Fanny Klarström se levantó dispuesta a servir más café. Wallander cubrió la taza con la mano con gesto amable. Cuando la anciana volvió a sentarse, Wallander se fijó en sus piernas hinchadas y llenas de várices. Y le pareció verla allí, entre los oficiales de la Armada en su sala de celebraciones.
—Eso es cuanto recuerdo —dijo al cabo—. ¿Crees que puede serte de utilidad?
—Seguro que sí —contestó Wallander—. Toda la información que recibamos aumenta nuestras posibilidades de esclarecer lo sucedido.
La mujer se quitó las gafas y lo observó con mirada escrutadora.
—Y Håkan Von Enke, ¿estará muerto también?
—No lo sabemos.
—¿Es posible que la matara él?
—Tampoco lo sabemos. Pero, claro, todo es posible.
—Sí, suele ser así —convino ella lanzando un suspiro—. Los hombres matan a sus esposas. A veces dicen que habían pensado en quitarse la vida ellos mismos después, pero muchos no se atreven.
—Sí —afirmó Wallander—. Sucede a menudo. A la hora de la verdad son muchos los hombres que demuestran su cobardía.
De repente, Fanny Klarström empezó a llorar de nuevo. Unas lágrimas apenas perceptibles rodaban por sus mejillas. Wallander volvió a sentir el nudo en la garganta. «La soledad no es hermosa», se dijo. «Esta mujer se ve aquí, en medio de la mudez de tanta fotografía, con la soledad como única acompañante.»
—Antes nunca me echaba a llorar —dijo enjugándose las lágrimas—. Pero a medida que envejezco, cada vez acude a mi mente con más frecuencia el recuerdo de mi marido. Creo que me espera allá abajo, en las profundidades, que me reclama. Y pronto iré tras él. He terminado de vivir mi vida, ésa es la sensación que tengo. Aún así, sigo aquí, un viejo corazón cansado que late día tras día. Tras el propio otoño vendrán primaveras ajenas.
—Es muy poético —dijo Wallander.
—Lo sé —dijo entre risas—. Una vieja que compone versos en sus ratos solitarios.
Wallander se levantó y le dio las gracias. Ella se empeñó en acompañarlo hasta el coche pese al evidente dolor de piernas que sufría. Ya no se veía por allí al hombre de la cortacésped.
—El verano nos infunde nostalgia —dijo estrechándole la mano—. Mi marido lleva sesenta años muerto. Aun así, siento una profunda añoranza de él, como cuando acabábamos de conocernos o los escasos años que compartimos. ¿Acaso puede un policía sentir algo parecido?
—Desde luego que sí —respondió Wallander—. Por supuesto que puede.
La mujer se despidió con la mano mientras él se alejaba. «Jamás volveré a verla», se dijo el inspector. Dejó el pueblecito y la melancolía que le había inspirado la visita a Fanny Klarström, pero era incapaz de dejar de pensar en lo que le había dicho sobre los maridos que matan a sus mujeres y luego son demasiado cobardes para quitarse la vida. Después de su encuentro con Herman Eber, una de las primeras ideas que se le ocurrieron fue ésa, precisamente, que Håkan von Enke hubiese matado a su mujer.
No existía ningún móvil, ninguna prueba, ninguna pista. No era más que una posibilidad entre muchas otras. Sin embargo, era como si el haber oído pronunciar a Fanny Klarström aquellas palabras lo obligara a reconsiderar aquella frágil hipótesis. Mientras cruzaba los bosques de Småland, intentó recrear en su mente la cadena de sucesos que habría podido conducir a que Louise hubiese muerto a manos de su marido.
Llegó a casa sin ninguna idea clara al respecto. Aquella noche, antes de conciliar el sueño, estuvo despierto un buen rato, pensando en Fanny Klarström.
El sonido estentóreo del teléfono vino a interrumpir el sueño de Wallander. Era el viejo aparato de su padre, que por razones sentimentales había conservado cuando desalojó la casa de Löderup antes de venderla. Pensó dejarlo sonar hasta que se cansaran, pero al final se levantó a responder. Era una de las nuevas chicas de recepción de la comisaría. Ebba, la recepcionista de toda la vida, se había jubilado ya y su marido y ella se habían ido a vivir a un apartamento de Malmö, donde vivían sus hijos. Wallander no era capaz de recordar el nombre de la nueva recepcionista, ¿Anna, quizá? No estaba seguro.
—Tengo aquí a una mujer que pregunta por tu dirección —le dijo la joven—. Y sólo puedo dársela con tu consentimiento. Es extranjera.
—Claro —respondió Wallander—. Todas las mujeres que conozco son extranjeras.
Ya que estaba al teléfono, se puso a buscar dentista y, al tercer intento, logró dar con uno que podía atenderlo al cabo de una hora.
Eran casi las doce cuando regresó del dentista y ya estaba pensando en sentarse a almorzar cuando llamaron a la puerta. La reconoció enseguida, aunque estaba muy cambiada. Habían pasado muchos años desde la última vez que vio a Baiba Liepa, de Riga, Letonia. Pero allí estaba, aunque más pálida y con más años.
—¡Madre mía! —exclamó—. ¿Así que has sido tú la que ha preguntado por mi dirección en la comisaría?
—No quiero molestar, así que…
—Pero ¿cómo ibas tú a molestarme?
La atrajo hacia sí, le dio un abrazo y notó que se había quedado muy delgada. Habían pasado más de quince años de su breve pero intensa historia de amor. Y haría más de diez años que perdieron el contacto. La última vez él estaba borracho y la llamó por teléfono a media noche. Después lo lamentó, claro está, y decidió no volver a ponerse en contacto con ella nunca más. Sin embargo, al tenerla ahora delante, sintió prender la antigua llama. Baiba fue la mayor pasión que vivió jamás. Conocerla lo hizo ver con perspectiva su prolongada relación con Mona. Con Baiba experimentó una sensualidad que no creía posible y estaba dispuesto a comenzar una vida nueva. Quería casarse con ella, pero ella lo rechazó. No quería volver a vivir con un policía y correr el riesgo de quedarse viuda por segunda vez.
Ahora estaban uno frente al otro en la sala de estar de Wallander. Aún le costaba creer que fuese ella, que de verdad hubiese regresado de alguna parte, desde un lugar lejano en el tiempo y en el espacio.
—Jamás pensé que volveríamos a vernos otra vez —admitió Wallander.
—No me has llamado una sola vez.
—No, no te he llamado. Quería que pasase lo que pasó.
La condujo hasta el sofá y se sentó a su lado. De repente, tuvo la intuición de que algo andaba mal. Estaba demasiado pálida, demasiado delgada, quizá también demasiado cansada y lenta en sus movimientos. Ella adivinó lo que pensaba, como siempre, y le tomó la mano.
—Quería verte —le dijo—. Uno cree que la gente desaparece para siempre, hasta que un día se despierta y comprende que todo sigue ahí. Nunca logramos liberarnos del todo de las personas que han significado algo para nosotros.
—Has venido por una razón especial, ¿verdad? —preguntó Wallander—. Después de tantos años, te presentas de repente.
—Me tomaría un té —sugirió ella—. ¿Seguro que no molesto?
—Sólo tengo un perro —respondió Wallander—. Eso es todo.
—¿Cómo está tu hija?
—¿Te acuerdas de su nombre?
A Baiba le dolió aquella pregunta y Wallander recordó lo fácil que resultaba herirla.
—¿De verdad creías que había olvidado a Linda?
—Bueno, pensé que habías erradicado todo lo que tenía que ver conmigo.
—Hay algo de ti que nunca me gustó. Siempre te pones tan dramático cuando se trata de cosas serias. ¿Cómo se puede «erradicar» a alguien a quien se ha amado?
Wallander se había levantado e iba camino de la cocina para preparar el té.
—Voy contigo a la cocina —le dijo Baiba al tiempo que se ponía de pie.
Al ver el esfuerzo que le suponía, Wallander comprendió que estaba enferma. Baiba tomó un cazo y puso agua a hervir, como si conociese la cocina. Él sacó dos tazas que había heredado de su madre, lo único que en realidad le quedaba de ella. Y se sentaron a la mesa de la cocina.
—Esto es precioso —le dijo Baiba—. Recuerdo que hablabas de mudarte al campo, pero nunca creí que lo harías.
—Ya, yo tampoco creía que llegara a ser realidad. Ni que fuese a tener perro.
—¿Cómo se llama?
—Es un macho, se llama
Jussi
.
Y ahí murió la conversación. La observó a hurtadillas. A la radiante luz del sol que se filtraba por la ventana, su demacrado aspecto parecía acentuarse.
—Yo nunca he dejado Riga —dijo Baiba de pronto—. Por dos veces he conseguido mudarme a un apartamento mejor, pero a mí la idea de vivir en el campo se me hace casi insoportable. Cuando yo era niña, viví con mis abuelos paternos varios años. Era una vida de pobreza que siempre asociaré con la Letonia rural. Es probable que sea una imagen falsa, pero nunca lograré deshacerme de ella.
—Antes trabajabas en la universidad, ¿a qué te dedicas ahora?
Baiba no respondió enseguida, bebió un poco de té, despacio y a sorbitos, y apartó la taza antes de responder.
—En realidad, yo estudié ingeniería —le explicó—. ¿Lo habías olvidado? Cuando nos conocimos, trabajaba traduciendo libros de texto para la Facultad de Ingeniería, pero ya no sigo allí. Ahora…, estoy enferma.
—¿Qué tienes?
Respondió con serenidad, como si no estuviese hablando de nada grave.
—La muerte. Tengo cáncer. Pero ahora no quiero hablar de eso. ¿Me permites que me tumbe y descanse un poco? Los analgésicos que tomo son tan fuertes que me dejan casi dormida.
Ella se encaminó al sofá, pero Wallander la guió hasta la cama de su dormitorio, cuyas sábanas había cambiado hacía un par de días. Las alisó antes de que ella se acostase. Casi se le perdió la cabeza entre los pliegues del almohadón. Le sonrió levemente, como inspirada por un recuerdo.
—¿No me he acostado yo en esta cama en alguna otra ocasión?
—Totalmente cierto. Es una cama vieja.
—Bien, entonces apelaré a esa época y dormiré aquí un rato. Sólo una hora. En la comisaría dijeron que estabas de vacaciones.
—Puedes dormir todo el tiempo que quieras.
No estaba seguro de que ella lo hubiese oído, quizás ya estuviese dormida. «¿Por qué viene a verme ahora?», se preguntó. «No soporto más muerte y más desgracia, una esposa que se mata bebiendo, una suegra asesinada…» Enseguida se arrepintió y se sentó despacio y con cuidado a los pies de la cama para contemplar a Baiba. Volvió el recuerdo del gran amor y le afectó de tal modo que casi empezó a temblar. «No quiero que muera», se dijo. «Quiero que siga viva. Quién sabe si no estaría dispuesta un día a, una vez más, compartir su vida con un policía…»
Wallander salió y se sentó en una de las sillas del jardín. Al cabo de un rato soltó a
Jussi
. El coche de Baiba era un viejo Citroën con matrícula letona. Encendió el móvil y vio que Linda lo había llamado. Pareció contenta de oírlo.
—Hola, sólo quería contarte que Hans ha recibido una bonificación en el trabajo, unas doscientas mil coronas. Lo que significa que podremos hacer reformas en la casa.
—Pero ¿de verdad que se merece esa bonificación? —preguntó Wallander en tono desabrido.
—¿Y por qué no iba a merecerla?
Wallander le contó que Baiba estaba en su casa de visita. Linda oyó lo que le contaba de la mujer que, en ese momento, descansaba en la cama de su padre.
—Yo la he visto en fotos —dijo Linda—. Y tú me hablaste de ella, hace ya mucho tiempo. Pero, según mamá, no era más que una prostituta letona.
Wallander se enfureció.
—Tu madre puede llegar a ser terrible. Es una vergüenza que diga algo así. En muchos sentidos, Baiba posee todas las cualidades que a ella le faltan. ¿Cuándo te dijo tal cosa?
—¿Y cómo quieres que me acuerde?
—Pienso llamarla y decirle que no intente ponerse en contacto conmigo nunca más.
—¿Qué ganarás con eso? Supongo que estaba celosa. Los celos nos hacen decir cosas así.
Wallander comprendió, muy a su pesar, que Linda tenía razón y terminó serenándose. Y entonces le contó a Linda que Baiba estaba enferma.
—¿Y ha venido a despedirse de ti? Vaya… qué triste.
—Sí, ésa ha sido mi primera conclusión. Me sorprendió y me produjo una gran alegría verla de nuevo. Pero al conocer su estado, me invadió el abatimiento. Últimamente tengo la sensación de estar rodeado sólo de muerte y de sufrimientos.
—Bueno, siempre lo has estado —replicó Linda—. Ése era uno de los primeros temas que se abordaban en la Escuela Superior de Policía. ¿Qué tipo de vida profesional nos aguardaba? Pero no te olvides de que tienes a Klara.
—No me refiero a eso —objetó Wallander—. Es la sensación de senectud que se adueña de mí y se aferra a mi cuello con sus garras. Menguará el número de los escasos amigos de mi círculo. Cuando mi padre murió, yo pasé a ser el siguiente, no sé si me explico. Klara es el último eslabón de la cadena, yo soy el primero.
—Si Baiba ha ido a verte será porque significas algo para ella. Eso es lo único importante.
—Ven a mi casa —propuso Wallander—. Me gustaría que conocieras a la única mujer verdaderamente importante en mi vida.
—Aparte de Mona, ¿no?
—Por supuesto.
Linda reflexionó un momento, antes de responder.
—Ha venido a verme una amiga. ¿Te acuerdas de Rakel? Es policía y ahora está destinada en Malmö. Klara y ella se llevan bien.
—¿No vas a traer a Klara?
—No, iré sola y llegaré dentro de un rato.
Habían dado las tres cuando Linda entró en la explanada, donde se vio obligada a frenar en seco para no chocar de plano con el coche de Baiba. A Wallander lo preocupaba mucho la velocidad a la que conducía Linda. Por otro lado, se alegraba cada vez que Linda se abstenía de usar la moto en lugar del coche. Y así se lo decía, aunque sólo obtenía un resoplido por respuesta.
Baiba ya se había despertado y había tomado un poco de agua y otra taza de té. Wallander vio a hurtadillas cómo se ponía una inyección en el muslo. Por un instante atisbó su cuerpo semidesnudo y sintió que lo embargaba la desesperación por lo que pasó y nunca podrían vivir de nuevo.
Baiba estuvo un buen rato en el cuarto de baño. Cuando salió, su aspecto denotaba menos cansancio que hacía unas horas. Para Wallander fue un gran acontecimiento presenciar el encuentro entre Linda y Baiba. Ahora le pareció ver a la Baiba que conoció en Letonia, tanto tiempo atrás.
Como si fuese lo más natural del mundo, Linda también la abrazó y le dijo que se alegraba de conocer por fin al gran amor de su padre. Wallander se sintió algo turbado, pero al mismo tiempo, feliz de verlas juntas. Pese a lo enojado que estaba con Mona pensó que si ella hubiese estado allí y Linda hubiese llevado a Klara, habría tenido allí reunidas a las únicas mujeres de su vida, cada una a su manera. Un gran día, se decía, en pleno verano, en pleno tiempo de senectud, cuando el peso de la edad se le acercaba implacable.