Pensó en lo que había soñado. Se hallaba en el vertedero que Eber tenía por hogar. Louise intentaba mantener el equilibrio mientras colgaba unas cortinas amarillas subida en una escalera. Él le preguntaba dónde se había escondido mientras estuvo ausente. Entonces Louise se caía de la escalera y moría en el acto. Herman Eber llegaba caminando entre las basuras, embutido en un uniforme militar alemán de color verde, era muy joven y su boca desdentada parecía un gran agujero negro. Intentaba decir algo, pero Wallander no logró entender sus palabras. Y entonces fue cuando se despertó con aquella sensación de miedo e impotencia. No era el estómago lo que lo molestaba, sino la muerte de Louise, que lo llenaba de desazón y de pesar. Algo estaba cambiando en el devenir de las cosas, se decía. Antes partía del supuesto de que Håkan era el protagonista. Pero ¿y si fuera Louise? «Por ahí es por donde he de empezar», resolvió. «Lo revisaré todo una vez más, pero desde otro ángulo, desde otra perspectiva.» En cualquier caso, antes necesitaba dormir un par de horas para recobrar las fuerzas y poder pensar con claridad. Se quitó la ropa y se arrebujó en la cama. Una araña trepaba por una viga del techo. Wallander no tardó en dormirse.
A las ocho de la mañana, cuando ya había tomado un prudente desayuno, vio a Linda que aparcaba el coche junto al buzón. Traía a Klara consigo y, desde donde estaba, le gritó a Wallander que ni se le ocurriera acercarse, por si las contagiaba. Debía mantenerse a un mínimo de dos metros de distancia, le dijo. Wallander se enojó un poco al verla llegar tan temprano: ya que estaba de vacaciones, quería disfrutar tranquilamente de sus mañanas.
Se sentaron en el jardín.
—¿Estás mejor?
—Mucho mejor.
—¿Qué te dije?
—Sí, ¿qué me dijiste? ¿Qué como poca verdura? ¡Qué sabrás tú lo que yo como y lo que no!
Linda lanzó un suspiro y ni se molestó en responder. Wallander se dio cuenta de que llevaba mechas azules en el pelo.
—¿Por qué te has teñido el pelo de azul?
—Porque me gusta.
—¿Y qué dice Hans?
—A él también le gusta.
—Permíteme que lo dude. ¿Por qué no se ha podido quedar con la niña, ya que tanto te asusta el contagio?
—Hoy ha tenido que ir al trabajo.
Al decir aquello, el rostro de Linda se ensombreció de pronto, parecía nerviosa.
—¿Hay algo que lo preocupe?
—Se están produciendo movimientos en el sector financiero mundial que no acaba de entender.
—Pues yo apenas entiendo lo que acabas de decirme. ¿«Movimientos en el sector financiero mundial»? Yo creía que trabajaba con acciones.
—Sí, eso también. Pero aparte de otras cosas. Derivados, opciones, fondos de inversión libre…
Wallander alzó ambas manos para detenerla.
—Vale, vale, no necesito oír más, de todos modos no entiendo una palabra.
Wallander fue a buscar un vaso de agua. Klara pateaba feliz en el césped.
—¿Qué tal le va a Mona?
—Está inaccesible, no atiende el teléfono. Y cuando llamo a la puerta de su casa, no me abre, aunque sé que está dentro.
—En otras palabras, sigue bebiendo.
—No lo sé. En estos momentos soy incapaz de responsabilizarme de un niño más. Ya tengo bastante con Klara.
Un avión con rumbo al aeropuerto de Sturup sobrevoló la zona a baja altura. Una vez extinguido el rugir del avión, Wallander le contó a Linda su visita a Herman Eber. Le refirió la conversación con todo lujo de detalles, y también las ideas que se le ocurrieron. A medida que se convencía de que Louise había muerto asesinada, le parecía que la otra mitad del misterio se adensaba. ¿Por qué querría nadie matar a Louise? ¿Cuál podría ser el vínculo de aquella mujer apacible con un país como la Alemania Oriental? Un país ya muerto y enterrado… Si es que existía alguna relación, claro.
Wallander guardó silencio. Klara se arrastraba a los pies de Linda, que meneó la cabeza despacio.
—No dudo de lo que me dices, pero ¿adónde nos lleva, qué significa?
—No lo sé. En estos momentos sólo me hago una pregunta. ¿Quién era, en realidad, Louise von Enke? ¿Qué ignoro de ella?
—¿Qué sabemos, en realidad, de cualquier persona? ¿No es eso lo que tú me repites una y otra vez, que no me sorprenda? Además, existe un vínculo con la antigua Alemania Oriental —dijo Linda reflexiva—. ¿No te lo había contado?
—Sólo que le interesaba la cultura clásica alemana y que era profesora de alemán.
—Bueno, me refiero a un suceso muy lejano en el tiempo —explicó Linda—. Hace casi cincuenta años. Antes de que naciese Hans. Y de que naciese Signe, por cierto. En realidad deberías hablar de ello con Hans.
—Ya, en fin, pero podemos empezar por lo que tú sabes —insistió Wallander.
—No es mucho, pero Louise estuvo en la RDA a principios de los años sesenta, junto con algunas jóvenes promesas suecas de la natación. Era una especie de intercambio deportivo. Louise entrenaba a aquellas jóvenes. Al parecer, ella misma había sido muy buena de joven en salto de trampolín, pero de todo eso yo no sé mucho. Creo que durante unos años estuvo varias veces en Berlín Oriental y en Leipzig. Luego se acabó de pronto. Según Hans, hubo una razón concreta para que finalizasen los viajes.
—¿Cuál?
—Håkan le dejó muy claro que las visitas a la Alemania del Este tenían que terminar. No era positivo para su carrera militar tener una esposa que viajaba constantemente a un país al que Suecia consideraba enemigo. Se supone que los militares y los políticos suecos pensaban en Alemania del Este como uno de los más horribles vasallos de la Unión Soviética.
—Pero ¿acaso no estás segura de eso que me dices?
—Louise siempre se subordinaba a su marido. Yo creo que la situación a principios de los sesenta se hizo insostenible. Håkan estaba alcanzando una posición importante en la armada.
—¿Sabes cómo se lo tomó ella?
—Ni idea.
De repente, Klara se clavó algo que había en el suelo y rompió a llorar. Wallander, que no soportaba el llanto de los niños, fue a acariciar a
Jussi
y se quedó con él hasta que Klara se calmó.
—¿Qué hacías cuando era yo la que lloraba?
—Entonces mis oídos eran más resistentes.
Permanecieron un rato en silencio observando a la pequeña, que examinaba un diente de león atrapado entre dos piedras.
—Comprenderás que yo he estado dándole vueltas todo el tiempo que llevan desaparecidos —dijo Linda—. He ido retrotrayéndome en el tiempo e intentando recordar detalles de conversaciones, y su modo de comportarse entre sí y con los demás. He intentado sacarle a Hans todo lo que sabe y todo lo que daba por supuesto que yo debía saber. Hace tan sólo unos días tuve la sensación de que había algo que no encajaba, que no me había contado toda la verdad.
—¿Sobre qué?
—El dinero.
—¿Qué dinero?
—Pues a que seguramente hay, guardado en algún sitio, mucho más dinero del que me habían dicho. Håkan y Louise vivían bien. Sin lujos que llamaran la atención, sin exageraciones, pero podrían haber gastado más si hubieran querido.
—¿De qué sumas de dinero hablamos?
—No me interrumpas —le espetó enojada—. Te lo diré en su momento, te lo pienso contar a mi ritmo. Claro que es un problema que Hans no me lo haya contado todo, debería haberlo hecho. Me irrita y sé que, tarde o temprano, tendré que abordar esa cuestión con él.
—¿Quieres decir que el dinero adquiere un nuevo significado o tiene mayor relevancia?
—No, pero no me gusta que Hans no sea claro. No tenemos por qué hablar de ello ahora.
Wallander juntó las palmas de las manos excusándose y dejó de preguntar. Entonces Linda se dio cuenta de que Klara estaba comiéndose el diente de león y se lo quitó de la boca, con lo que la pequeña empezó a llorar otra vez. Wallander decidió soportarlo estoicamente y se quedó sentado.
Jussi
deambulaba abandonado en su recinto y observaba la escena con desinterés. «Mi familia», constató Wallander. «Todos están aquí, salvo mi hermana Kristina y mi ex mujer, que se entretiene en matarse bebiendo.»
El incidente no tardó en suceder, Klara volvía a emprender gateando sus aventuras, Linda se mecía en la silla.
—No te garantizo que resista —le dijo Wallander.
—Los viejos muebles de jardín del abuelo… —recordó Linda—. Si la silla se rompe, sobreviviré: caeré en tu seto descuidado y lleno de hojarasca.
Wallander no respondió, pero advirtió que lo irritaba que Linda siempre anduviese fisgando en lo que él hacía para luego señalar enseguida los fallos.
—Llevo toda la mañana, desde que me desperté, sin poder quitarme de la cabeza una pregunta —continuó Linda—. Y no puede esperar, por importante que sea el asunto de Louise y Håkan. No entiendo cómo he logrado evitar hacérosla a ti o a mamá durante todos estos años. Quizá tuviese miedo de la respuesta… Nadie quiere ser engendrado por azar…
Wallander se puso en guardia enseguida. Era rarísimo que Linda llamase «mamá» a Mona. Y no era capaz de recordar la última vez que lo llamó papá a él, salvo cuando lo hacía enojada o con ironía.
—No te asustes —prosiguió—. Se te ve en la cara que te has puesto nervioso. Sólo quiero saber cómo os conocisteis. El primer día que mis padres se conocieron. Es algo que desconozco.
—Yo tengo mala memoria —respondió Wallander—. Pero no hasta ese extremo… Nos conocimos en 1968, en un barco, durante la travesía de Copenhague a Malmö. Íbamos en uno de los transbordadores lentos, no en un hidroavión, y era muy tarde.
—¿Hace cuarenta años?
—Los dos éramos muy jóvenes. Ella estaba sentada a una mesa, no había sitio. Le pregunté si podía sentarme a su mesa y me dijo que sí. Me encantará contarte más otro día, no estoy preparado para empezar a remover el pasado. Pero volvamos a lo del dinero. ¿De qué cantidades estamos hablando?
—Un par de millones. Pero no te librarás de contarme lo que pasó en el transbordador a Malmö.
—Bueno, justo en el transbordador no pasó nada, pero te prometo que te lo contaré otro día. ¿Quieres decir que tenían millones en el banco? ¿Y de dónde los han sacado?
—Ahorro.
Wallander frunció el entrecejo. Era demasiado dinero para tenerlo ahorrado. Él no podía ni soñar siquiera con ahorrar una suma semejante.
—¿Tú crees que eso es posible? ¿No cabría sospechar que hay algo de fraude fiscal o de otro tipo de trapicheos?
—Según Hans, imposible.
—Pero según tú, no ha sido claro contigo en lo relativo al dinero, ¿me equivoco?
—Pero tampoco hacía falta. Hasta hace unos meses, lo que sus padres hicieran con sus ahorros era cosa de ellos, desde luego.
—¿Y qué hacían con ellos?
—Le pedían a Hans que se los invirtiera. Con cautela, sin correr riesgos.
Wallander reflexionó un instante. Algo le decía que lo que acababa de oír podía revestir la mayor importancia. Llevaba toda su carrera policial oyendo que el dinero era la razón de los delitos más graves que la gente era capaz de cometer contra sus semejantes. No existía un móvil más frecuente ni con más variantes.
—¿Quién de los dos se encargaba de los negocios? ¿Ambos o sólo Håkan?
—Eso lo sabrá Hans.
—Pues tenemos que hablar con él.
—Querrás decir que tengo que hablar con él. Si hay algo, te lo haré saber.
Klara bostezaba sentada en el suelo. Linda le hizo una señal a Wallander, que tomó en brazos a la pequeña y la tendió en la hamaca. Linda le sonrió.
—Intento verme a mí misma en tu regazo —le confesó—. Pero me cuesta.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé. Pero no pretendía herirte.
Una pareja de cisnes apareció sobrevolando los campos y padre e hija siguieron el silbido de los trazos blancos de las aves en el cielo.
—¿De verdad crees que Louise fue asesinada? —preguntó Linda.
—La investigación debe proseguir, pero yo creo que hay indicios suficientes que apoyan esa hipótesis.
—Pero ¿por qué? ¿Y a manos de quién? ¿Y todo eso de que llevaba documentos secretos rusos en el bolso? Deben de ser invenciones sin sentido.
—Llevaba documentos secretos suecos cuyo destinatario era la Unión Soviética. Atiende bien lo que te digo.
Wallander se esperaba una respuesta airada por su parte, pero Linda asintió, pues consideraba que su padre tenía razón.
—Aún queda una cuestión —observó Wallander—. ¿Dónde está Håkan?
—¿Vivo o muerto?
—Para mí Håkan está más vivo desde que hallamos a Louise muerta. Carece de lógica, lo sé, y no hallo ninguna explicación lógica para ese presentimiento. Mi experiencia como policía es larga, desde luego, pero ni siquiera ahí encuentro una justificación unívoca. Y aun así, creo que está vivo.
—¿Crees que fue él quien asesinó a Louise?
—Bueno, no hay nada que apoye esa suposición.
—Como tampoco hay nada que la contradiga.
Wallander asintió sin decir nada. Exactamente eso era lo que había pensado. Su hija razonaba como él.
Media hora después, Linda se metió en el coche y se marchó.
Ya por la noche, Wallander salió a dar un paseo con
Jussi
. Se detuvo al borde de una cuneta y orinó. Los campos recién segados olían intensamente.
De repente, y a pesar de todo, tomó conciencia de que
había algo
que sí veía muy claro. No importaba lo que hubiese ocurrido, todo había empezado con Håkan von Enke. Y con él acabaría todo. Louise era un eslabón intermedio, por más que hacía unas horas él mismo hubiese creído lo contrario.
Sin embargo, no sabía adónde lo conduciría aquello. Volvió a casa más preocupado que antes. Lo único que hasta el momento parecía un hecho irrefutable era que Håkan von Enke estuvo un día ante él, en una sala de fiestas de Djursholm, y que entonces parecía verdaderamente inquieto.
«Ahí empezó todo», se dijo Wallander. «Empezó con un hombre inquieto.»
Eso debía ser. Sencillamente: debía ser eso.
«Una noche de julio.»
Wallander estaba sentado bolígrafo en mano. La introducción a la carta que había iniciado sonaba, a su juicio, como el título de una mala película sueca de los años cincuenta. O tal vez como una novela, bastante mejor, de unos decenios antes. Una de las que circulaban en su casa cuando era niño y que pertenecían a su abuelo materno, fallecido mucho antes de que él naciera.
Por lo demás, la descripción que incluía su misiva era fiel a la realidad. Había llegado el mes de julio y era de noche. Wallander se había ido a dormir cuando, de repente, recordó que dentro de unos días sería el cumpleaños de su hermana Kristina. Él había convertido en costumbre el hecho de escribirle la única carta del año para felicitarla. De modo que se levantó, ya que ni siquiera estaba cansado, pues encontró en la carta una buena excusa para no quedarse despierto y dando vueltas en la cama. Se sentó a la mesa de la cocina con papel y la pluma que le había regalado Linda cuando cumplió los cincuenta. Las primeras palabras quedaron tal cual las había escrito, «una noche de julio», sin modificar. Fue una carta muy breve, pues una vez que le habló de la alegría por el nacimiento de Klara, no creyó tener mucho más que contar. Las cartas a su hermana resultaban más cortas a medida que pasaban los años y Wallander se preguntó con amargura cómo acabarían… Leyó lo escrito, lo halló pobre, pero no tenía más que añadir. La relación con su hermana Kristina tuvo su culmen durante los últimos años de vida de su padre. A partir de entonces, apenas se habían visto alguna vez, cuando Wallander iba a Estocolmo y se le ocurría llamarla. Eran completamente distintos y además conservaban recuerdos del todo diferentes de su niñez, de modo que al cabo de unos minutos juntos solía agotarse la conversación y ambos se miraban como preguntándose: «¿de verdad que no teníamos nada más que decirnos tú y yo?».