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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (8 page)

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Cómo es posible que desapareciera sin más?

—Los submarinos tienen muchas posibilidades de hacerse invisibles. Pueden detenerse en una fosa marina o junto a un talud continental y pueden emitir falsas señales de sonar y despistar a posibles perseguidores. Pese a que enviamos varios helicópteros, no volvimos a verlo.

—Pero ¿no pudo sufrir un accidente?

—Las cosas no funcionan así. La primera carga de profundidad ha de ser, según las normas internacionales, una advertencia. Después de esa primera carga se puede obligar al submarino a emerger para que se identifique.

—¿Qué sucedió después?

—En realidad, nada. Se llevó a cabo una investigación. Consideraron que actué de forma correcta. Aquello fue, probablemente, el comienzo de lo que sucedería dos años después, cuando empezaron a multiplicarse los submarinos en aguas territoriales suecas, sobre todo en el archipiélago de Estocolmo. Lo más importante fue que todo aquello nos confirmó que los rusos seguían tan interesados como siempre por nuestras vías de navegación. Esto sucedió en una época en la que nadie imaginaba que el muro de Berlín caería un día, ni que la Unión Soviética se desintegraría por completo. Es fácil olvidar ciertas cosas. La guerra fría aún no había tocado a su fin. Después de aquel incidente de Utö, la Armada recibió un considerable incremento de presupuesto. Pero eso fue todo. Von Enke dejó de hablar y apuró el café. Wallander estaba a punto de levantarse cuando su consuegro retomó el relato.

—Aún no he terminado. Dos años después ocurrió de nuevo. Yo había ascendido hasta formar parte del más alto mando de la defensa Armada de Suecia. Teníamos el cuartel general en Berga, en Estocolmo, donde había una unidad operativa permanente, las veinticuatro horas. El 1 de octubre se les alertó de algo que no habríamos imaginado ni en sueños. Existían indicios de que uno o varios submarinos habían entrado en la mismísima bahía de Hårsfjärden, muy cerca de nuestra base de Muskö. En otras palabras, no se trataba sólo de una violación de las aguas territoriales suecas, sino de la presencia de submarinos extranjeros en zona militar protegida. Estoy seguro de que recuerdas ese asunto.

—Sí, los periódicos no hablaban de otra cosa, los periodistas trepaban por peligrosos acantilados.

—No sabía con qué compararlo. Imagínate que varios helicópteros de un país extranjero hubiesen aterrizado en la explanada del palacio real. Así nos sentimos viendo aquellos submarinos tan cerca de nuestras instalaciones militares más secretas.

—Por aquel entonces, a mí acababan de confirmarme que podía empezar a trabajar en Ystad.

Y entonces, de repente, se abrió la puerta. Von Enke dio un respingo. Wallander tuvo el tiempo justo de darse cuenta de que se llevaba la mano derecha al bolsillo superior de la chaqueta. Luego la dejó caer sobre la rodilla. Una mujer un tanto ebria había abierto la puerta en busca de los lavabos, pero desapareció enseguida y volvieron a quedarse solos.

—Fue en octubre —continuó Von Enke una vez cerrada la puerta—. A veces teníamos la sensación de que toda la costa sueca iba a ser atacada por submarinos extranjeros y desconocidos. Me alegré de no ser el responsable del contacto con todos los periodistas que acudieron a Berga. Tuvimos que habilitar un par de salas para la prensa. Mi tarea consistía en localizar a alguno de aquellos submarinos y no podía abandonar mi puesto hasta conseguirlo. Si no lográbamos hacer emerger ni a un solo submarino, perderíamos toda credibilidad. Al final llegó la noche en que por fin teníamos rodeado un submarino en Hårsfjärden. No cabía duda, los mandos estábamos convencidos. Yo tenía la responsabilidad plena de dar la orden de abrir fuego. Durante aquellas horas de intensa agitación, hablé en varias ocasiones con el jefe del Estado Mayor y con el nuevo ministro de Defensa. Andersson, seguro que lo recuerdas. Era de Borlänge.

—Recuerdo vagamente que lo apodaron Börje el Rojo.

—Exacto. Pero no pudo con aquello. Para él lo de los submarinos fue un infierno. Dimitió y se marchó a su Dalecarlia natal, y Anders Thunborg lo sustituyó en el ministerio, era uno de los muchachos de confianza de Palme. Muchos de mis colegas desconfiaban, pero yo mantuve con él buena relación. No se inmiscuía, sólo hacía preguntas. Si las respondías, se daba por satisfecho. Sin embargo, en una ocasión en que lo llamé por teléfono, me dio la sensación de que Palme estaba con él, allí mismo, a su lado. Ignoro si era así o no. Pero no pude evitar pensarlo.

—¿Qué sucedió?

A Håkan von Enke se le contrajo el semblante, como si lo hubiese irritado la interrupción de Wallander, pero continuó sin traslucir enojo alguno.

—Habíamos cercado el submarino en un sitio donde no podía maniobrar a menos que se lo permitiéramos nosotros. Le dije al jefe del Estado Mayor que, si le mandábamos unas cargas de profundidad, era nuestro. Así le demostraríamos al mundo qué clase de submarino extranjero estaba operando en aguas suecas. Pasó media hora. Las manecillas del reloj que había en la pared avanzaban con una lentitud insufrible. Yo estaba en contacto permanente con los helicópteros y las naves de superficie que aguardaban en círculo en torno al submarino. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, pronto sería el momento. Y entonces ocurrió.

Von Enke interrumpió su relato en seco y abandonó la sala. Wallander se preguntó si se habría sentido indispuesto. Unos minutos más tarde, el capitán volvió con dos copas de coñac.

—Hace muchísimo frío esta noche —señaló—. Necesitamos algo con que calentarnos. Nadie parece echarnos de menos, así que podemos seguir conversando en esta vieja cámara de la caja fuerte.

Wallander aguardaba la continuación de aquella historia. Aunque escuchar antiguas historias sobre submarinos tal vez no fuese muy fascinante, prefería la compañía de Von Enke a tener que confraternizar con gente a la que no conocía.

—Entonces ocurrió —repitió Von Enke—. Cuatro minutos antes de que comenzase la descarga sonó el teléfono, que estaba en línea directa con el Estado Mayor de la Defensa. Por lo que yo sé, era uno de los pocos teléfonos totalmente protegidos de escuchas, y además tenía incorporado un distorsionador de voz automático. A través de ese teléfono recibí un mensaje que no me esperaba. ¿Te imaginas cuál?

Wallander negó en silencio.

—Nos ordenaron interrumpir el ataque. Me quedé perplejo y que pedí una explicación. Pero, en un principio, no se me brindó ninguna. Tan sólo aquella orden directa de no soltar ninguna carga de profundidad. Naturalmente, yo no podía hacer otra cosa más que obedecer. Cuando los helicópteros recibieron el mensaje, faltaban dos minutos. Ninguno de los que estábamos en Berga comprendíamos qué estaba sucediendo. Diez minutos después recibimos la siguiente orden, aún más inesperada si cabe que la primera. Teníamos la sensación de que nuestros superiores habían perdido el juicio. Debíamos retirarnos.

Wallander escuchaba con creciente interés.

—¿Querían que dejaseis marcharse al submarino?

—Bueno, como es lógico, nadie dijo tal cosa. Nos ordenaron que dirigiésemos nuestra atención hacia otra zona, fuera de la bahía de Hårsfjärden, al sur de Danziger Gatt. Allí, decían, un helicóptero había establecido contacto con otro submarino. ¿Y por qué había de ser aquél más importante que el que nosotros teníamos rodeado y estábamos a punto de obligar a emerger? Mis colaboradores y yo no comprendíamos nada. No comprendíamos nada. Exigí que me pusieran al habla directamente con el jefe del Estado Mayor, pero estaba ocupado y no podía ponerse, lo cual era muy extraño, ya que él había aprobado la intervención de la armada. Incluso intenté localizar al ministro de Defensa o a su secretario. De pronto, era como si todos hubiesen desaparecido, hubiesen descolgado sus teléfonos y se vieran obligados a guardar silencio. ¿El jefe del Estado Mayor y el ministro de Defensa obligados a mantener la boca cerrada? ¿Pero por quién? Naturalmente, el Gobierno o el primer ministro podían hacer algo así. Te aseguro que durante aquellas horas sufrí un tremendo dolor de estómago. No entendía las órdenes recibidas. Interrumpir la intervención contradecía toda mi experiencia y mi instinto. Estuve a punto de negarme a obedecer; en tal caso, mi carrera militar habría acabado ahí. Sin embargo, aún conservaba algo de sentido común, de modo que enviamos a nuestros helicópteros y nuestras naves de superficie a Danziger Gatt. Pedí que al menos un helicóptero sobrevolase la zona en la que sabíamos se hallaba el submarino, pero se negaron. Debíamos dejar el lugar y sin la menor dilación. Cosa que por supuesto hicimos, con el resultado esperado.

—¿Entonces?

—Naturalmente, no establecimos contacto con ningún submarino en Danziger Gatt. Estuvimos intentándolo toda la tarde y toda la noche. Aún me pregunto cuántos miles de litros de combustible consumieron los helicópteros en aquella empresa.

—¿Qué pasó con el submarino que teníais rodeado?

—Desapareció. Sin rastro.

Wallander reflexionó sobre lo que acababa de oír. Hacía mucho tiempo ya que había hecho el servicio militar en un regimiento de carros de combate de Skövde. Recordaba aquella época con hondo desagrado. Para la instrucción solicitó la Armada, pero lo destinaron a Västergötland. Jamás le costó aceptar la disciplina, pero sí comprender muchas de las órdenes que recibían cuando estaban de prácticas. A menudo tenía la sensación de que era el azar quien dominaba, pese a que los suponía involucrados en un enfrentamiento a muerte con el enemigo.

Von Enke apuró su copa de coñac.

—Empecé a preguntar sobre lo sucedido. Y no debí hacerlo. Muy pronto me di cuenta de que mi actitud no era muy bien acogida. La gente se mostraba reticente y esquiva. Incluso algunos de mis colegas, a los que contaba entre mis mejores amigos, se mostraron displicentes ante mi curiosidad. Pero yo sólo quería saber el porqué de aquella contraorden. Yo sostengo que jamás habíamos estado tan cerca, ni lo estaríamos nunca, de obligar a un submarino extranjero a emerger a la superficie. Dos minutos, no más. En un principio no fui yo el único indignado. Arosenius, otro capitán de fragata, y un analista del Estado Mayor de la Defensa formaban parte de la unidad que estaba al frente de la operación aquel día. Pero, en tan sólo un par de días, también ellos dos empezaron a mostrarse huidizos. No querían estar conmigo cuando me ponía a remover el asunto y hacer preguntas. Y un buen día, yo también lo dejé.

Von Enke puso su copa en la mesa y se inclinó hacia Wallander.

—Por supuesto que no lo he olvidado. A veces aún intento comprender qué sucedió, y no sólo aquel día, en que de forma voluntaria dejamos que un submarino extranjero se nos escapara de las manos. Repaso todo lo que ocurrió durante aquellos años. Y, la verdad, creo que por fin empiezo a verlo claro.

—A ver claro, ¿el qué? ¿Qué no os permitieran obligar al submarino a salir a la superficie?

Von Enke asintió despacio y volvió a encender la pipa, pero no dijo nada. Wallander se preguntaba si la historia que acababa de oír quedaría inconclusa.

—Ya te imaginarás que siento curiosidad, ¿qué explicación te dieron? Von Enke hizo un gesto de desidia con la mano.

—Es demasiado pronto para pronunciarme. Aún no he llegado a la meta. Por ahora no tengo nada más que decir. Será mejor que regresamos con los demás invitados.

Los dos hombres se levantaron y dejaron la habitación. Wallander salió a la terraza de nuevo y se encontró con la mujer que los había interrumpido. No se había vuelto a acordar hasta ahora del gesto que Von Enke había hecho con la mano, en un primer momento de forma inconsciente, luego más despacio para, finalmente, dejar caer la mano de nuevo sobre la rodilla.

Aunque pareciese ilógico, a Wallander sólo se le ocurría una explicación. Von Enke iba armado. ¿Sería verdad?, se preguntaba mientras contemplaba el despojado jardín a través de las cristaleras de la terraza. ¿Un capitán de fragata jubilado, armado en su fiesta de cumpleaños? Wallander no daba crédito y desechó la idea. Serían figuraciones suyas. Una asociación confusa llevaba a la otra, sin duda. Primero el miedo, luego el arma. Tal vez su intuición estaba perdiendo agudeza, del mismo modo en que se descubría más olvidadizo a medida que pasaba el tiempo.

En ese momento apareció Linda en la terraza.

—Creía que te habías ido.

—Todavía no, pero no tardaré mucho.

—Estoy segura de que Håkan y Louise están contentos de que hayas venido.

—Me ha hablado de los submarinos.

Linda enarcó las cejas con manifiesto asombro.

—¿De verdad? Me extraña.

—¿Por qué?

—Yo he intentado que me lo cuente un montón de veces, pero siempre cambia de tema o me dice que no quiere hablar del asunto. Casi se enoja cuando le pregunto.

Linda se marchó, pues Hans la requería dentro. Wallander se quedó allí pensando en lo que le había dicho Linda. ¿Por qué querría Håkan von Enke confiarse a él precisamente?

Después, ya de vuelta en Escania y al reflexionar sobre lo que Von Enke le había revelado, se dio cuenta de que no era sólo aquella historia lo que lo sorprendía. Por supuesto, en el relato de Von Enke había muchos detalles poco claros, vagos, difíciles de comprender para Wallander. Pero el plan, el planteamiento en sí, tal como lo llamaba Wallander, no lo entendía en absoluto. ¿Acaso lo había planeado todo Von Enke, pese a la escasa antelación con que supo que Wallander iría a la fiesta? ¿O se decidió cuando vieron al hombre bajo la ambarina luz de la farola, al otro lado de la valla?

¿Quién sería aquel hombre? A esa pregunta no sabía qué contestar.

5

Tres meses más tarde, el 11 de abril para ser exactos, sucedió algo que obligó a Wallander a rememorar una vez más aquella noche de enero que pasó encerrado en una habitación claustrofóbica escuchando el relato sobre unos sucesos relacionados con la Armada, y acontecidos hacía más de treinta años, que le refería el homenajeado de la fiesta.

Sucedió de forma súbita y por completo inesperada para todos los afectados. Håkan von Enke desapareció sin dejar rastro de su residencia en el barrio de Östermalm. Von Enke solía dar un largo paseo todas las mañanas, con independencia del tiempo que hiciera. Aquel día, en concreto, lloviznaba sobre Estocolmo. Se había levantado temprano, como de costumbre, y poco después de la seis ya estaba desayunando. A las siete de la mañana llamó a la puerta del dormitorio de su esposa para despertarla y comunicarle que salía a dar su paseo, que solía durar unas dos horas, salvo los días de frío intenso, en que los reducía a la mitad: había sido fumador habitual y sus pulmones jamás se recuperaron del todo. Siempre recorría el mismo camino. Desde su casa de Grevgatan, se dirigía a Valhallavägen para continuar luego hacia Lilljansskogen, donde seguía los pequeños e intrincados senderos que volvían a conducirlo a Valhallavägen, en dirección sur por Sturegatan; después giraba a la izquierda por Karlavägen hasta llegar a casa. Caminaba muy deprisa, utilizaba uno de los viejos bastones de su padre y siempre llegaba a casa sudoroso, por lo que se apresuraba a darse un baño.

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