El hombre inquieto (40 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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Wallander imprimió las dos páginas del diario. Había una fotografía de Fanny Klarström. Wallander calculó que, entonces, debía de tener unos cincuenta años, con lo que aún podía seguir viva. Tomó nota, además, del nombre del periodista y pensó que aquélla era la segunda sala de celebraciones que se topaba en relación con Håkan von Enke. Dobló el artículo impreso y se lo guardó en el bolsillo. No era infrecuente que, de vez en cuando, circulase el rumor de una confabulación entre ciertos círculos policiales. Sin embargo, a Wallander jamás lo habían invitado a ninguna. Lo más parecido que podía recordar fue aquella ocasión en que Rydberg propuso que, una vez al mes, fuesen a comer y a beber bien al restaurante del castillo de Svaneholm. Pero jamás llegaron a hacerlo.

Wallander cerró el ordenador y dejó el despacho. Cuando iba a medio camino por el pasillo, se dio la vuelta y fue a apagar la luz. Se marchó por el mismo camino por el que había llegado, por el sótano, no sin antes sacar de su taquilla unas toallas y camisas sucias para lavarlas en casa.

Se detuvo en el aparcamiento e inspiró con fruición el aire de la noche estival. Aún le quedaba mucho de vida. Aún sentía un gran deseo de vivir.

Llegó a casa, durmió, tuvo un sueño desapacible con Mona, pero se despertó descansado. Se levantó diligente de la cama con la intención de aprovechar la inesperada energía que lo embargaba. No habían dado las ocho cuando se sentó al teléfono para intentar localizar al periodista que, hacía más de veinte años, había escrito el artículo sobre las reuniones secretas de los oficiales de la marina. Tras varias consultas infructuosas al número de información telefónica, observó con impaciencia su ordenador estropeado y se preguntó a quién iría a molestar, si a Linda o a Martinsson. Eligió al segundo. Llamó a su casa, donde respondió uno de los nietos del colega. Wallander no había logrado entablar ninguna conversación sensata con la jovencísima criatura cuando Martinsson se puso al teléfono.

—Estabas hablando con Astrid —le explicó—. Tiene tres años, el cabello color rojo fuego y le encanta tirarme de los mechones de pelo que me quedan.

—Ya. Verás, tengo el ordenador estropeado. ¿Me permites que te dé la lata un poco? Necesito cierto trabajo de investigación.

—Te llamo dentro de unos minutos, ¿de acuerdo?

Martinsson lo llamó cinco minutos más tarde. Wallander le proporcionó el nombre del periodista, Torbjörn Settervwall. A Martinsson no le llevó mucho tiempo dar con él.

—Con tres años de retraso —anunció Martinsson.

—¿Qué quieres decir?

—Que Torbjörn Setterwall falleció hace tres años. En un extraño accidente de ascensor, parece. Tenía cincuenta y cuatro años, dejó mujer y tres hijos. ¿Cómo puede uno morirse en un ascensor?

—Supongo que se rompería y se precipitaría hasta el sótano, ¿no? O tal vez por atrapamiento.

—Bueno, no es mucha la ayuda que he podido ofrecerte.

—Espera, necesito buscar otro nombre —dijo Wallander—. Quizá te resulte más difícil. Además, el riesgo de que la mujer que busco esté muerta es aún mayor.

—¿Cómo se llama?

—Fanny Klarström.

—¿Periodista?

—Camarera.

—Veamos. Sí, será más difícil… pero ni el nombre, Fanny, ni el apellido, Klarström, se encuentran entre los más comunes.

Wallander aguardó mientras Martinsson hacía la búsqueda. Lo oyó tararear una cancioncilla al tiempo que tecleaba. «Vaya, parece que Martinsson, por lo general tan sombrío, está hoy de buen humor. Espero que le dure», pensó Wallander.

—Te llamo dentro de un rato. Parece que me llevará más tiempo.

Martinsson no tardó ni veinte minutos. Cuando volvió a llamarlo, le contó que Fanny Klarström, de ochenta y cuatro años, vivía en Markaryd, en Småland. Tenía un apartamento propio en un complejo para ancianos llamado Lillgården.

—¿Cómo la has localizado? —quiso saber Wallander—. ¿Estás seguro de que es la persona que busco?

—Segurísimo.

—¿Y por qué?

—Porque acabo de hablar con ella —respondió Martinsson dejando perplejo a Wallander—. La he llamado y me ha dicho que trabajó de camarera cerca de cincuenta años.

—Increíble. Algún día tendrás que contarme qué haces tú con los ordenadores que no consigo hacer yo.

—Prueba a utilizar la página «hitta.se» —sugirió Martinsson.

Wallander anotó la dirección y el teléfono de Fanny Klarström. A decir de Martinsson, sonó muy mayor y tenía la voz cascada, pero parecía regir bien.

Después de la conversación con Martinsson salió al jardín. El sol brillaba en un cielo azul despejado. Una bandada de milanos planeaba contra corriente oteando las cabeceras de los campos en busca de una presa. Wallander pensó en Nyberg y en su añoranza de vivir en medio de espesos bosques. ¿Qué deseaba él, salvo lo que ya tenía? Nada, se decía. Quizá sólo poder permitirse viajar al sur en los meses más crudos del invierno. Un pequeño apartamento en España. Pero enseguida lo desechaba. Jamás se encontraría bien allí, rodeado de extraños y de una lengua que sólo lograría aprender de forma rudimentaria. De un modo u otro, Escania sería su última estación. Seguiría viviendo en su casa mientras pudiera. Y cuando ya no pudiese valerse por sí mismo, esperaba que el final llegase pronto. Más que nada en el mundo temía que su vejez se redujese a la espera del fin, en un período en el que nada de lo que constituía su vida de siempre fuese posible.

Tomó una decisión. Viajaría a Markaryd para ver a la camarera. No sabía qué esperaba sacar en claro de una conversación con ella, pero no lograba librarse de la curiosidad que aquel artículo había despertado en él. Abrió su viejo atlas escolar. Markaryd se hallaba a tan sólo unas horas en coche. Partió ese mismo día tras hablar con Linda por teléfono. Ella lo escuchó con atención. Una vez al corriente, Linda quiso acompañarlo. Él se molestó y le preguntó cómo pensaba que soportaría Klara un viaje en coche en un día que se presentaba como de los más calurosos del verano.

—Hans está en casa, que se ocupe de su hija —respondió ella.

—Ah, bueno, en ese caso, es distinto.

—No quieres que vaya contigo, lo noto en el tono de voz.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad.

Y era verdad. Wallander se había hecho a la idea de un viaje en coche en solitario, rumbo a los bosques norteños de Småland. Era uno de sus placeres sencillos, viajar en coche sin compañía. Le gustaba concederse esa libertad, solo con sus pensamientos, con la radio apagada y la posibilidad de detenerse cuando le viniese en gana. Pero Linda lo había adivinado.

—¿Estás enfadada? —preguntó.

—No —respondió Linda—. Pero a veces eres demasiado raro para mi gusto.

—Bueno, uno no puede elegir a sus padres. Y si soy raro, lo habré heredado de tu abuelo, que sí que era un hombre curioso.

—Suerte. Y cuando hayas hablado con ella, me cuentas. En honor a la verdad, te diré también que eres un hombre que no se rinde.

—Y tú, ¿te rindes tú?

Linda se rió quedamente.

—Jamás. No sé ni cómo se escribe rendirse.

Cuando Wallander se puso en marcha eran las once de la mañana. Hacia la una había llegado a Ålmhult, donde comió en el atestado restaurante de Ikea. La larga cola que había en la barra lo impacientó e irritó. Y comió demasiado rápido y sin control. Después se equivocó de carretera y llegó a Markaryd una hora más tarde de lo previsto. En una gasolinera le indicaron el camino hasta el hogar de ancianos de Lillgården. Cuando salió del coche, pensó enseguida en la gran similitud que guardaba con la residencia de Niklasgården. Se preguntó si el hombre que dijo ser tío de Signe von Enke habría vuelto a visitarla. Lo averiguaría en cuanto tuviese un momento.

Había un hombre de edad vestido con un mono azul inclinado sobre una máquina cortacésped vuelta boca arriba. El hombre extraía con una varilla plastas de césped adherido a las cuchillas. Wallander le preguntó por el apartamento de Fanny Klarström. El hombre se levantó y estiró la espalda. Hablaba con un marcado acento de Småland que a Wallander le costaba comprender.

—El último, en la planta baja.

—¿Cómo se encuentra la mujer?

El hombre observó a Wallander con una mirada tan escrutadora como suspicaz.

—Fanny está vieja y cansada. ¿Quién eres tú?

Wallander sacó su carnet de policía pero se arrepintió en el acto. ¿Por qué arriesgarse a exponer a la pobre Fanny a que la gente anduviese diciendo que un policía había dio a verla? Sin embargo, ya era demasiado tarde. El hombre del mono estudió la identificación con detenimiento.

—Intuyo por tu acento que eres de Escania. ¿Ystad, quizá?

—Ya lo ves.

—¿Y has venido hasta Markaryd para ver a Fanny?

—En realidad, no se trata de ningún asunto policial —explicó Wallander con toda la amabilidad de que fue capaz—. Es más bien una visita de tipo personal.

—A Fanny le hará bien. Casi nunca recibe visitas.

Wallander señaló la máquina cortacésped con la cabeza.

—Deberías utilizar cascos para los oídos.

—No, si no oigo el ruido. Ya me destrocé los oídos de joven, trabajando en la mina.

Wallander entró en el edificio y siguió el pasillo de la izquierda. Había un anciano junto a una ventana mirando, sin apartar en ningún los ojos, la fachada trasera de un pequeño cobertizo en ruinas. Wallander se estremeció. Se detuvo ante una puerta en la que se leía el nombre en un letrero bellamente adornado con flores pintadas en colores pastel.

Por un instante, sopesó la posibilidad de marcharse en ese momento. Pero luego llamó a la puerta.

25

Fanny Klarström abrió la puerta de inmediato, como si llevase mil años esperándolo, y lo recibió con una amplia sonrisa. Era el añorado visitante, acertó a pensar Wallander antes de que la mujer lo empujase al interior y cerrase la puerta.

Wallander sintió que entraba en un mundo perdido. Fanny Klarström olía como si alguien acabara de encender allí mismo una hoguera con madera de aliso, un aroma que a Wallander le recordó el breve período de tiempo en que estuvo con los scouts. En una ocasión, su grupo salió de acampada. Habían montado el campamento a orillas de un lago, seguramente el de Krageholm, en el que Wallander había vivido después varias experiencias aciagas, y allí encendieron la hoguera con madera de aliso. Pero ¿acaso crecían alisos junto a los lagos de Escania? Wallander se dijo que ya volvería sobre ese tema.

Fanny Klarström tenía el cabello azul y bien moldeado e iba elegantemente maquillada, como si siempre estuviese lista para una visita inesperada. Al sonreír lucía una hermosa dentadura de la que Wallander sintió envidia. A él le hicieron el primer empaste a la edad de doce años y a partir de aquel momento mantuvo una lucha constante con medidas de higiene bucal y visitas al dentista, que siempre lo reconvenía, más o menos abiertamente. A pesar de todo, aún conservaba la mayoría de sus dientes, aunque su dentista le había advertido que empezaría a perderlos si no se esmeraba más con el cepillado. A la edad de ochenta y cuatro años, Fanny Klarström conservaba todos sus dientes, que además relucían como si se tratase de los de una veinteañera. No le preguntó quién era ni qué quería, simplemente lo invitó a entrar en la pequeña sala de estar cuyas paredes aparecían cubiertas de fotografías enmarcadas. Tenía plantas con flores en las ventanas y, en los estantes, varias plantas trepadoras, todas con muy buen aspecto. «Aquí dentro no hay una mota de polvo», concluyó Wallander. «La mujer que vive aquí está muy viva, de eso no cabe duda». Se sentó en el rincón del sofá que ella le señaló y aceptó una taza de café.

Mientras la mujer se encontraba en la minúscula cocina, Wallander fue observando las fotografías. Allí estaba la foto de bodas, fechada en 1942, Fanny Klarström con un hombre muy rígido en su traje y con el cabello engominado. Wallander creyó ver en él al mismo hombre de otra fotografía, en la que aparecía con chándal y a bordo de un barco, y que había sido tomada desde un muelle. Wallander continuó vagando por entre las fotos y llegó a la conclusión de que Fanny sólo tenía un hijo. Oyó el tintineo de la bandeja y volvió a sentarse en el sofá.

Fanny Klarström sirvió el café con mano firme, con la experiencia atesorada durante su larga vida laboral, sin derramar ni una gota. Se sentó enfrente de Wallander en una vieja mecedora.

De repente, un gato gris moteado, hasta entonces invisible, saltó a las rodillas de la mujer. Fanny se llevó la taza a los labios. Era un café muy cargado, Wallander se atragantó y tosió hasta que se le saltaron las lágrimas. Cuando se le pasó el ataque de tos, Fanny le dio una servilleta con la que se secó los ojos. Wallander vio que ponía impreso «Hotel Billingen».

—Bien, quizá debería empezar por decir qué me ha traído aquí —comenzó Wallander.

—La gente amable siempre es bienvenida —dijo Fanny Klarström.

Hablaba con el inconfundible dialecto de Estocolmo. Wallander se preguntó qué la habría llevado a la decisión de envejecer en un lugar tan remoto como Markaryd.

Wallander dejó la copia del artículo sobre el mantel bordado que cubría la mesa. Ella no se molestó en leerlo, sino que echó una ojeada a las dos fotografías. Parecía recordarlo todo. Wallander no quería ser demasiado directo, sino que señaló con amable interés todas las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared. Y ella no dudó en empezar a contarle.

En el año 1941, Fanny, que entonces se apellidaba Andersson, conoció a un joven marinero llamado Arne Klarström.

—Fue una gran pasión —confesó la mujer—. Nos conocimos en uno de los transbordadores de Djurgården, rumbo al parque de atracciones Gröna Lund. Cuando iba a bajar a tierra resbalé y él me ayudó a levantarme. ¿Qué habría ocurrido si no me hubiese caído? En verdad puede decirse que resbalé y caí en mi gran amor…, que duró exactamente dos años. Nos casamos, me quedé embarazada y Arne dudó hasta el último momento si debía continuar trabajando en los convoyes de la marina mercante. Se olvida con facilidad cuántos marineros murieron por las explosiones de minas durante aquellos años pese a que no estábamos directamente involucrados en la guerra. Sin embargo, Arne se sentía invulnerable y ni siquiera podía imaginar que fuese a ocurrirle algo. Nuestro hijo, Gunnar, nació en enero de 1943, el día 12, a las seis y media de la mañana. Arne estaba en casa y fue la única vez que vio a su hijo. Nueve días después su embarcación chocó con una mina en el mar del Norte. Jamás encontraron rastro alguno, ni del barco ni de la tripulación. —La mujer guardó silencio y lanzó una mirada a las fotografías de la pared—. Y allí estaba yo —prosiguió después de un instante—. Sola con una pasión perdida y un hijo al que criar. Intenté encontrar a otro hombre con el que vivir, pues aún era joven. Pero nadie podía compararse con Arne. Él era el que era, mi marido, vivo o muerto. Y jamás hallé quien pudiera reemplazarlo.

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