvo. «Vamos, que además mantenía esto limpio», se dijo Wallander. Ni una mota de polvo halló en sus documentos, sólo orden y concierto. Giró la silla y volvió a centrar su atención en el cajón abierto, donde los documentos estaban revueltos en puro desbarajuste, como una contradicción viviente. Empezó a examinar con mucho cuidado el contenido. Sin embargo, no halló nada que llamase su atención. Lo único que lo preocupaba era aquel desorden. Suponía una ruptura, no era algo natural en Håkan von Enke. ¿O sería el desbarajuste lo natural y el orden lo extraño?

Se levantó y tanteó con la mano la parte superior del archivo. Halló un montón de papeles, que agarró sin vacilar. Era un informe sobre la situación política en Camboya, redactado por Robert Jackson y Evelyn Harrison. Wallander comprobó perplejo que procedía del Ministerio de Defensa norteamericano. El informe tenía fecha de marzo de 2008. Es decir, era muy reciente. Quienquiera que lo hubiese leído, lo hizo con pasión, subrayando algunos fragmentos e introduciendo anotaciones en el margen con grandes exclamaciones muy marcadas. Wallander intentó esbozar la correcta traducción al sueco del título en inglés,
On the Challenges of Cambodia, based upon the Legacies of the Pol Pot Regime, p
ero no lo consiguió.

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