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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (4 page)

BOOK: El hombre inquieto
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Acto seguido, se fue a dar un paseo con
Jussi
. Aún persistía en Escania el calor de los últimos días de verano, había estado tronando por la noche y ahora, después de la lluvia, el aire era fresco y ligero. Wallander por fin pudo admitir el sinfín de veces que se había preguntado por qué Linda no manifestaba el menor deseo de tener hijos. Ya había cumplido los treinta y siete, edad, a juicio de Wallander, demasiado tardía para la maternidad. Mona era mucho más joven cuando nació Linda. Wallander se había interesado por sus distintas parejas desde una discreta distancia y algunos de sus novios le gustaron más que otros. En una ocasión llegó a estar convencido de que Linda había encontrado al hombre de su vida, pero aquella relación terminó de golpe y ella jamás le explicó el porqué. Aunque Wallander y Linda mantenían una relación muy estrecha, había temas que no abordaban ni cuando se entregaban a las mayores confidencias. Y entre los asuntos adscritos a un tácito repertorio tabú se contaba precisamente la cuestión de los hijos.

Aquel día ventoso en la playa de Mossby le habló por primera vez del hombre con el que iba a tener el hijo. Para Wallander, su existencia misma supuso una sorpresa, pues estaba convencido de que su hija vivía en aquel entonces sin pareja estable. Sin embargo, se había equivocado por completo y la confesión de su hija al respecto lo sorprendió.

Linda había conocido a Hans von Enke en Copenhague, en casa de unos amigos comunes que los invitaron a cenar para celebrar su compromiso. Hans era de Estocolmo pero llevaba dos años viviendo en Copenhague, donde trabajaba en una compañía financiera especializada en la creación de fondos de inversión libre. A Linda le pareció arrogante y se picó con él. En un tono ciertamente feroz, ella le explicó que era una simple policía con un salario bastante bajo y que no tenía ni idea de lo que era un fondo de inversión libre. ¿Acaso sabía pronunciarlo siquiera? Todo acabó en un largo paseo nocturno por Copenhague, al final del cual quedaron en volver a verse. Hans von Enke era dos años mayor que Linda y tampoco tenía hijos de ninguna relación anterior. Desde que empezaron a salir ambos tenían decidido, aunque de forma tácita, que querían tener hijos.

Dos días después de comunicarle Linda aquella gran noticia fue a verlo por la tarde con el hombre con el que había decidido compartir su vida. Hans von Enke era alto y escuálido, de pelo ralo y ojos de un penetrante color azul. Wallander se sintió enseguida inseguro en su compañía, su manera de expresarse se le antojaba extraña y se preguntaba qué había movido a Linda a decidirse por él. Cuando Linda le contó que ganaba el triple que Wallander y que su bonificación anual podía rozar el millón, Wallander concluyó apesadumbrado que eso, el dinero, fue lo que atrajo a su hija. La sola idea lo indignaba hasta tal punto que la siguiente vez que se citó con Linda se lo preguntó sin rodeos. Estaban en un café del centro de Ystad. Linda se enfadó tanto que se marchó, no sin antes arrojarle a la cara un bollo de canela. Él se apresuró a alcanzarla por la calle para disculparse. No, no era el dinero, le explicó Linda. Era un amor profundo y sincero, algo que jamás había sentido hasta entonces.

Wallander decidió esforzarse por ver a su futuro yerno con mejores ojos. A través de Internet y con la ayuda del empleado del banco que le llevaba sus tristes asuntos monetarios en Ystad, Wallander se informó de lo que pudo sobre la compañía financiera en la que trabajaba su yerno. Aprendió lo que eran los fondos de inversión libres y un montón de otras cosas que, decían, eran la base de la actividad en una financiera moderna. Cuando Hans von Enke lo invitó a visitar Copenhague, aceptó de buen grado y se dio una vuelta por los lujosos locales situados cerca de Rundetårn, donde la empresa tenía su sede. Después, Hans lo invitó a almorzar y, cuando Wallander regresó a Ystad, ya no lo molestaba esa sensación de inferioridad que le sobrevino en la primera ocasión. Llamó a Linda desde el coche y le dijo que había empezado a apreciar al hombre que había elegido.

—Le veo un fallo —admitió Linda—. Tiene muy poco pelo. Por lo demás, está bien.

—Estoy deseando que llegue el día en que yo pueda enseñarle mi despacho.

—Ya lo hice yo. Estuvo en Ystad la semana pasada. ¿No te lo ha dicho nadie?

Naturalmente, nadie le había dicho nada a Wallander. Aquella noche se sentó a la mesa de la cocina lápiz en mano para calcular lo que Hans von Enke ganaba al año. Se quedó atónito al ver la cifra. Una vaga sensación de malestar volvió a abatirlo. Después de tantos años de servicio, él no llegaba a las cuarenta mil coronas anuales. Y lo consideraba un buen salario. En cualquier caso, no era él, sino Linda, la que iba a casarse. El dinero sería su felicidad o su desgracia, pero no un tema por el que él debiera preocuparse.

En marzo, Linda y Hans se mudaron a vivir a las afueras de Rydsgård, a una gran casa que el joven financiero había comprado. Hans empezó a ir y venir a Copenhague y Linda siguió trabajando como de costumbre. Una vez que lo tuvieron todo dispuesto en su nuevo hogar, Linda le preguntó a su padre si querría cenar con ellos el sábado siguiente. También irían los padres de Hans, que, naturalmente, querían conocerlo.

—He hablado con mamá —le dijo Linda.

—Ah, ¿y ella irá?

—No.

—¿Por qué?

Linda se encogió de hombros.

—Creo que está enferma.

—¿Qué le pasa?

Linda lo miró largo rato, antes de responder.

—De tanto alcohol. Creo que bebe más que nunca.

—Vaya, no lo sabía.

—Hay muchas cosas que tú no sabes.

Ni que decir tiene que Wallander aceptó la invitación a la cena en la que conocería a los padres de Hans von Enke. El padre, Håkan von Enke, era un antiguo capitán de fragata que había tenido bajo su mando tanto unidades del arma submarina como naves de superficie especializadas en la detección de submarinos. Linda creía, aunque no estaba muy segura, que además formó parte del equipo de operaciones que decidía cuándo las unidades del ejército podían atacar a un enemigo con fuego efectivo. La madre de Hans von Enke se llamaba Louise y había sido profesora de idiomas. Hans era su único hijo.

—Yo no tengo costumbre de relacionarme con la nobleza —le advirtió Wallander sombrío cuando Linda guardó silencio.

—Son como la mayoría de la gente. Creo que tendréis mucho de qué hablar.

—¿Cómo qué?

—Ya veremos. No adoptes esa actitud tan negativa.

—¡Pero si no soy negativo! Sólo preguntaba.

—Cenaremos a las seis. No llegues tarde. Y no te traigas a
Jussi
. Lo único que hace es enredar.


Jussi
es un perro muy obediente. ¿Qué edad tienen? Los padres, digo.

—Håkan cumplirá setenta y cinco y Louise es unos años más joven. Por lo demás,
Jussi
no obedece jamás, como tú bien sabes, pues has fracasado en el intento de educarlo debidamente. Suerte que conmigo lo hiciste mejor.

Y dicho esto salió del despacho antes de que Wallander pudiera replicar. Por un instante él estuvo a punto indignarse, pues Linda siempre tenía la última palabra, pero se le pasó y volvió a centrarse en los documentos que tenía delante.

El sábado que Wallander salió de Ystad para conocer a los padres de Hans von Enke caía sobre Escania una lluvia de suavidad insólita para la estación en que se encontraban. Se había pasado el día, desde bien temprano, sentado en el despacho revisando, por enésima vez, lo más importante del material de investigación relativo al armero muerto y a los revólveres sustraídos. Bien era cierto que creían haber identificado a los ladrones, pero aún carecían de pruebas. «No estoy buscando la llave», se decía, «sino el remoto tintineo del llavero.» Iba ya por la mitad del grueso montón de material cuando dieron las tres. Entonces decidió marcharse a casa, dormir unas horas y vestirse después para la cena. Linda le había dicho que los padres de Hans podían ser demasiado formales para su gusto, pero justo por esa razón le sugirió que se pusiera su mejor traje.

—Sólo tengo el que uso para los entierros —confesó Wallander—. Pero no será preciso que lleve una pajarita blanca, ¿verdad?

—No hace falta que vengas si tanto trabajo te cuesta.

—Intentaba hacer un chiste, mujer.

—Pues no lo has conseguido. Tienes como mínimo tres buenas corbatas, ponte una de ellas.

Cuando, hacia medianoche, Wallander tomó un taxi de vuelta a Löderup, pensó que la noche había resultado mucho más agradable de lo que esperaba. Tanto el viejo capitán de fragata como su mujer eran, de hecho, personas con las que se podía hablar. Wallander siempre estaba alerta con los desconocidos, pues pensaba que considerarían su condición de policía con desprecio más o menos manifiesto. Sin embargo, en ninguno de los dos advirtió muestras de algo así. Antes al contrario, mostraron lo que él interpretó como auténtico interés por su trabajo. Håkan von Enke tenía, además, sus opiniones, que Wallander estaba dispuesto a compartir, sobre la organización de la policía sueca y sobre las deficiencias en la investigación de varios casos de crímenes bien conocidos. El inspector tuvo a su vez la oportunidad de hacerle preguntas sobre los submarinos, sobre la Armada sueca, sobre el desmantelamiento de la defensa militar sueca…, a todas las cuales recibió respuestas tan entretenidas como documentadas. Louise von Enke no hablaba mucho y se dedicó a escuchar con una amable sonrisa la conversación que mantenían los demás comensales.

Después de llamar al taxi, Linda lo acompañó al jardín y fue con él hasta la verja. Lo llevaba agarrado por el brazo y apoyó la cabeza sobre su hombro, algo que la joven sólo hacía cuando estaba satisfecha con él.

—O sea, que me he portado bien —le preguntó Wallander.

—Mejor que nunca. No es que no sepas, la cuestión es que quieras.

—Que no sepa, ¿qué?

—Comportarte. Incluso hacer preguntas inteligentes sobre algo que no tenga que ver con el trabajo policial.

—Me han gustado, aunque de ella no puedo decir que sepa mucho.

—¿Louise? Ella es así. No habla mucho, pero escucha mejor que todos nosotros juntos.

—A mí me ha parecido un tanto misteriosa.

Salieron del jardín a la calle y se refugiaron bajo un árbol de la llovizna, que había seguido cayendo durante la velada.

—Pues yo no conozco a nadie tan misterioso como tú —aseguró Linda—. Durante años creí que escondías algo, pero ya he aprendido que de todos aquellos que parecen misteriosos sólo unos pocos esconden algo de verdad.

—¿Y yo me encuentro entre ellos?

—No lo creo. ¿Me equivoco?

—Supongo. Aunque, ¿quién sabe si en ocasiones no tenemos secretos cuya existencia ignoramos?

Vieron la luz del taxi en la oscuridad. Se trataba de uno de esos vehículos que parecían minibuses, que las compañías de taxis utilizaban cada vez más.

—Detesto esos autobuses —masculló Wallander.

—No te irrites, anda. Te llevaré tu coche mañana.

—Estaré en la comisaría a partir de las diez. Venga, entra y averigua lo que piensan de mí. Mañana quiero un informe exhaustivo.

Al día siguiente, poco antes de las once, Linda apareció con su coche.

—Bien —le dijo al entrar en su despacho sin llamar, como de costumbre.

—«Bien», ¿el qué?

—Que les caíste bien. Håkan lo expresó de una forma muy graciosa. Dijo: «Tu padre es un percibo extraordinario para la familia».

—Vaya, no sé ni lo que quiere decir eso.

Linda dejó las llaves del coche sobre la mesa. Tenía prisa, pues habían planeado salir de excursión con los suegros. Wallander echó una ojeada por la ventana. El manto de nubes empezaba a escampar.

—¿Vais a casaros? —le preguntó antes de que ella saliera por la puerta.

—Ellos tienen mucho interés —respondió Linda—. Te agradecería que no empezaras a insistir tú también. Ya veremos si encajamos.

—¿Cómo? ¡Si vais a tener un hijo!

—Para eso sí encajamos. Pero vivir después juntos toda la vida…, eso es otra cosa.

Y se marchó. Wallander escuchó el resonar de su andar rápido, de los tacones de las botas contra el suelo. «No conozco a mi hija», constató para sí. «Hubo un tiempo en que creí conocerlo, pero ahora empiezo a comprender que cada vez me resulta más extraña.»

Se colocó junto a la ventana y contempló el viejo depósito de agua, las palomas, los árboles, el cielo azul que asomaba entre las nubes cada vez menos espesas. Lo invadió un hondo desasosiego, una desolación que se extendía en torno a su persona. ¿O existía sólo en su interior? Era como si todo él, de forma imperceptible, estuviese transformándose en un reloj de arena cuyos granos fuesen cayendo silenciosos. Siguió observando las palomas y los árboles, hasta que cedió la desazón. Entonces se sentó a la mesa y continuó tenaz con la revisión de los informes allí amontonados.

A mediados de octubre, siete meses después, Wallander y sus colegas habían avanzado tanto en la investigación que pudieron acudir al fiscal y requerir la detención de cuatro sospechosos. Dos de ellos eran ciudadanos polacos, identificados gracias a las cámaras de vigilancia de la armería. Además, la policía había comprobado suficientes pruebas como para arremeter contra dos tipos de Gotemburgo, ambos vinculados al crimen organizado dirigido por inmigrantes de la antigua Yugoslavia.

Una vez más, Wallander evocó la violenta agresión acontecida en Lenarp hacía ya casi veinte años. Cuando se supo que los que estaban detrás de todo aquello eran extranjeros, se produjeron diversas acciones racistas, entre otras, ataques contra alojamientos de refugiados y el asesinato de una persona inocente. Fue una época horrenda.

Durante el dilatado y a menudo desesperanzador trabajo de investigación, Wallander comprobó que las dos colegas que trabajaban en equipo con él eran buenas profesionales. Creció el respeto que le inspiraban, y ellas le ayudaron a recobrar la energía que tenía la sensación de haber perdido durante los últimos años. Kristina Magnusson lo tenía impresionado en concreto por su perspicacia y su tenacidad. Él seguía mirándola a escondidas por los pasillos de la comisaría.

A Hanna Hansson le dieron el alta hospitalaria en verano. Perdió un ojo y sufría una lesión permanente en la espalda. Wallander habló en una ocasión con una de sus hijas, que regentaba una granja de caballos a las afueras de Hörby.

—No recuperará el ojo —explicó la hija—. Y los médicos no podrán aliviarle el dolor de espalda, pero lo peor no es eso. ¿Sabes qué es lo peor?

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